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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (7 page)

Entre tanto, el coro cantaba un himno ritual, tan antiguo como la Edad de la Luz:

Más allá de los tormentosos e indiferentes cielos

estableciste tu morada

en un campo de estrellas, donde la espada anhela

describir un arco, donde a ella unimos nuestros cantos.

En medio del oscuro salón salpicado de colores, una voz de hombre —creo que la de Fernando— se mezcló con el coro. También Bayard, padre y los demás cantaron.

Concédele el descanso del guerrero

por encima de nuestros cantos, por encima de los himnos.

¡Que las eras de paz converjan en un día,

y que halle él refugio en el corazón de Paladine!

Y haz que el último resplandor de sus ojos

se pose en lugar seguro y sagrado,

por encima de palabras y de la prestada tierra tan amada,

mientras nosotros contamos de nuevo las eras...

También yo traté de cantar, pero las palabras se me iban de la memoria. En vez de las imágenes de las seis edades del hombre, yo recordaba la escena en el centro de la piedra: los Hombres de las Llanuras, la pálida mano, el cuchillo en el cuello de mi hermano. El olor de viejas estepas llegó hasta mí. Es lo último que recuerdo.

Recobré el conocimiento más tarde. Yacía en mi cama. Me habían quitado la armadura, que estaba pulcramente ordenada encima de la mesa. Sin duda, obra del joven Raphael. Allí, rodeado de silencio y de la luz de las velas, así como de mi bruñida indumentaria, intenté dormir, y parece lógico que lo consiguiera, después de resistir una noche y un día de vigilia en que, además, me había visto asaltado constantemente por espectrales apariciones.

Cualquiera creerá que un muchacho estaría demasiado cansado para pensar.

Sin embargo, yo permanecí bien despierto hasta la mañana, y fueron mi hermano y los Hombres de las Llanuras quienes llenaron mis oscuras imaginaciones.

4

Los criados se habían reunido a cierta distancia de mis aposentos. Cuando abrí la ventana para que penetrase la opaca luz, los vi abajo, en el patio, murmurando entre ellos. Era evidente que intercambiaban algo.

Sólo más tarde descubrí que Raphael había permanecido largo rato junto a mi puerta, pegada la oreja a la madera, para escuchar lo que yo decía en mis fantasías. Y naturalmente, había corrido enseguida a contárselo a sus amigos para lucir sus averiguaciones.

De modo que lo que iba de una mano a otra, era dinero. Por lo visto, la apuesta relativa a mi salud mental era considerable. «Trepar a la Torre de los Gatos» era la expresión utilizada por los criados en los inquietantes momentos de la historia de la familia, cuando uno de los Di Caela perdía el juicio y provocaba comadreos que, al menos, se extendían hasta la próxima generación.

La «Torre de los Gatos» se refería a la tía de sir Robert, llamada Mariel, que se había encerrado en el alto torreón sudeste del Castillo Di Caela y se había mantenido apartada de todo: de cualquier responsabilidad, de los alimentos, de la higiene y, como se supo luego, incluso del cuidado de sus animales favoritos.

El resultado fue que sus propios gatos la atacaron y devoraron después de permanecer todos juntos durante un mes en el cuarto más elevado del torreón.

En los alojamientos del servicio se rumoreó entonces que la obvia locura de lady Mariel era hereditaria. Y el hecho de que yo fuese sólo un pariente por adopción significaba poco para aquellos especuladores que, sin duda, mantenían una constante apuesta respecto de cuál de nosotros —sir Robert, Bayard, Enid, Dannelle o yo mismo— perdía antes la chaveta.

Aquella mañana, muchos debieron de pensar que, ahora, me había tocado el turno de la locura a mí. Me quedé en la ventana mientras proseguían los cuchicheos y, mirando a la gente allí amontonada, hice acopio de toda la solemnidad de mi recién estrenada caballería, puse los ojos bizcos, me introduje un dedo en cada comisura de la boca, tiré cuanto pude de los labios y les saqué la lengua.

Retrocedí por fin al interior de la habitación, satisfecho de pensar que, tanto detrás como debajo de mí, centelleaba sin duda más que nunca la plata y aumentaban las apuestas.

Salí luego a las almenas para mirar hacia el oeste, mientras las largas sombras arrojadas por los muros del castillo disminuían lentamente al nacer el sol a mis espaldas. Las tierras de labrantío resplandecían en tonos verdes y dorados.

De pronto percibí ruido y altercados en alguna parte del patio. Por lo visto, sir Robert Di Caela había decidido castigar a su sobrina Dannelle, que por su parte no estaba dispuesta a recibir ninguna punición. Lo que había comenzado como un ligero desacuerdo, de cuyo origen no me enteraba, había crecido de volumen hasta convertirse en una sarta de complicadas maldiciones sureñas que incluían ponzoñas, madres, goblins y todo el panteón solámnico.

