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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (14 page)

En un momento de imprecisa calma, antes de que se reanudara la lucha, Oliver desmontó y, deslizándose detrás del monstruo, se situó a un paso o dos de él. Yo quise gritarle que se retirara, pero el chico se movía tan deprisa que lo único que habría conseguido habría sido alertar al troll. Oliver se lanzó a través del embarrado espacio, se agachó y, con un gruñido, se echó al hombro el brazo cortado. Después de tambalearse sólo un segundo bajo la considerable carga, el escudero se apartó de un salto antes de que el troll pudiera volverse.

Mientras llevaba a cuestas el brazo, éste comenzó a desarrollar un nuevo hombro, que a su vez se ensanchó para formar el enorme torso que, sin duda, regeneraría en cuestión de minutos.

Al momento crecieron también el cuello y la cabeza, unas moteadas orejas grises y una horrible nariz que brotó de la palpitante carne como un bulto que surgiera súbitamente del agua o de la piedra. Con un último y heroico esfuerzo, Oliver arrojó al fuego aquello tan espantoso, y las llamas se abalanzaron hambrientas sobre la nudosa piel del fenómeno.

Alfric, Dannelle y yo soltamos un grito de asombro. A salvo en nuestras monturas, a suficiente distancia de la espada y del fuego, nos miramos consternados. Pero, en el acto, mi mente se ocupó en cosas más urgentes.

Por ejemplo, me pregunté qué servicio le prestaba a Ramiro a tan cobarde distancia.

No sé cuánto habría durado mi indecisión de no ponerse en marcha mi yegua
Lily y
cocear de tal manera que por poco caigo de cabeza al enfangado suelo. Y, antes de que yo pudiera hacer nada, salió disparada hacia la maraña de garras, dientes y metal que tenía lugar delante de mí. Ramiro había dado media vuelta y atacaba de nuevo al troll, espada en alto.

Una fugaz mirada hacia atrás por encima de mi hombro, antes de que me viera envuelto en la lucha, me reveló que Dannelle, todavía sentada a horcajadas en su palafrén, tenía una fusta en la mano.

Con la que, a no dudarlo, había acelerado mi arranque.

Pero ahora no había tiempo para rezar, ni tampoco para reniegos, porque enseguida vi frente a mí la moteada y descomunal cara del monstruo, que se había alzado en toda su estatura y sobresalía por encima de la cabeza de
Lily.
El troll alzó la mano restante, evidentemente dispuesto a aplastar al más reciente de los Caballeros Solámnicos.

Yo grité, me agaché y sentí que una ráfaga de aire pasaba a bien poca distancia de mi cabeza. Alargué una mano contra el seco y coriáceo pecho y empujé al horroroso ser. No ocurrió nada. Fue como si intentase nadar a través de metal. Me pregunté brevemente qué parecería mi cuerpo cuando mi pobre cabeza lo mirase desde quién sabía qué parte de los arbustos circundantes.

Aquella perspectiva fue suficiente para hacerme caer del caballo e ir a parar con gran ruido al encharcado suelo. Me puse de pie como pude y procuré limpiarme un poco.

Ya dirigiese la vista a un lado o a otro, en todas partes veía sólo a Ramiro y al troll, y al dar una brusca vuelta mientras trataba de desenvainar la espada, que parecía enganchada, descubrí que incluso allí hacia donde yo no miraba había un movimiento frenético.

Comprendí que lo que antes ya había sido serio, ahora estaba en un momento crítico. Porque el troll había logrado desmontar a Ramiro y, cuando el voluminoso caballero luchaba por ponerse de pie como una gran tortuga volcada patas arriba, el monstruo fijó repentinamente su atención en mí.

Sus casi tres metros de estatura se alzaban como una torre sobre mi cuerpo, y su repelente proximidad me permitió oler el musgo y la suciedad que le cubrían la piel.

Era la primera vez que, según yo recordaba, me veía acorralado y sin un recurso o una mentira a punto.

Así que el engendro se inclinó hacia mí con los dientes desnudos, yo tiré de la espada.

Pero no salía de la vaina.

Cerré los ojos.

En aquella parda oscuridad percibí ruido de pies arrastrados y unos gritos.

Abrí los ojos. Dannelle estaba a horcajadas sobre la espalda del troll, con la daga en la mano. La hoja se hundió una y otra vez en el carnoso cuello del monstruo mientras la estúpida y sorprendida mirada de éste parecía entender algo, por fin, y su cuerpo se retorció hasta sacarse de encima a la joven, que cayó en el barro.

No tuve tiempo para caballerosidades. Un desesperado tirón de la espada rompió la correa que había retenido el arma, y pude blandiría amenazadora en el aire. Después de hacerla girar sobre mi
cabeza,
arremetí contra la cintura del troll. Plenamente consciente de que el engendro podía sustituir sin problemas un brazo cortado, procuré herirlo en un punto más delicado.

