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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (11 page)

Detrás de los cerrados postigos del cuarto del enfermo, en una conferencia de Caballeros Solámnicos a la luz de las velas, supe lo que todos habían pensado de mí, Galen Pathwarden, elegido para encabezar la expedición.

Ramiro se extendió largamente sobre mis puntos flacos. Brandon le dio la razón durante cosa de una hora y, de pronto, yo me descubrí asintiendo a cuanto de malo decían de mí, incluso a lo peor, ya que, después de escuchar semejante diálogo por espacio de tanto rato, cualquiera habría tendido a creer lo que afirmaban los hidalgos allí reunidos y olvidar lo fundamental.

Que la conversación es referente a ti, por ejemplo.

En presencia de los deliberantes solámnicos, desaté un cordón de mi túnica y me preparé para otro duelo de filósofos, que sólo resultaba un poco más interesante por el hecho de que yo era el punto central de la discusión. La lluvia azotaba los postigos a rachas, y era tal su intensidad que hasta se la oía salpicar las paredes de piedra de la estancia.

Ahora predominaba la voz de Bayard, como noté al prestar más atención de vez en cuando, y hablaba de honor y obligación y de la conveniencia de seguir adelante con la idea. El caballero resaltó lo mucho que yo podría aprender con respecto a la responsabilidad y al mando, aunque eran grandes las posibilidades de que Brithelm no se hubiese visto afectado por los extraños disturbios producidos en el oeste. A medida que caía la lluvia, aumentó mi esperanza, ya que Bayard era capaz de vencer a los demás y, cuando les hubiese impuesto su voluntad, Ramiro me seguiría a las mismísimas fauces del Cataclismo o se metería conmigo hasta el cuello en el Mar Sangriento, por el simple motivo de que, pocos días antes, había prometido a Bayard seguir a alguien a algún sitio.

En medio de mis pensamientos, vi que Ramiro se ponía de pie en toda su corpulencia y hablaba.

Decía algo relacionado con los preparativos.

—... mañana. Tomaremos la calzada de las llanuras en dirección al oeste, para vadear el río Vingaard y continuar derecho hacia el norte, dejando las montañas a nuestra izquierda. De este modo, si mal no recuerdo, podremos avanzar constantemente sin cansar a... nadie sin necesidad.

Y me lanzó una expresiva mirada.

—Desde luego —agregó—, todo depende de cómo se lo imagine nuestro jefe. Me refiero a que, si conoce algún pequeño atajo que se empeñe en seguir...

A pesar de sus palabras, comprendí que había sido totalmente aceptado por mis subordinados.

—Por supuesto que no, sir Ramiro —declaré con afabilidad, también de pie—. Precisamente considero que vos sois un experto en terrenos y viajes, y mal jefe sería quien no hiciera caso del consejo de sus expertos, ¿verdad?

Sé que fui desvergonzado.

—Y lo que es más, sir Ramiro: si un muchacho tiene que conducir su primera expedición como caballero y penetrar en tierras desconocidas a la cabeza de un grupo del que, por desgracia, es completamente responsable, creo que debe dar gracias a los dioses por tener como compañero al más audaz, hábil y formidable caballero que Solamnia pueda ofrecer, ahora o en cualquier otro tiempo.

Bayard se sonrojó, y lo mismo le sucedió a Raphael. El ambiente de la habitación estaba tan cargado de oleosa coba, que temí que las velas nos quemaran a todos. Aun así, continué buscando en las partes más recónditas e insolentes de mi mente la manera de comparar a mis dos acompañantes con Huma, aunque sin destacar más a uno que al otro.

Pero Ramiro alzó las manos y cortó mis serviles manifestaciones.

—No, muchacho, no. Me parece, Bayard, que las intenciones del chico son buenas, y su opinión quizá... prometa un brillante futuro.

Bayard me miró, poco convencido.

—Gracias, sir Ramiro —repliqué—. Vuestras amables palabras constituyen un honor que sólo sigue en importancia a mi conseguido grado de caballero.

Mi protector gimió como si yo le hubiese roto la otra pierna cuando Ramiro demostró disfrutar con mis halagos como una morsa en agua caliente.

—¡Muy bien, muchacho! —dijo, picado—. ¡Muy bien! Y ahora... procurad estar preparado para emprender la marcha mañana temprano. Es decir... —se corrigió enseguida— si os place, siendo vos el comandante.

Claro que me placía, y así se lo hice saber.

Preparar un viaje da trabajo, porque no sólo hay que ocuparse de la armadura, los caballos y las provisiones para uno mismo, sino también para quienes forman el grupo.

Es una tarea doble, monumental además, si tu escudero no te sirve de nada.

Poco después que el terremoto sacudió el castillo, Alfric salió de entre los escombros, no precisamente en mal estado, pero mucho menos entusiasmado con la idea de la escudería. Un momento le había bastado para descubrir que el peligro lo acechaba por todas partes y que incluso podía surgir de la propia tierra. Era algo que, sin duda, se presentaría de manera inesperada y sin previo aviso en el camino de las cuadras a nuestra alcoba o de nuestra alcoba al retrete.

