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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (13 page)

Ramiro refrenó su briosa montura y me miró con malicia por debajo del inclinado borde de su maltrecho sombrero.

—Quiero decir... —agregué— que dispondremos de suficiente tiempo esta noche. Para cenar y charlar un buen rato. Incluso nos concederemos un buen fuego, sir, cuando nos dispongamos a saborear una abundante cena entre amigos...

—Aquel árbol es tan apropiado como cualquier otro para hacer un alto —replicó él alegremente, como si mi sugerencia hubiera formado parte de la lluvia que, enseguida, era absorbida por el barro del suelo.

—Pero, sir Ra... —quise insistir.

El hermoso semental dio media vuelta y partió a medio galope hacia un viejo y nudoso vallenwood. Oliver lo siguió, y lo mismo hizo Alfric.

Dannelle, por su parte, apenas se fijó en mí y fue detrás de ellos.

La lluvia volvió a arreciar, y además se levantó un viento muy cortante para ser verano. Procedía de las montañas y arrastraba consigo un soplo de heladas cumbres, árboles de hoja perenne y enrarecido aire. Resultaba tan frío, que tuve la sensación de que la estación del año había cambiado de repente.

Me invadió, además, una súbita preocupación.

Las cosas escapaban rápidamente de mi control.

Conduje a
Lily
hacia el cobijo donde ya se hallaban los demás.

Fuera lo que fuese lo que Ramiro llevaba en el fondo de sus sacos de provisiones, desde luego no se trataba de frutos secos ni de tasajo. El voluminoso caballero extrajo un colosal jamón de una bolsa de lona que había transportado la bestia de carga. Salieron después varias hogazas de pan y dos botellas de vino, sin duda pertenecientes a una cosecha almacenada en la bodega de Bayard y sustraídas de allí con la certeza de que el castellano, que raramente bebía esos caldos, tardaría años en descubrir su falta.

Fue entonces cuando oí la historia de Dannelle, explicada por ella entre bocados de jamón y pan.

Tal como yo había supuesto, su relato fue referente a encarcelamientos.

Nosotros tres —Ramiro, Alfric y yo— rivalizábamos para parecer a cual más interesado en los lamentables infortunios de Dannelle, sobre todo cuando ella se quejaba de los malos tratos recibidos a manos del brutal mundo masculino.

El respeto y la honestidad eran, como siempre, excelentes encubrimientos.

En consecuencia, fruncimos las cejas con preocupación, rebosantes de sensibilidad, y sólo interrumpíamos raras veces a Dannelle mientras nos hablaba de la dura semana pasada bajo la tutela de su tío, y de cómo las restricciones de éste habían provocado unas rabietas y unos abusos de los criados nunca vistos antes en el Castillo Di Caela.

—Las cosas habían llegado a un callejón sin salida entre mí y sir Robert —empezó Dannelle—. Yo quería obtener permiso para montar a
Carnifex,
y él no estaba dispuesto a dejar que lo hiciera una chica.

Alfric y yo nos miramos alarmados. Mi hermano emitió un leve silbido.
Carnifex
era un terrible semental medio salvaje que algún jefe nómada dejado de la mano de los dioses le había regalado a sir Robert, cinco años atrás. Ahora, el caballo tenía casi diez años, y no era más dócil o manejable de lo que había sido en sus tiempos de potro. Sir Robert lo conservaba como un enorme y rebelde trofeo, gran consumidor de avena y, en ocasiones, de mozos de cuadra.

—La primera vez que se lo pedí —continuó Dannelle—, me acerqué a él servilmente, como todos hacemos. Dije mis «sí, sir» y dejé el asunto de lado durante un mes. Luego volví a la carga y utilicé la vieja estrategia perfeccionada por Enid mientras el tío aún mandaba en el castillo.

—¿Le hicisteis creer que había dado su consentimiento la última vez? —preguntó Ramiro.

—¡Claro! Eso siempre había surtido efecto —respondió la joven—, pero ése fue precisamente el momento que él eligió para prestar atención, y cuando vio lo que yo hacía..., ¡me amenazó, Galen! Dijo que un par de semanas de realizar «trabajos femeninos» me quitarían de la «bonita y pequeña cabeza» todas las ideas de montar a
Carnifex.

Yo contuve una sonrisa. De todos los Caballeros Solámnicos que tan atrasados se mostraban cuando salía el tema de lo que las mujeres podían o no podían hacer, sir Robert era el más anticuado. Durante años había controlado tales sentimientos, en general porque todas las mujeres con las que trataba directamente eran de la familia Di Caela y, por consiguiente, resultaban imposibles de gobernar e incluso de aconsejar. Pero ahora que ya no ejercía las funciones de señor del castillo, sir Robert decía lo que le daba la gana, y yo sabía, por propia experiencia, que disfrutaba ofendiendo a todo el mundo.

Lo que sir Robert consideraba «tarea de mujeres» sería, justamente, lo que él, viejo memo, encontrara desagradable.

Dannelle me miró durante largo rato. Yo permanecí inexpresivo.

Ella prosiguió.

