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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (9 page)

—¡Pues no estés tan seguro, querido hermano! —fanfarroneé, con la esperanza de que, en lo más profundo de la mente de Alfric, naciera algo semejante a cierto sano respeto hacia mi persona—. Pero, no obstante sus corcovos y protestas, el animal no resolvió mis problemas. Sospecho que tendremos que hacerte útil, sea como sea.

* * *

Precisamente siendo útil fue como Alfric perdió mi armadura.

Le ordené pulir mi peto pese a que el paje Raphael ya lo había hecho —y mucho mejor— la noche antes. Todos los esfuerzos servirían de poco para estropear el trabajo de artesanía, de manera que decidí correr el riesgo de dejarle engrasar las correas de las grebas, para que no se cortaran y agrietaran en el viaje que nos aguardaba, y que los dioses sabían cuánto duraría.

Escasamente una hora más tarde encontré a mi hermano en la curtiduría del castillo, ansiosamente inclinado sobre una cuba de aceite destinado a suavizar el cuero seco, silenciar la maquinaria chirriante y achicharrar al enemigo que asediara la fortaleza. Alfric permanecía atontado junto a mi yelmo y mi peto, mi escudo y mi espada, con la vista fija en las oscuridades del aceite, como si hubiera perdido algo.

—¿Qué dije acerca de que debías hacerte útil, hermano? —comencé.

Pero Alfric seguía con la mirada en la cuba.

Lo llamé una vez, dos veces. Mas él no apartaba los ojos de aquella centelleante y espesa superficie, como si esperase ver en ella algún signo o augurio. Por fin alzó la cara, jadeante. Tenía la boca abierta como una de las grandes y torpes truchas pescadas en el río Vingaard cuando bajaba poca agua.

—Hermano, lamento decirte que tus grebas se han hundido —musitó, muy manso.

—¿Hundido? ¿En la cuba? ¿Están en el fondo de todo?

Alfric meneó la cabeza muy despacio, con un gesto estúpido.

—En el fondo del aceite, sí...

Yo seguí su mirada a la cuba.

—Pensé que sería más sencillo sumergir las grebas en el tonel, en vez de engrasar todas sus partes de cuero... —me explicó mi hermano con tristeza.

—¿Sumergirlas?

—Sí, pero entonces se me escaparon de las manos.

Volvió a clavar los ojos en la cuba. Yo recogí mi espada.

—Vas a meterte en el tonel detrás de ellas, Alfric.

—¿Qué?

—Detrás de mis grebas, sí. Tú las dejaste caer en esa ciénaga, y por todos los dioses que vas a meterte en ella para salir con mis grebas, o no saldrás de ninguna manera.

Y levanté mi espada con énfasis.

Por espacio de unos segundos, mi hermano me miró con el aire amenazador que tan buenos resultados le había dado a lo largo de mi apaleada y coaccionada niñez. Se alzó en toda su estatura y se encaró conmigo, furioso.

—Ya puedes alardear y echar todas las bravatas que quieras, Alfric —murmuré con calma, moviendo la espada de forma que la escalofriante punta quedara debajo mismo de su mal afeitada barba—. Soy yo quien tiene el arma.

Tanto si era mi recién estrenada caballería, su natural y completa cobardía o, simplemente, el sentido común que nos induce a cooperar cuando alguien nos apunta con su espada, la cosa es que Alfric retrocedió. Contempló con reluctancia el tonel e hizo un brusco gesto.

—¡Hermano! —dijo desesperado—. Mátame, si es preciso, pero... ¡por Sirrion! Yo no toco eso. ¡Fíjate!

Y señaló horrorizado el aceite que llenaba la cuba.

—¡Hierve!

En efecto, la grasienta superficie se agitaba como si se estremeciera. En ella empezaron a formarse unos círculos que se extendían hacia afuera como cuando uno tira una piedra a un estanque.

Fue entonces cuando notamos el primer temblor. A nuestro alrededor vibraron las paredes, y vimos cómo las vigas del techo se desplazaban y rompían. Sobre nosotros cayó una lluvia de polvo y guijo, y llegué a temer que quedáramos enterrados bajo toneladas de cascotes.

Alfric olvidó su juramento y, antes de que eso sucediera, estuvo dentro del aceite, en el que se sumergió como un grotesco ratón almizclero o una nutria. La espesa sustancia se cerró encima de su cabeza y, durante unos momentos, yo permanecí solo con mi temor, dado que las paredes se inclinaban peligrosamente sobre mí.

Una antorcha cayó de su soporte situado junto a la puerta de la curtiduría, y su fuego se apagó al chocar contra el trepidante suelo. La pieza quedó envuelta en extrañas sombras grises, surcadas de luz procedente de las altas ventanas, pero, cuando el polvo lo llenó todo, fue difícil ver nada e incluso respirar. El edificio no cesaba de temblar, y yo me apoyé en el tonel para no perder el equilibrio.

—¡Alfric! ¡Alfric! —grité, al mismo tiempo que introducía el brazo en el húmedo y oscuro elemento en busca de mi hermano.

