—Ante todo, debemos salir de esta zona pantanosa —repliqué yo y, después de desmontar y meterme en el agua hasta los tobillos, me dirigí hacia el único roble que se alzaba en medio del calvero.
—¡Él sabe hacerlo! —intervino Alfric—. ¡Yo lo vi cruzar antes otras ciénagas, peores que ésta y pobladas de sátiros...!
Clavé una mirada en mi hermano, que me hizo un gesto alentador. Mientras me abría paso entre la alta hierba y la fangosa agua, se me ocurrió que, en mi preocupación porque otros notasen mis cambios, yo había pasado por alto los que se producían en mi hermano: cómo, en aquel corazón mezquino, algo se había transformado, quizá de modo no manifiesto para quienes no lo conocían, pero el cambio existía y asomaba a rachas. Si mirabas a Alfric a cierta luz con los ojos debidamente entrecerrados, podías adivinar en él la promesa de un buen escudero.
Pero eso habría tiempo de explorarlo más adelante. De momento me alcé agarrado a la rama más baja del árbol, tan gruesa como mi cintura, preparado para trepar tan alto como pudiese. Quizá desde arriba, el bosque revelara su misterio, permitiéndonos volver a la calzada desde aquel intrincado y verde laberinto.
Asido a la rama siguiente antes de apoyar mi peso en ella, descubrí que por el tronco del árbol ascendía serpenteante una grieta de, aproximadamente, medio centímetro de ancho. Eso suele producirse cuando el suelo está mojado y las raíces pierden agarre en el cieno.
Al menos, es lo que tengo entendido. Pero ya no recordaba dónde lo había oído, porque estaba absorto en mi rama, maravillado de que, pese a la progresiva oscuridad y a las sombras, pudiera distinguir los detalles con tanta claridad. Fue entonces cuando me di cuenta de que el broche de ópalos que me sujetaba la capa debajo del cuello había comenzado a centellear con una cálida luz ambarina, bañando todo el árbol en un resplandor suave y constante.
Bajé enseguida, perdí pie entre las raíces que sobresalían y caí de rodillas en el agua. Me levanté como pude y fui chapoteando hacia mis compañeros con el broche en alto. La capa había quedado atrás, abandonada.
—¡Tenía razón! ¡Siempre la tuve, Ramiro! ¡Fijaos! ¡Los ópalos arden!
—Pues esto no me inspira confianza, lady Dannelle —contestó Ramiro, de cara a la joven.
Seguí su compasiva mirada al broche que yo llevaba en la mano, súbitamente oscuro y sin vida, carente por completo del mágico fulgor.
—Tal vez al caer yo al agua... se apagó —musité—. Es posible que...
—Es posible que estéis cansado, Galen —trató de apaciguarme Dannelle—. Apenas tuvisteis tiempo de reponeros de la Noche de las Reflexiones, y luego vino el encuentro con el troll y todo esto...
—¡Pero..., pero los ópalos ardían, caramba! —protesté, apartándome disgustado de ellos.
Las piedras refulgieron de nuevo. Sosteniendo el broche en mis manos, lo contemplé con detención. En realidad sólo relucían débilmente en su parte central.
Di dos pasos más hacia el árbol, y la claridad adquirió una mayor intensidad.
¿Qué me había dicho la figura aparecida en la visión? «En ellas se halla el mapa de mi oscuridad.»
Así fue como, siguiendo la luz de los ópalos del mismo modo que un adivino sigue el camino indicado por su varilla de zahori, crucé el calvero y, más allá del roble, la luz que había en mis manos se hizo cada vez más fuerte. Oí entonces un movimiento a mi lado, y levanté la vista.
Allí estaba Alfric, que sostenía las riendas de su propia montura y de
Lily.
—¡Es cierto que brillan! —exclamó—. Por todos los dioses...
¡Comadrej...
Galen tiene razón! ¡Las piedras centellean!
Los demás desmontaron y nos siguieron. A medida que el resplandor aumentaba, nuestras esperanzas crecían.
Por espacio de un momento me sentí como un genuino caballero, aunque hubiese fallado en la lucha con el troll y permitido que Ramiro nos metiera en una inútil empresa por aquellas empapadas tierras. Porque había iniciado una operación de rescate y ahora esgrimía la magia ante mi resuelto y pequeño grupo.
* * *
«Un mapa de mi oscuridad», había predicho la visión.
Aunque lejos de su propio territorio, en un mundo contrario a la ocultación y las sorpresas, los guerreros que nos aguardaban no dejaban de ser Hombres de las Llanuras. Y no los vimos hasta que no los tuvimos encima.
Hasta este momento no estoy seguro de que sus intenciones fuesen mortales, pero los Caballeros Solámnicos no se toman las cosas con tranquilidad, sin tener en cuenta las circunstancias ni los planes. Cuando noté que unos enérgicos dedos me agarraban la garganta, me volví bruscamente y, al ver que unos Hombres de las Llanuras saltaban de los árboles y surgían del suelo para rodearnos, me dejé caer al suelo y logré soltarme de mi asaltante.
