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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (6 page)

—Ya es hora de que lo seas —declaró—, dormido o no. ¡Antes de que el gran salón se convierta en una pista para carreras de perros o en demostraciones de esgrima!

Luego echamos una ojeada a mis pertenencias, desparramadas por encima y por debajo de la mesa.

—Francamente no es una colección propia de un caballero —comenté.

—¡Ay, no sé! —respondió Bayard, cortés e incluso amable—. Una daga. Un par de sucios y pesados guantes. Media docena de ópalos y un silbato deslustrado. Cada cosa te hizo compañía, a su modo, según recuerdo...

Yo hice un gesto afirmativo.

—El Castillo Di Caela parece más pequeño, Bayard.

—¿Pequeño? ¡Mete el estómago, para que pueda estrecharte el peto! Quizá sea porque ya no pasas por las puertas como antes, Galen. La buena vida exige un pago de tu cintura, joven. Si estás gordo a tus diecinueve años, cuando tengas mi edad parecerás...

—Otro Ramiro de Maw, despatarrado sobre dos sillas en el comedor y cayéndosele la baba al contemplar a las parientas...

—No seas tan pesimista, chico, ni tan irrespetuoso. ¡Y mete el estómago, caramba!

—No lo entendéis, Bayard. Desde que fue levantada la maldición que pesaba sobre el Castillo Di Caela, las cosas van mejor. ¡Os lo aseguro! Sin embargo, esto no es más que otro viejo edificio en las llanuras: piedras y mortero, madera, crines y hierro, y tal vez una o dos leyendas para dar un poco de color al conjunto ante los visitantes.

—¿Qué quisieras tener, Galen? ¿Fantasmas en el calabozo? ¿Espectrales miembros de la familia, colgados de sogas? —inquirió Bayard, inclinándose para recoger una de mis botas.

De repente me acordé del rostro del jefe de los Hombres de las Llanuras y me estremecí.

—Por cierto —continuó Bayard, impaciente—, ya es hora de que elijas escudero. Lo necesitas mañana, como mucho. No obstante, te comprendo. Sé lo que quieres decir. Es como si un sentido del orden quedara establecido sobre todas las cosas, colocándolas en su debido sitio y desterrando a intrusos y desorganizadores.

—Y a los espíritus de los enanos —añadí en tono distraído.

—En efecto. Y también las carreras de perros.

Se apartó de mí un instante y caminó hacia el armario.

—No puedo creerlo, Galen —dijo, nuevamente enojado, y con un brusco movimiento me arrojó una de las botas, que chocó contra el suelo cerca de la cama y levantó una nube de polvo—. No puedo creerlo —insistió—. ¡A punto de ser armado caballero, y lo único que te une al Código y la Medida es el deseo de pasar cuanto antes la...! ¿Cómo pudiste arriesgarlo todo por una hora de sueño?

—¿Arriesgar qué?

—Según la Medida —explicó Bayard, a la par que recogía la otra bota—, la Noche de las Reflexiones debe ser pasada en vela y en profundos pensamientos, de una puesta de sol a la otra, porque incluso la luz del día es oscura cuando la memoria corre.

—¡Pero si yo velaba, Bayard! —protesté—. Vigilaba y pensaba. Como intenté deciros, no dormía. Tuve..., ¡tuve una visión!

Bayard me miró con escepticismo. Poco a poco apareció en su cara el asomo de una sonrisa, que se ensanchó cada vez más hasta que el hombre ya no pudo esconder su regocijo. Mi protector empezó a reír y, a medida que yo le explicaba lo sucedido, más incontroladas eran sus carcajadas. Tanto es así, que tuvo que apoyarse en el armario porque perdía el equilibrio y le costaba respirar. Cuando por fin concluí mi relato sobre los Hombres de las Llanuras, Brithelm y la extraña visita, meneó la cabeza con asombro.

—¿De modo que... pretendían que los siguieras
al interior del broche? —
inquirió boquiabierto.