Pero lo único que mi hoja consiguió fue golpear la rodilla de la infernal criatura y, quizás, afeitarle unos centímetros de la verrugosa piel, sin causarle más daño. Pese a ello, tuve la sensación de que me había acercado bastante para hacer creer al troll que sabía lo que me hacía, pues de inmediato se retiró entre balbuceos. A cierta distancia de mi lado, oí cómo Ramiro conseguía levantarse al fin. Saqué mi cuchillo y me mantuve en mis trece mientras el monstruo se retiraba.

Tan deprisa como nos había asaltado, el engendro se fue. Sin dejar de gruñir y gimotear, se alejó gateando entre árboles cortados, resbalando aquí y allá en el lodo y la mojada hierba, hasta desaparecer en la espesura.

Yo me volví con gesto triunfante hacia los demás. Durante un momento creí que las enseñanzas de la Medida sobre las que tanto había reflexionado y discutido, resultaban acertadas al fin... Y que un adversario, cualesquiera que fuesen su tamaño y su maldad, se retiraba cuando tenía que enfrentarse al arrojo, a la energía y, sobre todo, a la rectitud.

Así iba a decírselo a mis compañeros, cuando vi que Dannelle y Oliver sostenían aún las llameantes antorchas que habían ahuyentado a mi diabólico oponente.

* * *

Casi todos ellos habían actuado de forma muy acertada en su primera prueba. Ramiro, desde luego, había dado apoyo a su fanfarronería con su eficaz espada, y Dannelle acababa de demostrar más valor del que yo habría esperado de ella. Y al pequeño Oliver, superior a todos los demás, no lo había creído preparado para afrontar semejante viaje ni la lucha con un troll, pero resultaba evidente que era dinámico, listo y valeroso. ¡Qué formidable reacción la suya, arrojar al fuego el cuerpo que se regeneraba!

Otros, en cambio, fueron menos impresionantes. Instantes después que hubimos perdido de vista al troll entre rocas y árboles de hoja perenne, Alfric apareció detrás de nosotros arrastrando los pies, lleno de barro y de excusas. Con gran sorpresa nos enteramos entonces de que otro troll nos había estado vigilando desde la calzada, y de que Alfric se había enfrentado a él sin más arma que las manos y había conseguido derribarlo.

Mi hermano miró a Dannelle con expresión dramática mientras ofrecía un escalofriante relato del combate que, según él, había tenido efecto en nuestra ausencia. Ella lo dejó hablar, maravillada ante la fiereza de la historia, y sólo lo cortó cuando Alfric quiso mostrarnos todos los puntos donde su espada había herido al troll tocando las correspondientes partes del cuerpo de Dannelle.

En la estrategia de Alfric reconocí
yo
la mía propia, ya que, en diversos momentos de mi época de escudero, también había vencido a un ejército de sátiros, a un gigante, a tres goblins y a un dragón. La lucha siempre es más fácil contra enemigos inventados y en un campo de batalla alejado de los ojos de otros.

Ramiro me miró con una sonrisa, recordando sin duda veranos pasados.

Yo, por mi parte, no sonreía en absoluto cuando, de un tirón en el brazo, aparté a mi hermano del amoroso objeto de sus explicaciones, dado que, los Pathwarden no nos habíamos cubierto precisamente de honor. Mientras Alfric desaparecía de nuestra vista, yo me había entretenido con mi yegua, la espada y mis conceptos de dignidad hasta que un niño y una muchacha tuvieron que acudir en mi ayuda.

Desconsolado, me senté en medio del fango con la cara apoyada en las manos. Cuando alcé la vista, Ramiro montaba en su caballo empujado por Dannelle y con el esfuerzo de los dos escuderos. Se había calado el yelmo, y la grisácea pluma de avestruz pendía marchita en medio de la llovizna. Ramiro empuñaba la espada como si hubiese otra batalla en perspectiva.

—¡A caballo, Galen! —voceó el hombretón en tono victorioso—. ¡Aún no ha tenido tiempo de alejarse mucho!

—¿A qué os referís, Ramiro, si sois tan amable de decírmelo?

—¡Al troll, desde luego! —exclamó el caballero—. Calculo que nos resta una hora de luz, aunque escasa, y todavía no vi animal capaz de superar en velocidad a mi semental.

—Yo no... —empecé, inseguro de lo que iba a contestar.

Pero Ramiro ya había hecho dar media vuelta a su corcel, y ambos se lanzaron a través de la negruzca maleza que marcaba el lindero del bosque, para dar caza al troll. Los que habíamos quedado atrás no teníamos más remedio que seguirlos.

De las alforjas de nuestro héroe colgaban las salchichas.

Oliver montó en el acto y partió en pos de su protector. Alfric y Dannelle lo vieron desaparecer entre los árboles, y después me miraron indecisos.

—¿Hemos
de perseguir al troll, hermano? —gimoteó Alfric, y yo experimenté un incontenible enojo.

Me enfadaba su cobardía, pero también mi propia falta de genio por permitir que Ramiro guiase nuestras hazañas a su gusto, y Dannelle me ponía nervioso con la misteriosa y desaprobadora expresión de su cara.