—No hace falta ir en busca de nada —afirmó con aire dramático mientras se dirigía a la letrina armado de tablas y de un martillo y clavos, dispuesto a encerrarse dentro.

En el mejor de los casos, eso significaba una táctica dilatoria. Padre, desde luego, no se habría tragado ese cuento. Y Alfric sabía de sobra que, una vez comprometido a ser mi escudero, el viejo lo estrangularía antes de permitir que se volviera atrás.

Durante el tiempo que Alfric pasó en la letrina con nuestro padre rondando furioso alrededor, yo tuve que apañármelas solo, cosa que únicamente resultó enojosa cuando bajé a la cuadra para atender a los detalles de última hora y comprobé que, gracias al descuido de mi escudero, tenía que realizar todo el trabajo desde el principio: equiparme de arriba abajo y, además, ensillar los caballos. Ya la limpieza de las grebas requirió demasiado tiempo y, a medida que avanzaban las horas, pensé en las demás obligaciones que debía tener en cuenta un caballero antes de partir... si iba a enfrentarse a desconocidos peligros.

Quizá para no volver nunca...

Y con un segundo que no sólo desconfiaba de mi capacidad para el mando, sino también de mi sentido común en general.

Y, por si fuese poco, con un incompetente hermano mayor como escudero, que pasaba el día y la noche sirviéndose de cobardes trucos...

Me senté con brusquedad en el suelo de la tenería, con las pesadas grebas en mi regazo, y reflexioné en la disparidad de conceptos respecto de mi persona, en las posibilidades de no regresar de ninguna parte... Y tal posibilidad me llenó de pensamientos ominosos. Me vi acechado por bandidos, ensartado en un asador sobre uno de esos ruegos de la montaña, cercado por una familia de ogros que me miraba expectante...

De darse ese caso, habría otras víctimas aparte de mí. Porque, en los días venideros, yo no sería sólo responsable de mi propia piel, sino que, además, Bayard me había puesto a cargo del grupo formado por Ramiro, su escudero y mi hermano Alfric.

Me levanté, grasiento y cargado, me eché la armadura al hombro y crucé tambaleante el amplio patio camino de la cuadra. Tres caballos se hallaban perfectamente ensillados y situados bajo un cobertizo que los protegía de la lluvia..., tres grandes sementales pertenecientes a Ramiro.

Tendría suerte si no me mataba a coces el poni de los niños.

De repente, la magnitud de lo que me esperaba se hizo aún mayor, hasta dejarme totalmente abrumado. Estaba yo junto a la muralla exterior, en pleno diluvio. Tenía los rojos cabellos pegados a la cara, y el agua me resbalaba en arroyuelos frente abajo para penetrar en mi nariz y mi boca. Por espacio de unos instantes vi borrosa la cuadra, aunque no puedo decir con certeza si era debido a la lluvia o a las lágrimas de auténtico terror que me brotaban de los ojos, porque ambas cosas me tenían calado.

—Hay un refrán referente a la conveniencia de protegerse de la lluvia, sir Galen —dijo súbitamente una dulce voz detrás de mí, que interrumpió mis reflexiones y toda mi autocompasión.

Me volví de golpe, dejé caer la armadura y poco faltó para que perdiese el equilibrio en aquel suelo embarrado.

Dannelle Di Caela se hallaba entre los caballos, en el cobertizo. Llevaba una ligera cota de mallas y tenía en sus manos una almohaza. No era un atavío ni una postura que yo soliera encontrar de gran atractivo, pero la muchacha resultaba perfecta con sus brillantes ojos verdes y la espesa cabellera roja, que el terrible temporal parecía no haber empapado. Una vez captada mi atención, Dannelle mostró aquella cautivadora sonrisa que no la había apartado de mi pensamiento en tres años, convirtiéndola en el objeto de mis anhelos.

Sentí que me sonrojaba hasta las orejas.

—Me satisface que busquéis constantemente la oportunidad de citarme inmortales filosofías, lady Dannelle —dije al fin, agachándome bajo la lluvia para recoger las grebas y refugiarme luego en el caliente y oscuro cobertizo, de intenso olor a caballos—. Pero debo prepararme para una aventura.

Imperturbable, la joven avanzó hacia mí al mismo tiempo que miraba a su alrededor como si quisiera cerciorarse de que no había espías o algún indiscreto fisgón. Cuando sólo nos separó una escasa distancia, pude notar su maravilloso aroma. Emanaba de ella una suave fragancia a espliego, que después de haber permanecido en la curtiduría, en medio de la lluvia o, simplemente, rodeado de caballos, constituía un delicioso cambio. El grato perfume me desarmó, y la nueva sonrisa que Dannelle me dedicó al darse cuenta de ello me desarmó todavía más.

—Ensillad otro caballo —murmuró con alegría—, porque yo voy con vos.