Allí de donde yo procedía, las disputas familiares solían acabar en puñetazos o en un estropicio... o en unos vasos de la limonada de Brithelm. Me había costado lo mío acostumbrarme a las peleas solámnicas, pese a que yo también me valía solo para eso.

Pero por ahora tenía cosas más serias en que pensar. La imagen de Brithelm que había visto en el friso, aquella mano que amenazaba su cuello con un cuchillo, era realmente preocupante. En efecto, lo único bueno de semejante visión consistía en su claridad: la imagen del propio hermano en peligro de muerte es difícil de retorcer interpretándola de otra forma que no sea la del hermano en peligro de muerte.

Hasta donde alcanzaba mi memoria, Brithelm siempre había tenido un talento especial para meterse en sitios donde hubiese problemas, si bien en ninguna ocasión sufrió daños. Aunque todo se derrumbara a su alrededor, él permanecía indemne, no más aturdido ni magullado que la primera vez que se había hallado al borde del desastre.

Varias semanas atrás, cuando los centinelas anunciaron que las colinas ardían, de momento no me asusté. Incluso cuando unos enanos refugiados pasaron por Solamnia y, poco después, los campesinos de los alrededores del Castillo Di Caela empezaron a lamentarse de que osos y panteras procedentes de las montañas habían atacado a sus cabezas de ganado..., ni siquiera entonces me preocupé en exceso, seguro de que el viento cambiaría o amainaría del todo, o de que, de alguna forma, antes de que el fuego tocara uno de los enmarañados cabellos de mi hermano, caería lluvia o nieve u otra cosa capaz de apagarlo.

Al fin y al cabo, refugiados enanos y campesinos quejosos eran algo frecuente en ese lugar y esos tiempos.

No obstante, los fuegos persistían, y mi inquietud aumentó cuando vi crecer las llamas. Dada la naturaleza del campamento de mi hermano —la media docena de casas de madera, las tiendas y los cobertizos—, el fuego constituía ciertamente una amenaza extrema.

El presagio que había envuelto la ceremonia de mi ingreso en la caballería resolvió el problema por mí. Tan pronto como fuese posible, yo partiría hacia las montañas Vingaard en busca de mi hermano mediano, aunque antes, por supuesto, tendría que decírselo a Bayard.

Eso era lo que aquella mañana me había conducido a las almenas. Bayard, que todavía llevaba la armadura que había lucido la noche anterior, estaba apoyado en el muro del coronamiento cuando me dirigí a él.

Bayard tenía la vista fija en el oeste, allí donde se alzaban las colinas que constituían el pie de las montañas Vingaard. Desde cierta distancia parecía el mismo Bayard que me había contratado como escudero tres años antes. Quizá con el bigote un poco más largo, y los castaños cabellos entreverados de las primeras hebras blancas.

Pero había que mirarlo de cerca para notar la diferencia. Algunos caballeros no servían para la vida tranquila y, últimamente, yo había observado en mi viejo amigo un desasosiego, algo semejante a una represión, como si estuviera arrestado en un castillo de mujeres y hombres ancianos.

—¿Buscáis algún augurio? —bromeé al llegar a su lado.

—No, espero tener visiones —contestó él con amabilidad, en el mismo tono—. A ver si descubro a esos Hombres de las Llanuras que, según dicen, habitan tanto en las montañas como en las piedras de un broche...

Me apoyé en la misma pared y pregunté:

—No me creéis, ¿verdad, Bayard?

Sus penetrantes ojos grises se posaron en mí.

—Para ser sincero, Galen, no estoy seguro de lo que creo. Después de la ceremonia pasé mi propia noche de reflexiones, dudando de si había cometido un error al forzarte a entrar a formar parte de la caballería.

—Y... ¿a qué conclusión llegasteis, sir?

—No podría decírtelo —repuso Bayard—. Excepto, tal vez, a la de que me parece que tu armadura empieza a hacer efecto.

—¿Cómo?

Bayard esbozó una enigmática sonrisa.

—Yo ayudé a colocarte la armadura, muchacho. Y con toda mi buena voluntad me metí en un lío. Por consiguiente, ahora debo actuar como si creyera en tus visiones. Así pues —añadió simplemente, con la enguantada mano apoyada en el pomo de su espada—, tenemos que partir juntos en busca de tu hermano.

Quise darle las gracias, pero Bayard no había acabado.

—Ahora no trates de escabullirte como una comadreja, Galen.

Di un paso atrás, molesto. Mi anterior mote me sonó como una implacable persecución. Pero Bayard prosiguió, alzando impaciente la voz:

—Visión o no visión, ninguno de nosotros descansará hasta que el asunto de Brithelm quede aclarado. Y creo que no nos sentaría mal alguna aventura lejos del Castillo Di Caela. Me apetece librarme durante unos días de mi suegro, y una vez más me resulta imposible aguantar a sir Ramiro de Maw. En cuanto a ti, me figuro que también te vendrá bien escapar de tus... embrollos amorosos. Al menos hasta que sepas qué favor lucir en el yelmo.