—Vuestro hermano tiene razón, Galen —dijo—. Esta caza del troll no es más que un disparate.

Yo estaba convencido de que lo que quería decir era que no se sentía segura en los bosques, sin mas defensores que un incompetente caballero y su pusilánime escudero.

Yo estaba cansado de todos: de padre y de sir Robert, de Elazar y Fernando y Gileandos, de Ramiro, empeñado en buscar el peligro entre la espesura, y también de Oliver y de Alfric, que a no dudarlo deseaban mandarlo todo a paseo. Todo lo que yo hiciera, y cómo, era objeto de segundos pensamientos y de críticas y callados epítetos de
Comadreja, Comadreja...

Dannelle Di Caela parecía dar crédito a esos murmullos y al pasado que evocaban. Haría falta una escena muy dramática para convencerla de lo contrario.

—¡No, Dannelle! —exclamé, y el firme fingimiento y la seguridad que había en mi voz casi me hicieron pensar que yo mismo creía lo que decía—. A vosotros dos podrá sonaros a locura, pero es una cuestión solámnica y ¡por todos los dioses que debemos llevarla adelante!

Seguidamente me volví hacia mi caballo, haciendo caso omiso de la disimulada y nerviosa risita de la muchacha. Pasé agachado por debajo de una colgante rama de vallenwood y conduje a
Lily
hacia la verde y goteante oscuridad. Alfric y Dannelle cabalgaban a poca distancia de mí.

Los bosques que cubren las estribaciones de las montañas Vingaard son de sorprendente espesura y, además, están llenos de enredaderas. Desde luego resultan más transitables que algunos pantanos por los que tuve que pasar, pero, cuando miras por encima del hombro en busca de posibles perseguidores, la senda puede ser difícil e incluso desconcertante.

Debido a ello, Oliver parecía gritar en dos lados a la vez, y yo habría jurado que la voz de Ramiro llegaba de otra parte. Aun así, continuamos adelante, apartándonos del último ruido percibido, siempre procurando tener el fuego del campamento a nuestras espaldas, a causa de la creciente oscuridad y de las oscilantes sombras producidas por el follaje. Fue una hora de rápido avanzar y escudriñar, probablemente en círculo. Mis ojos registraban en parte el suelo que tenía delante, pero a medias se desviaban hacia la luz de las llamas, a la que estaba bien decidido a regresar cuando las energías de Ramiro —y, con ellas, las ganas de proseguir la caza— menguaran.

Fue ese constante ir de un lado a otro, ese histérico errar, lo que nos hizo desembocar en un calvero no visto antes por mí. De repente, la fronda que me rodeaba desapareció, y me encontré en un terreno más alto. La hierba que pisaba estaba seca y era recia, bañada en roja luz de luna como todo el claro. Sólo rompía aquella mezcla de escarlata y profundo verde la sombra que se extendía al pie del pequeño y solitario roble situado en el centro.

Consideré que era un lugar apropiado para hacer un alto. Mis piernas estaban cansadas de tanto apretar los flancos de la yegua, y tenía la cara azotada y maltrecha por las plantas trepadoras y las ramas. Pero, en alguna parte cerca de nosotros, Ramiro andaría medio hundido en los cenagosos suelos en busca de una peligrosa presa, como ordenaba la admirable tradición de la Caballería Solámnica: «Serenamente seguro de que tú solo tienes razón, acorralas el mal y lo eliminas, sin tener en cuenta a qué o a quién haces daño».

Esa persecución suicida era mal asunto, pero Ramiro era mi compañero y, en cierto sentido, una responsabilidad mía. No había tiempo para respirar y meditar. Era preciso localizarlo antes de que algo malo le ocurriese a manos del troll.

Esperé agachado, y tan protegido de la lluvia como pude, a que Dannelle y Alfric alcanzasen el calvero. Y juntos aguardamos hasta que una apagada voz y el crujido de ramas nos revelaron que Ramiro se aproximaba.

El corpulento caballero no tardó en aparecer en el claro del bosque, sucio y embarrado y maldiciendo la astucia del dichoso troll. Oliver cabalgaba detrás de él: un fangoso montón de miseria a caballo.

Nuestro grupo, reunido de nuevo, permaneció en la penumbra, cada cual sumido en sus propios y sombríos pensamientos. El agua cubría los cascos de las monturas. Si tardábamos en salir de allí, no sólo correríamos peligro de tropezar con más trolls, sino que, además, podríamos resbalar y accidentarnos al avanzar a ciegas.

—¡Pues no hay ni una estrella que nos guíe! —se lamentó Ramiro.

Ni una galaxia entera le habría servido a él, dada su falta de sentido de orientación. Para Ramiro, todas las direcciones eran iguales; los árboles, idénticos; el suelo, del mismo nivel, y todos los caminos describían círculos. Y ahora, en medio de ningún lugar, dejó alegremente el mando.

—¿Por dónde debemos ir, Galen? —preguntó de modo cauto pero con urgencia, alzando su espada como si un arma en su mano lo pudiese guiar a través del verde y complicado laberinto en el que nos hallábamos.

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