Mis dos primeros intentos no dieron resultado, pero en el tercero conseguí asomarlo chorreante a la superficie, enredados mis dedos en un mechón de rojos y pegajosos cabellos.

—¡Aquí no estamos seguros, hermano! —jadeé, agarrado a su brazo, pero sin acabar de sacarlo de la enorme cuba.

Dos veces se me escurrió y volvió a caer de espaldas en el aceite, con lo que lo perdí de vista a causa de la lluvia de polvo y las sacudidas del suelo.

Por fin, al realizar el tercer esfuerzo, pude extraer a Alfric del mortal tonel, pero el engrasado suelo me hizo resbalar, y mi hermano cayó sobre mi cuerpo; los dos permanecimos inmóviles durante unos instantes, mientras la luz y el aire parecían abandonar del todo el lugar.

Cuando Alfric pudo levantarse, me empujó hacia atrás en su afán por alcanzar la puerta, que golpeó con la cabeza y abrió, de modo que la luz diurna inundó toda la tenería. Yo respiré ansioso y gateé detrás de él, y con un chillido de alivio dejé que me bañase la claridad del patio.

Todo el castillo temblaba, a punto de derrumbarse, cosa que me recordó el Nido del Escorpión, aquella tarde de pesadilla en el desfiladero próximo a Chaktamir. No había muro que no oscilara a nuestro alrededor. Las piedras, el mortero y las vigas se salían de sitio, y lo que había sido una tarde luminosa quedó convertido en una espesa nube de polvo.

Un angustioso grito nos llegó desde las almenas, donde un solitario centinela pendía de la misma escala que yo había utilizado aquella mañana para subir a hablar con Bayard. De pronto, la escala cedió con el horrible crujido que una madera produce al astillarse; el hombre se vino abajo y quedó tendido de extraña forma en el patio.

Por doquier nos rodeaban voces de hombres y los asustados relinchos de los caballos. Cualquiera habría dicho que estábamos en plena batalla, o que había llegado un nuevo Cataclismo. Me volví para cerciorarme de que Alfric se encontraba bien, pero no lo vi en ninguna parte.

Entonces, un grito ya familiar se alzó por encima de todos los demás, y yo corrí hacia el punto de su procedencia, temiendo lo peor. El grito había sido emitido por Bayard.

Lo hallé echado en medio del patio, rodeado de sir Brandon, Ramiro y el Caballero Azul.
Valorous,
el negro semental de Bayard, que parecía haber acabado de provocar el desastre sin querer, permanecía inquieto a pocos pasos de distancia.

Cuando llegué junto al compañero caído, el fragor cesó tan rápidamente como había comenzado, y Brandon se volvió hacia mí, grisáceo el rostro y desmesuradamente abiertos los ojos.

—¡Pronto! ¡Haced traer una camilla! —exclamó—. Temo que tenga rota la pierna.

No hacía falta tener unos conocimientos especiales ni una gran perspicacia para suponer tal cosa, porque Bayard se sujetaba la lesionada pierna con sus grandes manos.

* * *

Todo había sucedido muy deprisa, como suelen pasar estas cosas. Por lo visto, a medida que los movimientos sísmicos se hacían más frecuentes y violentos, Bayard se había puesto a inspeccionar los terrenos del castillo para apreciar en lo posible los daños sufridos. Aunque eligió para ello al caballo que más confianza le inspiraba, su gesto era impresionante y demostraba gran valor...

—Pero no fue del todo prudente —bromeó Bayard, entumecido y medio adormilado.

Lo habían echado de espaldas, a través de la cama, y era atendido por lady Enid y dos cirujanos de cara preocupada.

—Porque —añadió— el suelo que es inseguro debajo de los pies de uno, igualmente lo es debajo de los cascos, queridos...

Ramiro, Brandon y yo nos habíamos convertido en «queridos» después que Bayard, que apenas probaba el vino, hubo tomado su tercera copa de licor de los enanos, el remedio de sir Ramiro para cualquier dolencia de un caballero o para todo lo que, aunque de manera remota, pudiese hacerlo sufrir.

En mi opinión, la pinta de Águila de Thorbardin había tenido efectos tan desastrosos como el terremoto y el caballo juntos.

Enid pensaba lo mismo e hizo una señal a Raphael, que retiró la botella. Inconsciente de su dolor —o de lo que lo rodeaba—, Bayard continuó hablando con lengua espesa.

Uno de los médicos sacó una piedra textral —unos guijarros pequeños, de forma ovoide, que proceden de la salvaje región de Elian y tienen fama de soldar fracturas— que, si le era aplicada constantemente, en un mes le curaría la pierna. La piedra chisporroteó, tal como era de esperar, y, mientras el cirujano la pasaba sobre el miembro roto y producía un humo que olía a plantas perennes quemadas y clavo y sueño, Bayard nos explicó cómo había ocurrido el accidente.

—Valorous
no se había alejado ni treinta metros de la cuadra cuando, de repente, cayó de la manera más desafortunada.