Yo asentí ceñudo.

—¡Oh, eso huele a los tiempos pasados! —exclamó Bayard—. Un truco detrás de otro, siempre para rehuir el deber y el peligro y las tareas y...

—¡Muy bien! —grité yo, furioso, dando un agresivo paso hacia Bayard antes de que mi sentido común me recordara que él era más fuerte, rápido y astuto en la forma de combatir—. ¡Creed que dormía, y acabemos! Por mí, no hace falta hablar más.

—¿Qué debo pensar, pues? —contestó Bayard, que ya no se reía y cogió de nuevo los cordones de mis grebas.

Desde el lecho me miraban los negros ojos del broche.

—¿Que estoy perdiendo la razón, sir? —repliqué con acento triste.

En el breve silencio que siguió, yo reuní en mi mano el silbato y el broche y los hice chocar para que hiciesen ruido, cualquier ruido.

Mi maduro compañero volvió a sonreír, aunque sus ojos reflejaban ahora preocupación. Tiró fuertemente de los cordones de mi peto. Temí quedar sin aire y tuve que apoyarme en una de las columnas de la cama.

Me volví de cara a la ventana. Fuera, las banderas restallaban y ondeaban en los parapetos, atrapando la última y roja luz del sol antes de que el día se hundiese detrás de las montañas. Y de repente me sentí tonto. Dijera yo lo que dijese, mi pasado hablaba por sí. Todo sonaba como si yo no retrocediese ante nada, con tal de eludir la caballería. Incluso las alucinaciones.

—No importa —agregué sin alterarme, a la vez que arrojaba sobre la cama los objetos—. Sólo fue un juego de la luz en el corredor.

El viento adquiría nueva fuerza. La noche prometía ser amenazadora.

—Ya habrá tiempo para «juegos de luz» cuando hayas sido armado caballero —replicó Bayard, apartándose de mí para buscar apoyo en la repisa de la chimenea, con lo que su sombra se reflejó larga y oscura contra la ventana—. Habrá tiempo de sobra para otros trucos, según deduzco de cómo pasaste la Noche de las Reflexiones. Pero ahora nos ocupan cosas distintas. La cena está preparada; los músicos, a punto, y los invitados llevan casi una hora sentados.

—Me parece que no ponéis las cosas por su... orden de importancia, sir —indiqué, tomando el silbato de perro, al que di vuelta en la mano—. Tuvo que ser algo relacionado con Brithelm... —jadeé.

—Lo sé, muchacho —respondió Bayard, comprensivo y, viniendo hacia mí, me apoyó una mano en el hombro.

Durante unos momentos, nuestros pensamientos volaron hacia el pequeño refugio de mi hermano, allá en las montañas Vingaard, tan azotadas por las tempestades.

En el exterior amainó el viento, y abajo comenzaron a tocar nuevamente los músicos, cuya interpretación de una canción kender demostraba que habían llegado al término de su gusto y conocimientos musicales.

—Recuerda, Galen —murmuró Bayard—, que el Pathwarden que tiene visiones es Brithelm. Tú estás tan cuerdo como cualquiera de la casa de locos que es este castillo... Tan cuerdo como Robert o Brandon o tu padre, y todos ellos son Caballeros Solámnicos de primera. Y, te guste o no, mañana serás un Caballero Solámnico de la Corona, Galen Pathwarden Brightblade.

—Pero...

—Y no me importa que tengas algún problema con el honor o la decencia o la cordura o lo que sea. Te pondrás la armadura y... ¡bien, ya veremos qué sucede! Confío en que la armadura cumpla con su cometido.

A mí, todo eso no me parecía tan seguro. Aun así, las palabras de Bayard me infundieron ánimos. Era como si él tuviera el convencimiento de que algo ocurriría cuando yo me pusiera la armadura. En el acto pensé en varias leyendas: en la de Arden Greenhand, cuya armadura mágica se transformaba en nube cuando él lo ordenaba, o en la de sir Lysander de Hylo, cuyo peto llevaba un mapa de todo el mundo, capaz de transportarlo a través del continente a cualquier país que él tocase en el mapa.