—Así que me dijo: «Sobrina...» (siempre olvida mi nombre cuando está enojado), «me parece que te conviene hacerte cargo de parte de los quehaceres del castillo, ya que con dos docenas de sirvientes a tu disposición se te ocurren demasiadas tonterías...». Luego pregunta, de repente, si he oído un trueno, y yo pienso que vuelve a estar en Babia. Sonrío y hago gestos de afirmación, porque estoy a punto de pedirle una vez más que me deje a
Carnifex,
convencida de que, si está despistado, es capaz de confundirme con cualquier otra persona y permitirme salir a cabalgar en su caballo. Pero entonces percibo yo también el trueno, todavía a gran distancia, y me doy cuenta de que quizá sea el oído la única facultad que mi tío no ha perdido. Es en ese mismo instante cuando empieza a llover a cántaros y todo el mundo oye caer el aguacero contra las paredes de piedra del castillo, y el viejo se pone a cantar que «los días de lluvia son días de colada, los días de lluvia son días de colada», y lo siguiente de que me percato es de hallarme abajo, en la lavandería, con un puñado de sábanas en la mano e inclinada sobre la tabla de madera y la enorme tina...

Yo tuve que hacer un gran esfuerzo para no soltar una carcajada, y hubiese dado cualquier cosa por ver a la deslumbrante Dannelle Di Caela estregando la ropa del castillo. Pero logré dominarme, puse cara de indignación, incluso de pena, y la animé a continuar.

—Pues la cosa aún sigue peor, Galen. Sir Robert se aferró a la idea de que yo debía hacer la colada mientras no dejase de llover. Y, como vos bien sabéis, el temporal no ha cesado. Parece que ya no vaya a acabar nunca. Al cabo de dos días, yo había perdido prácticamente todo el interés en el dichoso
Carnifex.
Sólo rezaba porque a sir Robert no se le ocurriese mandar traer ropa sucia de Palanthas o Kalaman, con tal de tenerme ocupada para siempre.

»
Pensé en todos los modos imaginables de librarme de semejante martirio. Ideé cosas siniestras y violentas, y le deseé a mi tío lo peor. Debo confesar que mi temperamento pudo conmigo cuando mis criados me acompañaban a aquella cárcel llena de olor a jabón o me iban a buscar a ella a cualquier hora del día.

—No me lo figuro —murmuré yo, sin atreverme a hablar en voz alta por temor a que estallaran mis risas.

Dannelle tomó muy en serio mis palabras.

—Pues sí. He de confesar que a algunos de los muchachos no les fue muy bien en mi compañía.

Yo carraspeé varias veces seguidas.

—Durante largas horas me entregué a los pensamientos más horribles, Galen. Pero al final creí que lo más conveniente era escapar. Vos ya conocéis el resto de la historia, de todos modos. O al menos no hace falta ser visionario para imaginarlo: cómo me escurrí hasta las cuadras, en un intento de unirme a vos y a Ramiro y abandonar las tierras del castillo hasta que sir Robert...

—...se olvide de la lavandería —concluyó Ramiro con voz llena de admiración—. Cabe la posibilidad de que él ni se haya dado cuenta de vuestra ausencia.

Yo meneé la cabeza. Dannelle tenía que estar loca para seguir a alguien en nuestras condiciones. Pero era igual. Con su comadreo y su velado saber, así como con mi historial de infracciones, la muchacha me tenía en sus manos sin que yo pudiese hacer nada.

En consecuencia, resolví sacar el máximo partido de la situación. Al fin y al cabo, la noche no tardaría en llegar, y debajo de mi manta de viaje había sitio para dos...

Unas posibilidades impensables bajo la vigilante mirada de Robert y Bayard, pero que ahora se perfilaban atractivas en la nublada y creciente oscuridad.

* * *

Permanecimos allí hasta muy avanzada la mañana siguiente, pese a mis más o menos suaves insistencias. Ramiro se entretuvo preparando una docena de huevos y tres hogazas de pan hasta que el sol estuvo bien alto, y sólo entonces pareció recordar que no habíamos salido precisamente para celebrar el día primero de mayo, sino con un objetivo muy concreto.

Por fin se puso en marcha nuestro pequeño y apiñado grupo. Dannelle, Ramiro y yo íbamos a la cabeza de la columna, y los escuderos formaban una embarrada fila detrás de nosotros. El camino resultó aburrido y silencioso, porque Ramiro y yo nos sentíamos igualmente hostiles e íbamos ceñudos. El único ruido era producido por los movimientos de los caballos, entre los que, en ocasiones, sonaba algún gruñido o suspiro de queja de mi hermano Alfric.

Delante de nosotros se extendían las tierras altas como un amplio puente cubierto de hierba. De más de un kilómetro y medio de ancho, esas tierras constituían la única vía seca entre las empapadas Llanuras de Solamnia y las estribaciones de las montañas Vingaard. Aun así, un par de centímetros de agua cubrían el suelo.

Las briznas de hierba nadaban en una oscura charca.

—La gente espera mucho de esta expedición, Dannelle —expliqué cuando nos detuvimos a última hora de la tarde.