—¿Que vos qué?

Traté de incorporarme, pero mi sorpresa era tal que no lo conseguí del todo.

—P... p... pero... ¡Dannelle! Sin duda sabéis que habría serias rabietas entre los miembros importantes de la Orden, si se enteraran de semejante sugerencia por vuestra parte, y todavía sería peor que supieran que yo había hecho caso de tamaña locura.

Pero la sonrisa de Dannelle seguía, y descubrí en ella una absoluta seriedad.

—Puedo imaginarme rabietas mucho más gordas —replicó ella en tono de radiante amenaza.

En el acto, desfiló rápidamente por mi mente toda la letanía de las faltas cometidas por mí, desde los naipes marcados de mis primeros y opulentos días en el castillo hasta la venta en el mercado negro de especias sacadas de la despensa, sin olvidar el constante comercio con caballos y armaduras robados que yo había proyectado hasta que el temor, ciertos reparos y las instrucciones de Bayard pusieron fin a semejantes planes.

Yo reconocía todo eso, menos lo de Marigold.

Llegado al castillo a mis inexpertos diecisiete años, hambriento de diversiones, dinero y dulces, la muchacha había compartido con tanto afán mi afición a las pastas, que las medialunas y pasteles no podían dejar de conducir a... otras cosas. Muchas fueron las madrugadas que yo me escurría por los corredores más escondidos del castillo en busca del camino más oscuro de una alcoba a otra, envuelto en una sábana cubierta de migas.

Constituía eso mi punto flaco en mi blasón. Porque, aunque me hubiese comprometido a los servicios y la castidad que exigía de mí la escudería, consideraba que someterme a ambas virtudes a la vez era demasiado. En consecuencia, el flirteo con Marigold prosiguió hasta que se convirtió en un engorro, porque los pasteles que me enviaba a mis aposentos por medio de sus criadas adquirían formas cada vez más atrevidas, hasta el extremo de que incluso los mozos de cuadra enrojecían al cotillear sobre ello.

—Aguardad a un kilómetro de distancia del castillo, más o menos, poco después del amanecer —susurré—. En la calzada que conduce a las montañas, donde no puedan veros desde las almenas. Traed un buen caballo, una manta y provisiones para una semana.

Los ojos de Dannelle se agrandaron con cada frase. Cuando hube terminado de hablar, me miró boquiabierta, tragó saliva e hizo un gesto afirmativo.

—A cosa de un kilómetro del castillo —murmuró—. Poco después del amanecer.

Seguidamente desapareció como una visión en la oscuridad del cobertizo y, detrás de los caballos y de la lluvia, halló la entrada de la torre y cerró tras de sí la pesada puerta.

Apoyado en mi vieja yegua
Lily,
que dormía de pie en su departamento de la cuadra, alcé la vista para contemplar la ventana de Dannelle a través del aguacero.

Sí; era mejor llevar conmigo a la chica.

Porque, si hacía correr la noticia de mis veladas junto a Marigold, el resultado de tal divulgación podría causar la fractura de unas cuantas piernas más en el castillo. Valía la pena alejarla una serie de kilómetros para evitar la agitación y, además, para que no pudiese lucir su talento para las historias, los rumores y las revelaciones.

Y Dannelle era bonita, caramba.

Reí para mis adentros.

Desde luego, nos obligaría a avanzar más despacio, y sin duda causaría disensiones entre mi gente. Yo tendría que vigilar a Alfric, y ni siquiera de Ramiro me fiaba.

No obstante...

Recordé la época en que el cobertizo era una especie de invernadero, con el ventanuco cubierto de enredaderas, cuando, a través de los matorrales y de la oscura noche, yo contemplaba la claridad de la ventana de Dannelle como un perro que aguardara ladrando la aparición de Lunitari en la negrura del cielo.

¿Era posible que aquellas mágicas noches quedaran ya años atrás?

Pasado aproximadamente un minuto, en la alcoba de Dannelle parpadeó una luz. Yo sonreí al mismo tiempo que apoyaba la barbilla en el fresco y húmedo lomo de
Lily.
La vieja yegua emitió un quedo relincho, descansando ora en un lado, ora en otro, como si en sueños la invadiesen recuerdos dulces y amargos a la vez.

—Hace tiempo, creí que yo le agradaba —susurré—. ¿Te parece que todavía tengo alguna posibilidad, mi buena amiga?

7

La lluvia se había generalizado en toda Solamnia.

Las aguas cubrían ya las cercas de piedra que dividían las tierras situadas al sur del río Vingaard. Habían llegado tan alto que, en algunos lugares, la zona parecía un lago y los criados del castillo decían que, desde la Torre de los Gatos, sólo se veían sobresalir unos tejados de paja que indicaban dónde, antes, unas casas animaban aquí y allá el paisaje, pero que ahora, dada la crecida del Vingaard en el norte y el oeste, parecían flotar en una fangosa y remolineante marea.

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