Bayard me hizo un guiño, aunque con la cara seria, y yo contesté con una mueca, porque sabía que hacía referencia a mi asuntillo con Marigold.

—Ésta es la cosa. Lo que aquí nos falta a los dos es un poco de aventura, por lo que dentro de dos días partiremos a esa maravillosa y tranquila hora que precede a la salida del sol. Dejaremos el Castillo Di Caela..., un puñado de caballeros, sólo acompañados por caballos y escuderos..., en dirección a las montañas Vingaard, donde procuraremos poner a salvo a tu hermano Brithelm. ¡Será como en los viejos tiempos, Galen! —exclamó casi con júbilo, mientras yo pensaba en los vientos y en los lejanos fuegos y en el camino, tan empinado, rocoso y salvaje.

En algún lugar de la cordillera, al final de un viaje que pronto empezaría, me aguardaban mi hermano y mi valor.

—Para entonces tendré mi escudero, Bayard Brightblade —prometí de modo tan solemne y dramático que apenas me reconocía a mí mismo.

Le di la mano, y él me miró con un gesto afirmativo.

—Y yo, sir Galen, habré elegido ya a nuestros compañeros, si es que alguien quiere venir.

Nos separamos después del tradicional apretón de manos solámnico, y cada cual abandonó las almenas camino de su propio desastre.

* * *

«Nunca te cases con una borracha —solía decir mi abuela—, si te propones corregirla. Porque, en vez de eso, habrá dos borrachos.»

Asimismo me aconsejaba que, cuando decidiera contraer matrimonio, mirase bien a la más fea entre las posibles futuras parientas, porque ése sería el aspecto de mi novia al cabo de veinte años.

Era una advertencia surgida de la amargura y de los pantanos de Coastlund, de un mundo donde los tremendos apuros se volvían peores cuanto más esperabas que se solucionasen.

Mi abuela habría sonreído en el caso de saber los problemas que íbamos a tener para el reclutamiento de gente, después de abandonar las almenas.

No cabe duda de que Bayard consideraba empresa fácil lo que nos habíamos propuesto. Pese a mis presentimientos, no tardaríamos en dar con Brithelm y lo traeríamos a casa. Lo que mientras tanto deseaba Bayard era una compañía agradable para el camino: buena conversación y alguien dispuesto a cazar un poco y a una dura cabalgada.

Con toda cortesía preguntó a sir Brandon Rus si quería unirse a nosotros. Eso habría sido bastante conveniente. El joven caballero, brillante promesa y sin rival entre los de su edad en destreza, recursos y evidente valentía, habría garantizado nuestra seguridad frente a cualquier cosa que no fuese precisamente un ejército de ogros. En las tierras del interior quizá lográsemos hacerlo hablar de algo que no fuese protocolo o historia, y averiguar qué era lo que le preocupaba: por qué los criados del Castillo Di Caela lo oían dar pasos, como si, a pesar de todo aquello incapaz de asustar a sir Brandon Rus, algo en sus sueños o recuerdos lo sobresaltara.

Pero el joven se disculpó. Tenía una propia búsqueda que realizar, según explicó, por la lejana zona del este, más allá de Neraka y Kernen. Se susurraba que sus pasos lo conducirían al Mar Sangriento de Istar, pero Bayard, a quien tanto le habría gustado su compañía, fue lo suficientemente prudente para no inquirir ahora acerca de su destino.

Era una pena que Brandon no nos acompañara, pero su excusa encajaba con las costumbres de los caballeros. El mundo estaba lleno de buscas en aquella época..., de buscas y de posibilidades de vivir aventuras. ¿Qué Caballero Solámnico que tuviera ocasión de adentrarse en las peligrosas tierras del este se conformaría con una pequeña operación de rescate en las colinas?

Ramiro de Maw, sin duda.

Porque el corpulento caballero eructó, se limpió de migas la barba y enseguida se declaró de acuerdo y colocó su embotada espada a los pies de Bayard Brightblade a la vez que prometía lealtad y un fuerte brazo derecho durante todo el viaje. Bayard tosió, balbució algo y, con toda educación, procuró desviar su interés hacia otras cosas, pero era tarde, y su delicadeza le impedía retirar el ofrecimiento. Cuando por fin encontró algo que objetar, Ramiro ya estaba a punto para la marcha que nos aguardaba.

* * *

La gran afición de Ramiro a la comida, el vino y las mujeres había hecho de él un buen compañero en tiempos de sir Robert: el deleite de los días libres, de las fiestas y los torneos. Últimamente, empero, el vino y la abundante comida se habían cobrado lo suyo, y la campechanía era ahora torpeza y atontamiento. En primavera, Ramiro había estado a punto de ahogarse en un barril de dulce oporto. De no ser por Gileandos, que merodeaba por las bodegas para echar un trago a escondidas y descubrió el barril y los pies que el apurado caballero agitaba en el aire, la primavera se habría convertido en funeral.

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