Realmente, cuando pensé en ello mientras subíamos por las estribaciones de las montañas Vingaard, no logré recordar con claridad si era Alfric quien arrebañaba los nabos del plato de Brithelm para engullirlos cuando padre no miraba. También acudieron a mi memoria otras escenas: por ejemplo, un perro debajo de la mesa, o una arruga en el dobladillo de la túnica de Brithelm, donde a padre nunca se le ocurrió buscar los tubérculos desaparecidos. Mis recuerdos no eran muy claros, ya que por aquel entonces yo no contaba más de tres o cuatro años de edad, y no me preocupaban las cosas que no me concernían directamente.
Era ahora, cuando el hecho había alcanzado cierta importancia, que la memoria parecía farfullar y me fallaba. Me recosté en la silla y me dije que todo eso, los nabos y las peleas de niños, eran cosas de poca importancia. Convenía, pues, quitármelas de la cabeza.
Pero no podía. Y en aquel largo y encantado mediodía, cuando abandonamos la vegetación para internarnos en los desnudos y pedregosos caminos de las montañas Vingaard, repasé en mi mente toda mi forma de actuar, preguntándome si un hábil golpe de espada o una orden más experta, la elección de una senda distinta o, incluso, el haber prestado menos atención a las visiones aparecidas en mis piedras, me habrían permitido conservar junto a mí a mi hermano, con todos sus defectos y sus violencias y promesas.
Solía yo afirmar que uno puede ver venir un milagro desde kilómetros de distancia, con sólo prestar suficiente atención. Pero que no es posible si la mente está ocupada en otras cosas. Es entonces cuando uno se deprime y ensimisma, siguiendo la dirección que marca la propia nariz, hasta que algo más evidente que la atención o la lógica o el sentido común surge delante de uno.
Encontré a Shardos en un paso de montaña que conducía al lugar del antiguo campamento de Brithelm. Mis amigos se habían rezagado expresamente, con la generosa intención de dejarme solo con el recuerdo de mi hermano, de modo que
Lily
y yo nos hallábamos aislados del resto del grupo cuando el sendero se estrechó entre rocalla y escarpadas paredes veteadas de granito rosa. Al doblar una esquina, perdí de vista a mis compañeros. Hasta el alboroto que Ramiro solía armar con sus voceos y fanfarronadas, y que durante la mañana había aumentado de volumen dada su intención de darme ánimos, se redujo a un lejano susurro cuando
Lily
agrandó la distancia entre nosotros y sus débiles manifestaciones de consuelo.
Se hizo un silencio que engendraba sospechas.
Al fin y al cabo, la conversación oída a mis espaldas había tratado de bandidos. ¿Y acaso no era cierto que los bandidos preferían un angosto paso para sus fechorías, arrojando flechas y piedras y los cráneos de sus anteriores víctimas sobre la persona desprevenida?
Cayó el primer objeto, procedente de algún punto escondido más arriba, y estalló en mil astillas entre la grava y la arena que la yegua pisaba, con lo que los fragmentos salieron disparados en todas direcciones. Yo lance un grito y desenvainé mi espada, esperando ver un ejército de asesinos nerakans que hubiesen elegido ese momento y sitio para probar su más cruel y sanguinario plan de emboscada.
El paso era demasiado estrecho para hacer dar la vuelta a mi montura.
Lily
soltó un resoplido y me arrancó las riendas de la mano con un fuerte tirón de cabeza. Desde la altura me llegó entonces un gruñido. En medio de mis imaginaciones de bestias salvajes y de unos amos todavía más salvajes, llenos de criminales ansias, apareció encima de una pared de roca la inesperada silueta del juglar. A su lado había agachado un perro de erizados pelos.
—¡Quieto,
Birgis! —
calmó el hombre al animal—. Es sólo un muchacho, y no enemigo.
El perro se echó a sus pies, dejando de gruñir. Yo volví a respirar tranquilo y me enderecé en mis estribos para resultar lo más caballeroso y ofendido posible.
El individuo parecía vestido por un torbellino. Por encima de sus hombros caía una especie de chaqueta amarilla, negra y de color púrpura. Estaba compuesta de harapos y presentaba un enorme agujero en su lado izquierdo, que no creí consecuencia de un rasgón, sino que más bien parecía un descuido o el capricho de un sastre loco.
La túnica que asomaba por debajo de semejante monstruosidad era un mamarracho de color verde lima que antaño habría pretendido imitar la seda, pero cuyos mejores años quedaban ya muy lejos y que ahora resultaba de una magnífica fealdad. Los zapatos sólo eran iguales en su forma, porque uno era de cuero negro y el otro, de cuero rojo.
Yo escondí una sonrisa, temeroso de que el hombre se sintiera insultado y enviase al perro a realizar lo que sin duda alguna haría muy a gusto, dada la manera en que mostraba sus afilados dientes. Pero el desconocido apenas me prestó atención. Su mirada, vacía, pasaba por encima de mi persona.