Llegado a este punto, Bayard hizo una pausa y nos miró a todos con expresión dramática.

—Con tan mala suerte, que fue a caer encima de... este apéndice.

Y se tocó la fracturada pierna derecha. Enid lanzó una exclamación de alarma.

El cirujano dio un salto atrás y apartó la semiconsumida piedra.

—¿Tendremos que sujetarte, amor mío? —preguntó Enid con dulzura, así que hubo recobrado la serenidad, pero Bayard estaba enzarzado en su complicada historia, en la que juró (por Huma y Paladine y cualquiera que tuviese alguna relación con uno de los dioses por los que uno juraba tal o cual cosa) que el accidente no había sido culpa de
Valorous,
y que el pobre animal no pudo hacer absolutamente nada para evitarlo.

Bayard declaró que el venerable semental había sido «asustado por algo sobrenatural».

—¿Qué queréis decir, Bayard? —inquirió un Ramiro desconcertado.

—Que algo se le apareció a
Valorous —
contestó el herido— y lo espantó. ¡A él, un caballo que siempre se mantuvo firme ante ogros y minotauros, goblins y la mismísima muerte, tanto frente a terremotos como a incendios! Diríase que el animal vio un fantasma que quedaba más allá de su comprensión.

Atontado y con los ojos enrojecidos, Bayard se dejó caer hacia atrás mientras en mi memoria revivían los amarillentos rostros aparecidos en los ópalos.

—Y vos... ¿visteis algo, sir?

—¡Galen! —murmuró él, y su mente regresó de algún lugar distante y abstracto, sin duda las cubas de Thorbardin—. Había olvidado que estabas aquí, muchacho.

Y me dirigió una sonrisa ebria.

—De manera que eres un caballero, pese a toda la locura...

Yo decidí que no era un momento apropiado para formular preguntas, de modo que me limité a sonreír y callar.

* * *

Una vez solo en mis aposentos, reflexioné largamente sobre los espectrales visitantes de Bayard.

En el Castillo Di Caela, las cosas empezaban a resultar demasiado misteriosas para mi gusto. Repasé mis recuerdos de la literatura popular, que Gileandos
me
había enseñado tantos años atrás sentado en sus inseguras rodillas. Era muy probable que él me hubiese contado algo relativo a fantasmas.

¿O sólo estaba familiarizado con los alcoholes destilados? {
*
}

{
*
N.d.T.: Juego de palabras intraducible entre spirit = fantasma y spirit = alcohol
}

—Veamos... —dije en voz alta, sentándome junto al débil fuego de la chimenea, al mismo tiempo que, con un trapo viejo, trataba de limpiar mis pringosas grebas—. Los espíritus vuelven para... urgir a alguien a completar una tarea que dejó incompleta mientras vivía.

»
Bien... Si los espíritus en cuestión corresponden a Hombres de las Llanuras, no cabe duda de que se trata de una dura y sangrienta busca que promete ser larga y causar muchas víctimas. Con gran riesgo para mi hermano.

»
A veces, sin embargo, los fantasmas no desean viajar. En cambio vienen a apremiar a los vivos... para vengar su prematura muerte por asesinato.

»
Dudo que sea éste el caso. Si son Hombres de las Llanuras, mantendrían sin duda alguna el asunto en sus propias familias, como hacen los Pathwarden o los Di Caela. Cada familia tiene suficientes intrigas y traiciones en su haber, sin necesidad de incluir a extraños. Y no me cabe en la cabeza que Brithelm pueda tener algo que ver con una tenebrosa historia de venganzas.

Dejé las dichosas grebas, revolví mis demás pertenencias y cogí el broche.

—¡Diantre! —murmuré—. Elazar y Fernando me van a expulsar de la Orden si no pueden poner enseguida sus farisaicas manos sobre esta pieza.

Pero el broche refrescó mi imaginación y, recostado en mi sillón, lo alcé de cara a la luz y continué mis meditaciones.

«Asimismo, los fantasmas pueden anunciar la perspectiva de hallar un tesoro...»

Mas esos tiempos habían pasado. Pese a que una cierta codicia despertó en el fondo de mis pensamientos, no pude extenderme sobre ello. La avaricia calló ante la idea del pobre Brithelm con un espectral cuchillo a punto de cortarle el cuello.

Fue entonces cuando el ópalo central empezó a centellear. La débil luz aparecida en medio de la piedra se expandió y profundizó hasta dar la impresión de que iba a partir el ópalo como una columna de fuego en la oscuridad. El resto de la habitación quedó sumido en una negrura absoluta, como si la única fuente de claridad del mundo procediese de la piedra que yo tenía en la mano.

Quedé boquiabierto y respiré un aire húmedo y subterráneo que contenía un gélido olor a barro, agua y tiempo paralizado. Tenía la sensación de haber caído al interior de la piedra o verme sumergido en unas cavernas en las que nunca penetraba el sol.

La blanca luminosidad del centro del ópalo adquirió forma, entonces, convirtiéndose en un delgado y pálido brazo cuya mano, igualmente pálida, agarraba una larga y amenazadora daga.

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