Sin la menor vacilación, el hombre se arrojó sobre mí, y sus dedos trataron de abrir mi cerrado puño. Con un torpe movimiento quise coger la espada y descubrí que, con mis prisas por seguir a Ramiro, la había olvidado en el claro donde habíamos luchado con el troll. Pegué una y dos veces al hombre con el puño, pero mis golpes fueron como gotas de lluvia contra sus coriáceas y musculosas costillas.
Le di de nuevo y, esta vez, mi ataque tuvo que hacer efecto. Porque, rápidamente y con la eficacia de un hombre enseñado a no desperdiciar nada, ni siquiera un movimiento, me azotó con el dorso de la mano. Mi cabeza chocó contra el suelo y, por unos instantes, me hallé en el cuarto que, de niño, había ocupado en la casa del foso de Coastlund. Era invierno y llevaba una escoba en las manos.
Tan pronto como recuperé mis facultades, vi cómo Ramiro arrancaba de mí al individuo y lo lanzaba por los aires a un arbusto de aeterna. Oí crujidos de ramas y los gritos del hombre, que constituían una extraña mezcla de dolor y triunfo. Y, de pronto, el Hombre de las Llanuras apareció entre las azuladas ramas de la planta perenne, iluminada su pálida mano por los ópalos del broche que sujetaba con fuerza.
Me puse de rodillas y chillé cuando Ramiro, torpemente agachado como un oso, se volvió hacia el ladrón. En el acto saltó sobre él otro Hombre de las Llanuras y después un tercero, de modo que mi voluminoso compañero tuvo que pelear por espacio de unos momentos con los dos pesados enemigos que tenía encima.
Con un nuevo grito, mi adversario echó a correr hacia la oscuridad de los bosques y habría podido escapar con facilidad, llevándose los ópalos. Pero dio una última vuelta, acompañada de otro alarido, lo que dio ocasión de actuar a mi hermano, que se precipitó sobre él y rodeó al asombrado Hombre de las Llanuras con sus brazos. Ambos cayeron sobre la mezcla de hojarasca y agua tan súbita y pesadamente como un roble talado.
Yo, que ya había logrado ponerme de pie, eché una breve mirada a Dannelle para cerciorarme de que no había sufrido daño y estaba bien atendida, y corrí junto a mi hermano. Los Hombres de las Llanuras que habían tenido atenazado a Ramiro llevaban ahora la peor parte, pero de momento no era posible contar con la ayuda del corpulento caballero.
Salté sobre un Hombre de las Llanuras ya derribado y un Oliver sin aliento, rodeé un viejo tocón de arce, atravesé de golpe el arbusto y me agregué a la pelea que tenía efecto delante de mí...
... en el preciso momento en que el cuchillo del Hombre de las Llanuras se introducía entre las costillas de mi hermano.
No desperté hasta media mañana. Me hallaba tendido bajo el roble del centro del calvero, cuyas ramas aún permanecían caídas por el peso de la lluvia durante la noche. Los bosques que me rodeaban estaban sumidos en una extraña media luz, el indeciso color gris del amanecer.
Contemplé el broche estrechamente sujeto en mi mano, como si toda mi capacidad de recuerdo se concentrara en las oscuras gemas. Resulta muy duro intentar la salvación de un hermano y perder al otro en la empresa.
Yo había llegado junto a Alfric cuando el Hombre de las Llanuras soltó a su víctima y huyó a través de la espesura. Encontré a mi hermano, empapado y sangrante, entre ramas rotas y ropas desgarradas.
—Galen... —musitó—. No trataba de... escapar... No esta vez...
—Lo sé, Alfric. Ahora debes descansar.
El fragor de la lucha se debilitó. Como supe más tarde, Ramiro había conseguido ventaja sobre nuestros atacantes, y los Hombres de las Llanuras en retirada tuvieron suerte, sin duda, de que su perseguidor fuera tan grandote y torpe, ya que en el caso contrario habrían tenido mucho de que responder en los bosques moteados de negrura.
—¡Descansa, Alfric! —insistí—. Ramiro y Dannelle vendrán enseguida, y también Oliver con los caballos. Entonces te remendaremos entre todos y...
—Esto es horrible, Galen. Horrible...
—Lo comprendo —murmuré.
El broche refulgía sobre el mojado suelo, junto al cuerpo de mi hermano, que se lo había arrebatado heroicamente a los Hombres de las Llanuras. Cuando le hablé a Alfric, el resplandor de las piedras se apagó.
—Descansa —repetí—, descansa.
Esto es lo que, según me explican, le decía yo cuando los demás llegaron. Ramiro lo cubrió con su capa en los últimos momentos, de manera que no murió pasando frío, y Dannelle me acunó como a un niño, como luego me contó, pero no había en su voz ni el menor asomo de burla, sino profunda y dolorosa compasión hacia mí y mi hermano, así como disgusto por la poco afortunada incursión en la crepuscular espesura.
Arrodillada a mi lado, ayudó a Ramiro a hacerme beber del contenido de un pequeño frasco, algo cuyo gusto yo no pude o no quise sentir. Sólo noté el calor que el líquido proporcionaba a mi cuerpo, cuando las lágrimas dejaron de brotar de mis ojos, y dormí durante largas horas sin soltar las piedras recuperadas con la sangre de mi hermano y, por tanto, aún mucho más valiosas.