—Lo siento, chico. El cuenco cayó... muy cerca de vos. A veces los pierdo, pese a hacer malabarismos con ellos desde antes de que vos nacierais. ¡Y qué estrépito hacen esos cacharros al romperse, cielos!
—Con perdón, señor... —empecé, muy cortés, aunque sin perder de vista al perro, cuya piel se había erizado hasta formar una tiesa melena alrededor del cuello alarmantemente robusto.
Al mismo tiempo, yo prestaba ansiosa atención al posible ruido de caballos que anunciara la proximidad de mis amigos.
Pero no cabía duda de que Ramiro se había detenido fuera del alcance del oído para comer o beber algo, o incluso para echar una siesta. Para cualquier cosa, dicho en pocas palabras, que forzosamente lo retrasara.
El multicolor individuo no hizo ningún movimiento. Nada indicaba que pensara atacarme, ni tampoco huir. Ni siquiera parecía haberse fijado en la espada que yo blandía.
Agité la mano, mas él no respondió. Quizá fuese sólo un efecto de la luz o de las sombras en aquella rocosa región.
Puse entonces la cara más horrible que pude, y le dediqué el gesto más obsceno que se me ocurrió.
La única contestación fueron los gruñidos del perro.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de que el hombre tenía otros dos cuencos en las manos.
—¿Es vuestra costumbre la de hacer malabarismos con loza? —pregunté incómodo, sacudiéndome los pliegues de la capa para eliminar cualquier fragmento perdido, que luego pudiera molestarme cuando desmontara o me agachase junto a un fuego.
—Efectivamente, joven señor —contestó el hombre con tranquilidad—. Mi perro aprendió a esquivar los cuencos y cobrarlos.
Fue entonces cuando comprendí que el juglar era ciego.
—De manera que vuestro compañero...
—Birgis.
—¿De manera que
Birgis
es... los ojos que os ayudan?
Una larga pausa llenó el frío aire de la montaña mientras el hombre aguardaba la pregunta siguiente, que tan obvia parecía. Pero yo no me decidía a darle la satisfacción de formularla. Sin embargo, necesitaba saberlo.
—¿No..., no constituye la falta de vista un problema para los malabarismos?
—¡Claro que sí, joven señor! —replicó él, a la vez que acariciaba la áspera espalda del perro, que volvió a gruñir y permaneció inmóvil, indudablemente en espera de algún súbito movimiento o ruido por mi parte..., de cualquier cosa que pudiera justificar un ataque para derribarme de la montura y destriparme en unos instantes.
De pronto percibí un golpeteo de cascos detrás de mí. No tardé en ver a Ramiro y Dannelle, seguidos de cera por Oliver, encargado de conducir a los caballos sin jinete. Mi voluminoso y fanfarrón compañero de viaje saludó cortésmente con el sombrero al juglar.
—Desde luego es una larga historia. Hubo un tiempo —prosiguió el ciego en tono despreocupado— en que hubiese dado todo cuanto poseía por un par de ojos. Pero no quiero molestaros ahora con un largo y tedioso relato.
—¡Qué tontería! —exclamó Ramiro alegremente, ya medio desmontado—. ¿Qué mejor momento para escuchar una historia y aprender cosas nuevas que al final de la jornada, cuando llega la hora de la cena y del reposo?
—Ramiro... —dije, pero ya no hubo modo de pararlo.
El corpulento caballero se sentó e hizo una señal a Oliver, que suspiró, desanduvo los pasos dados hacia una garganta entre las peñas y se dispuso a encender un fuego.
—También a ti te conviene un poco de distracción, Galen —añadió Ramiro—, ¿y para qué sirve una historia, sino para alejar las pesadumbres y aflicciones?
—¡Es verdad! —afirmó el malabarista, e inició con cautela el descenso de la pared rocosa, al mismo tiempo que el perro se le subía con agilidad a los hombros.
Juntos saltaron sin dificultad al camino, y la historia dio comienzo antes de que el ciego se acurrucara al lado del fuego para calentarse las manos.
* * *
—De joven tenía yo vista de águila —empezó el hombre—, cuando hacía juegos con antorchas y cuchillos en un palacio flotante, en la orilla del Mar Sangriento...
Y así continuó durante una hora de necedades y cuentos inverosímiles, referentes a una brillante carrera que, según él, lo había llevado de un extremo de Ansalon al otro. Mientras hablaba, el juglar permanecía de pie y extrajo de su abigarrada vestimenta tres botellas. Fue como un juego de manos para empezar, y yo me descubrí buscando los secretos de la actuación de aquel hombre y sus posibles distracciones y errores, como si, más que deslumbrarnos, intentase vaciarnos los bolsillos.