Pero, por mucho que Bayard estirase o apretase, mi armadura era de segunda mano, demasiado grande para mí, y muy sencilla. No sólo distaba mucho de ser del material de que hablaban las leyendas, sino que no había en ella nada de mágico ni fantástico. Ni siquiera era bonita.

—Por lo que veo, esta armadura sólo conseguirá hundirme con su peso y que sus cordones me enreden, sir —objeté—. No obstante, estoy seguro de que vos entenderéis mejor que yo este misterio.

—Ética luskiniana —dijo Bayard con orgullo.

—¿Cómo, sir?

—Supongo que conoces el luskin... ¿No, Galen? Gileandos debió de enseñarte algo de eso.

—Mi educación fue muy desigual, sir. Guiada por la bebida y los caprichos de Gileandos, según parece. Es evidente que ignoro lo que, según vos, tendría que saber sobre el luskin. Creo recordar que se trata de un pajarillo gris. De un ave que a veces canta y que deja para otros pájaros el cuidado de sus crías.

—Y éstas, de pequeñas, se comportan como gorriones o estorninos —añadió Bayard—. O como reyezuelos o lo que sea, según el nido en que su madre los deje.

—Todo eso está muy bien, Bayard, y la naturaleza es algo maravilloso. Pero no veo qué tiene que ver eso con...

—Ética luskiniana —repitió el caballero—. Si tú tienes determinado aspecto y eres tratado como tal, llegará el momento en que actúes de la forma correspondiente.

—No lo encuentro una idea muy penetrante, sir.

—En cualquier caso, acaba de preparar la armadura.

Cuando me hube concentrado, prestando una atención final al pulimento del yelmo y de su cimera, así como a la absurda pluma, que parecía un pájaro —un luskin, como deseé con devoción— que se hubiera estrellado contra mi cabeza, Raphael regresó con una espada que era como lo que yo temía: una tizona para sujetarla con las dos manos, tan larga como alto era yo y lo suficientemente pesada para hacerme perder el equilibrio al caminar. La alcé por encima de mi cabeza con un gruñido y, luego, la introduje con gran esfuerzo en la vaina que pendía de mi cintura, donde quedó metida sólo a medias, ya que sobresalían más de quince centímetros de hoja.

—Temo haber emergido del cascarón en un nido de águilas —me quejé a Bayard, que volvió a reírse y meneo la cabeza.

Yo me estremecí, y no precisamente a causa del viento, que de nuevo soplaba con creciente fuerza, sacudiendo la ventana y penetrando por debajo del alféizar, con lo que hizo vacilar la llama de una vela y levantó un papel que había sobre mi mesa. Raphael se apresuró a cerrar mejor la ventana mientras Bayard se dirigía a la puerta y, después de abrirla, me llamó con un gesto.

Era la suya una imagen ominosa, como si de nuevo fuese yo atraído hacia el corazón de las piedras.

Empero, yo había sido entrenado precisamente para esa ceremonia, y aguardaba el momento de alcanzar mi objetivo pese a las predicciones de casi todos los habitantes del Castillo Di Caela. Recogí el silbato y los guantes y los guardé en el bolsillo de mi túnica. Por último me sujeté la capa a los hombros con el broche de ópalos. Tenía las manos húmedas, pero no temblorosas.

—Esta noche podrías pasar casi por caballeroso, Galen —admitió Bayard medio en broma, cuando lo seguí al pasillo y, casi mareado por la luz de las velas y la música, descendí las escaleras que conducían al gran salón.

* * *

Mis recuerdos de aquella noche son sólo vagos. La luz de las antorchas colocadas en los soportes del gran salón del Castillo Di Caela brillaba esplendorosa sobre las oscuras mesas y los enrojecidos rostros de los invitados, dado que, mientras yo me retrasaba, el vino había fluido en abundancia.