* * *
El cielo se aclaró cuando alcanzamos las estribaciones de las montañas Vingaard.
La lluvia había sido tan prolongada y terriblemente intensa que las tierras altas seguían inundadas. Por doquier había arbustos y pequeños árboles derribados, y la hierba se veja mustia y pardusca.
No quise ni imaginarme cómo estaría todo en las llanuras.
El aire que dejábamos atrás al cesar el diluvio no era fresco y limpio, como sucede después de una súbita y breve tormenta de verano que elimina todo el polvo y la suciedad. Por el contrario, el temporal había dejado unos fríos y muertos paisajes que olían a vegetación podrida y pequeños animales ahogados.
Era como si una semana de lluvia nos hubiera hecho pasar del más caluroso verano a las puertas del invierno.
Mientras ascendíamos miré la calzada que dejábamos atrás. Me invadían los remordimientos, porque mi hermano quedaba enterrado en alguna parte de aquellas tierras anegadas, en la improvisada tumba cavada para él y cubierta con un montón de piedras mientras Ramiro de Maw le dedicaba afectuosas palabras y Dannelle y Oliver, en cuya voz aún no se había producido el cambio, entonaban un canto. Alfric yacía ahora en las profundidades del calado suelo, donde no le llegaban la luz ni el aire, ni tampoco mis buenas intenciones. El pobre había seguido mis órdenes y aceptado mi mando y mis visiones, sólo para encontrar el lugar de su último reposo.
Yo había pensado antes, con frecuencia, que la muerte de Alfric no me afectaría demasiado, llegando incluso a creer, en ocasiones, que me resultaría grata. Ahora, en cambio, me había dejado desprovisto de todo lo que no fuese el interminable viaje, las tristes sombras y un sendero que no hacía más que estrecharse mientras pasábamos de las tierras altas a la pelada zona de las estribaciones. Era realmente desconsolador.
Dannelle y Ramiro trataban de animarme, pero el consuelo que me proporcionaban era escaso. Ni ellos ni el camino que nos aguardaba conseguían apartar mis pensamientos de la muerte de Alfric, acaecida precisamente cuando él parecía empezar a cambiar. De haber vivido un mes más, o tal vez sólo una semana, quizás esa extraña transformación notada por mí —aquellos momentos de honestidad y lealtad, tan fugaces y débiles que yo había temido imaginarlos sólo— habría podido llegar a convertirse en algo semejante a caballería o sincera fraternidad.
Pero, tal como habían sucedido las cosas, ni siquiera mis recuerdos de Alfric lograban hacerlo agradable: sus chantajes en la casa del foso y en las murallas del Castillo Di Caela, las épocas en que me manipulaba en los sótanos de mi padre, sus intentos de estrangularme en el pantano o en el jardín de los arbustos recortados, y la vez en que había querido ahorcarme en las oscuras mazmorras del Castillo Di Caela y por poco me ahoga en el foso. Tenía yo demasiado presente cómo había quebrantado juramentos y roto objetos de cristal, las peleas que había iniciado para luego escapar de ellas, cómo nos había mentido a padre, a Bayard, a mí y a Robert Di Caela, y... sus intentos de seducir a Dannelle y Enid, así como sus posteriores amenazas, al fallarle sus encantos.
En conjunto era una sombría historia de malos tratos a caballos y criados, así como a los hermanos menores, aparte de haber traicionado más de una vez la confianza de camaradas y superiores. No obstante, yo me descubrí haciendo memoria en busca de algo destacable, algo que distinguiera y redimiese a ese hermano. Entonces recordé el asunto de los nabos de Brithelm.
De niños, nuestro padre no dejaba de ensalzar y saborear los nabos, y dado que
su
padre había mandado presentar en la mesa, para la cena, toda raíz que creciera en Coastlund y no fuera venenosa, semejante comida tenía que ser suficientemente buena para sus hijos.
Por desgracia, Brithelm había descubierto a edad bastante temprana que su innato amor por la naturaleza no se extendía a los nabos, cosa que causó los grandes altercados que se producen en cada familia cuando un niño se niega a comer lo que los padres le ponen delante. En cualquier caso, los Pathwarden somos tozudos de nacimiento, y las peleas entre Brithelm y padre adquirían proporciones terriblemente venenosas. Muchas mañanas, yo encontraba a los dos con la cara sobre los platos de la cena, de los que ni uno ni otro se habían separado, no ya desde la noche anterior, sino desde un enfrentamiento que databa de dos o tres días antes. Los sirvientes habían aprendido a realizar sus tareas sin hacer caso de ellos.
Ignoro por qué Alfric decidió mantener la paz respecto de los nabos. No encajaba eso con el carácter de quien disfrutaba enemistando a toda la familia. Quizá fuera sólo porque Alfric codiciaba los nabos que su hermano habría dejado en el plato hasta que sobreviniera un nuevo Cataclismo. O tal vez fuese una chispa de afecto.