Pero la verdad es que consiguió deslumbrarnos, ya que mientras contaba su vida, las botellas relucían en el aire de la montaña. Primero verdes, luego rojas y, finalmente, en tonos azules. Después, cuando las lanzó con más rapidez, los colores crearon inesperadas combinaciones: azul y violeta y amarillo, matices que surgían de no se sabía dónde, hasta que me pareció ver todo el espectro, y los colores adquirieron vertiginosamente una transparencia cuando el ciego pareció trabajar con hielo y luz por encima de nuestras maravilladas cabezas.
El hijo menor de una familia circense, Shardos —pues ése era su nombre— había nacido en la remota Kothas, situada más allá del Mar Sangriento, junto al estrecho que las gentes de aquella zona oriental llaman Corriente de los Piratas. Dijo el hombre que había cruzado las aguas con su familia, en dirección oeste, «poco después del Cataclismo».
Yo miré a Ramiro con escepticismo. Si mis cálculos eran correctos, el anciano pretendía tener más de dos siglos.
Ramiro estaba sentado junto al fuego, ancho y tan satisfecho de sí mismo como un enorme sapo, totalmente absorto mientras Shardos proseguía su historia.
La familia de Shardos había pasado por los temidos Dientes de la Muerte, y una vez en tierra, allá abajo en Ogrebond, el público había devorado a su hermano mayor e incenciado las tiendas del grupo de artistas.
A lo largo de varios años viajaron hacia el oeste, a través de toda Neraka, repletos sus carromatos de frascos de panacea, pociones y animales domesticados y fuegos de artificio. Su vida de muchacho se me antojó la más fascinante posible, porque Shardos había recorrido todo el camino desde el alcázar del norte hasta Zeriak, por la Muralla de Hielo. Para cada lugar tenía una historia. En la costa de Cracklin, por ejemplo, había sido herido y cegado por un cruel duque que lo distrajo mientras hacía malabarismos con antorchas, y luego había seguido hasta el reino de los gnomos, situado debajo del Monte de Noimporta, donde su hermano mediano resultó destrozado al estallar un carromato lleno de cohetes.
Aparte de eso, Shardos recordaba también las historias referentes a los diferentes lugares. Conocía a fondo siete versiones de la leyenda de Huma, que al parecer cambiaba según la ciudad o el país o la raza de sus habitantes. Sabía el ciego las historias de Istar y del Cataclismo, así como otras más recientes, como la de la batalla de Chaktamir, en la que mi padre había tomado parte.
Shardos aseguraba estar al corriente de toda la historia de la familia Di Caela y, dentro de ella, de lo del Escorpión. Conocía a Bayard y, hasta cierto punto, estaba asimismo enterado de la triste y solitaria infancia de mi protector.
En tono solemne, el hombre nos dijo conocer la verdadera historia de Brandon Rus y las flechas, y prometió que, en su momento —dada nuestra amable atención— y cuando hubiese tiempo, explicaría el motivo de que el joven habitante de la zona oriental dejara que sus brillantes dotes quedaran sin cultivar, entregándose a recuerdos y reflexiones.
Shardos afirmó saber dos mil historias, relatos que le habían sido de gran utilidad al perder agilidad sus manos con el paso de los años.
—Porque me di cuenta —indicó— que el malabarismo y la narración son primos hermanos. Es la ilusión lo que uno persigue: el momento en que el juglar y el narrador se desvanecen de la vista de quienes lo miran y todo cuanto ve el público son los objetos que se elevan y caen, acompañados de la historia que se completa por sí sola.
Yo eché una mirada de desconcierto a Ramiro, quien a su vez pareció estremecerse. Como hombres de acción, no solíamos comprender tales comparaciones.
En cualquier caso, Shardos había llegado a ser una especie de bardo para los pobres, que con sus fábulas y comadreos había amenizado las cenas, tanto en casuchas como en castillos, a lo largo de incontables calzadas. Hasta que un día, en busca de un descanso, había encontrado un pequeño campamento en las montañas Vingaard.
—Pensé quedarme allí —continuó el ciego—. Abandonar los viajes y dedicarme por un tiempo a recomponer mis historias. Porque todo tiene que encajar de algún modo, ¿no? Al menos, eso es lo que mi hospedador de las montañas me recomendó antes de su desaparición.
En el acto estuvimos todos alerta, con los ojos tan clavados en el juglar que su perro
Birgis
se puso nervioso y le gruñó amenazador a Ramiro.
—¿Cómo se llamaba vuestro hospedador? —pregunté, casi en un susurro.
—Oí que lo llamaban «hermano Brithelm» —contestó el hombre.
En pocas y apresuradas palabras le expliqué que Brithelm era mi hermano.
—¡Ya entiendo! —dijo Shardos en un tono un poco más sombrío—. Me imagino qué os trajo a estas montañas, pues.
—Supongo que adivináis por qué estamos aquí —agregué yo—. El campamento de Brithelm no queda a más de un día de distancia a caballo, que yo recuerde, y queríamos saber si había soportado bien el terremoto.
—¿Queríais
saber?