Resplandecía asimismo sobre las caras de mis familiares. Aún me parece ver a mi padre que, lleno de orgullo y sin querer, se puso de pie con la antigua firmeza militar cuando Bayard me entregó la espada. Los demás, que vieron su gesto y lo tomaron por una costumbre de Coastlund, se levantaron también.

Nadie sabía que era la manera que padre tenía de dar gracias a los dioses porque uno de sus hijos —aunque fuera el menos prometedor de los tres— luciese al fin la armadura solámnica. Sir Robert se alzó, y lo mismo hicieron Ramiro y Brandon, imitados hasta por los engreídos sabelotodos de Elazar y Fernando.

Dannelle Di Caela también estaba de pie, si bien no parecía gozar con ello. Miraba a través de mi persona con sus relucientes ojos verdes, y yo confié ansiosamente en que no diera crédito a los rumores. De repente me di cuenta, consternado, de que había olvidado por completo su guante y de que el único adorno de mi yelmo era aquella absurda pluma.

Conservo en mi memoria el canto de un elfo trovador y el coro de mujeres que anunció mi aproximación al sitio de honor en la elevada plataforma, e igualmente mi breve pero pleno disfrute al ver el mal disimulado desprecio en el rostro de Gileandos, así como el débil y sorprendente remordimiento que experimenté al descubrir que también Alfric se había levantado en mi honor, aunque con ojos apagados, carentes de expresión, aturdido como si pesara sobre él una extraña y mortal enfermedad.

Me acuerdo de la ceremonia. De haberme arrodillado ante Bayard, sir Robert y mi padre, que apoyaron sus grandes manos en el pomo de mi espada, y de las solemnes palabras que debo mantener en secreto, y que pasaron entre nosotros en un susurro mientras la música aumentaba de volumen y se hacía más grave. Luego, el Voto de la Espada, la Corona y la Rosa: el voto que me obligaba a defender, a comprometerme y, sobre todo, a entender.

Luego, las manos de Bayard se posaron en mis hombros para hacerme volver hacia las personas reunidas en el salón, y con la vista las recorrí a todas.

Distinguí a Brandon, que miraba fijamente el enorme hogar de mármol, aunque sin verlo y con expresión triste, como si a través de las llamas contemplase un lejano y desconcertante país.

A Ramiro, que había interrumpido su lucha con una colosal tajada de carne de vaca para prestar cortés atención a cuanto sucedía en la plataforma que tenía delante.

A Mangold, que dijo algo delicioso y encantador y casi obsceno cuando nuestras miradas se cruzaron.

A Dannelle, que se volvió.

A Gileandos, distante y desdeñoso, y a Alfric, que me observaba con una rara media sonrisa y apartó la vista para contemplar desconsolado la comida de su plato, que no había tocado.

Bayard bajó del estrado para reunirse con mis familiares, levantadas sus grandes manos en actitud de solemne triunfo. Mi padre y sir Robert lo acompañaban, uno a cada lado, en dirección a sus respectivos sitios, y habríase dicho que rejuvenecían con cada paso hasta que, llegados junto a los sillones, suavizado y mejorado su aspecto por la cambiante luz del fuego, al entrecerrar los ojos los vi como tuvieron que ser medio siglo antes, en el desfiladero de Chaktamir, cuando el ejército de Neraka se acercaba a su pequeño pero valeroso grupo.

Todos los ojos estaban clavados en mí. No había quien no me mirase. Yo alcé la prestada espada y, tal como me habían anunciado los caballeros mayores que sucedería, aunque ninguno de los sabios —ni siquiera Gileandos— lo sabría explicar, la hoja resplandeció entonces en mil colores: desde verdes y amarillos y rojos hasta otros que no puedo indicar porque nunca los había visto antes.

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