Ella, Ramiro y yo permanecíamos montados, con los caballos casi tocándose la nariz, mientras aguardábamos a que los escuderos encendieran un fuego. Entre un silencioso y eficaz Oliver y un Alfric bastante protestón reunieron toda la leña relativamente seca que pudieron hallar en tan mojado lugar. Bajo un montón de ramas de espesa hojarasca, y cubierto por una manta de las utilizadas para proteger a las caballerías, colocada como una especie de toldo, empezó a arder un triste y humeante fuego. Nosotros tres ya estábamos hartos de aguantar la incesante lluvia.

—Primero aparecisteis vos de repente —protesté yo—. Después, Ramiro se empeñó en prolongar lo indecible la cena de anoche, sin duda en busca de un ardid para tenernos aquí hasta bien entrada la mañana. Supongo que, ahora, los escuderos me notificarán que han decidido encargarme el cuidado de las armaduras, y no me extrañaría que los caballos también creyeran que estoy dispuesto a cargar con ellos. Mi autoridad decrece rápidamente, y...

—Hacer relucir vuestra autoridad no figura especialmente en la lista de mis deberes, sir Galen —me interrumpió Ramiro, a la vez que dedicaba una amplia y desdentada sonrisa a lady Dannelle—. Por la Medida sabréis, en efecto, que es deber de los subordinados adelantarse a los deseos de sus jefes, y yo sólo di por seguro que vuestra autoridad sería... un poco razonable con respecto a nuestro viaje y a las provisiones.

—¡Un minuto, Ramiro! —repliqué fríamente cuando los dos, picados, nos pavoneábamos delante de la dama.

Pero en ese mismo momento se produjo un ruido en el bosque, algo que nos resonó con estridencia en el aire nocturno, como el grito de un ser encantado y perdido. Ramiro alzó la cabeza y se llevó la mano a la espada.

De la espesura emergió el troll.

8

Yo nunca había visto una criatura semejante, y con devoción pido no volver a verla.

Desde lejos parecía una piedra que se moviera, una piedra moteada de gris, verde y marrón de musgo viejo. Surgió del paisaje que teníamos detrás, como si el suelo se hubiese hinchado para arrojar algo fiero y anormal. El troll mediría sus buenos dos metros y setenta centímetros hasta los hombros, y sus zancadas eran las que correspondían a tal monstruosidad. Rápidamente cubrió la distancia que lo separaba de nosotros, acercándose medio agachado. Cuando ya estaba a pocos metros, se puso a gatas para correr todavía más.

Durante unos instantes tuve la sensación de vivir uno de aquellos sueños en los que uno no puede moverse tan deprisa como el atacante. Fue el despabilado Oliver, el único no preocupado por Dannelle, quien nos salvó de ser asaltados, destripados y devorados allí mismo. Antes de que Ramiro hubiese apoyado la mano en el pomo de su arma, Oliver ya avanzaba hacia el troll montado en su negro caballo, la espada reluciendo blanquiazul en su mano y un grito de advertencia en los labios.

El horripilante ser redujo un poco la marcha y casi se detuvo. La súbita presencia de un muchacho que lo desafiaba con tanta valentía era suficiente para aturdir a cualquiera, pero aquel engendro era, probablemente, demasiado tonto para tener miedo. El monstruo abrió la boca de manera desmesurada, y su mandíbula inferior, de enormes dientes, cayó con gesto estúpido, como un defectuoso puente levadizo. Desde donde nosotros estábamos a caballo, a no más de una docena de metros de distancia, pude ver el brillo de sus negros ojos, semejantes a pequeñas cuentas.

No necesitamos más tiempo. En el acto, Ramiro se apartó del grupo y obligó a su montura a describir un amplio círculo alrededor de la criatura. El cargado semental tardó unos momentos en acercarse al troll, pero, una vez que Ramiro se había metido en un combate, eran ya muy pocas las posibilidades de que lo abandonara. Su ágil espada se lanzó hacia adelante, seguida por la mitad del peso del voluminoso guerrero, golpeó el brazo derecho del troll, lo atravesó sin dificultad y lo cercenó por el hombro.

La criatura lanzó un chillido: un grito seco y angustioso, que sonó como si todo un bosque se partiera. Yo hubiese creído que aquella desmembración era suficiente. Lógicamente tenía que serlo. Pero eso demuestra lo poco que yo sabía sobre los trolls. Porque, con su brazo izquierdo, el engendro quiso dar un zarpazo a Ramiro, quien paró el violento ataque con el escudo. No obstante, el corpulento caballero tembló y se tambaleó en la silla, y su escudo quedó mellado y maltrecho.

Mas no había sido ése un último y desesperado arranque. Herido, pero en ningún modo desalentado, el troll se volvió despacio hacia Ramiro con la ira reflejada en sus pequeños y brillantes ojos negros. Los dos se lanzaron a una cuidadosa e impresionante danza de violencia; cada cual evaluaba al otro mientras Ramiro hacía dar vueltas sin cesar a su caballo alrededor del troll, que giraba sobre sí mismo.

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