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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (30 page)

Y me dirigió una fiera sonrisa mientras empuñaba aquella larga monstruosidad de doble filo que manejaba como si fuese un cuchillo de trinchar carne.

—¡Nunca se dio el caso —declaró— de que un Hombre de las Llanuras pudiera enfrentarse desde tan cerca a un Caballero Solámnico!

Fue entonces cuando empezó la lluvia de flechas.

Llegó como una terrible avalancha, chocando contra las rocas que nos rodeaban. Bajo la dirección de su jefe, los Hombres de las Llanuras disparaban desde unos cinco metros de distancia, y una descarga tras otra caían sobre nosotros, cada vez más cerca, hasta que Ramiro y yo nos vimos forzados a alzar los escudos para proteger a nuestro grupo y formar como un dosel de cuero y metal.

La incesante andanada parecía buscar aterrorizarnos. En efecto, estábamos inmovilizados y al descubierto. Yo esperaba que, en cualquier momento, decidiesen acribillarnos de manera más directa y mortal.

Apagamos la linterna, y los cinco nos apretujamos temblorosos, como si nos hubiese atrapado una tempestad de nieve en plena montaña.

—¡Basta! —exclamé al fin, cuando volvió a pasar por encima de nuestras cabezas una ola de saetas, sacudiendo la mano que sostenía el escudo—. ¡Aunque nos suceda lo que sea a los demás, tengo que encontrar una salvación para Dannelle!

—¡Nada de eso! —protestó la muchacha con gran valor, pero su voz sonó vacilante, y además noté cómo se estremecía su cuerpo a mi lado—. ¡Soy capaz de hacer mi papel como el mejor de vosotros!

—Permanecer aquí no constituye una verdadera prueba de valentía, querida —explicó Shardos, con voz un poco demasiado aguda para resultar tranquilizadora—. Yo podría conduciros fácilmente por el camino que seguimos hasta ahora y enviaros en busca de auxilio. El único problema consiste en que nuestros visitantes pueden constituir un peligroso escollo...

Yo pensé en los hambrientos vespertilios que aguardaban en alguna parte, y sentí un escalofrío.

—¡Bien, pues! —anunció Oliver con un suspiro, reluctante pero sin temor, como si sólo se tratara de levantarse del lecho en la madrugada de un día de invierno—. ¡Tiene que haber una mano armada que proteja a la chica mientras atraviesa la caverna!

Ramiro y yo nos miramos con expresión tonta. Quiso la suerte que, en aquel preciso momento, se produjera una tregua en el ataque, y Oliver escapó por debajo de los escudos para correr hacia el saliente de roca y la enorme cueva.

—¡No, Oliver! —gritó Dannelle.

Shardos intentó agarrar al escudero, pero quedó con la mano vacía porque Oliver ya se deslizaba por una estalactita en dirección a la cámara.

Estaba demasiado oscuro para ver lo que ocurría abajo. Oí gritar a Oliver desde el suelo, luego desde más lejos y, por último, cuando ahuyentaba de las estalactitas a los gigantescos murciélagos.

Dannelle me asió de un brazo, y yo le estreché la mano.

—Ya no tenéis otra elección —le dije sin rodeos—. El muchacho espanta a los monstruos para salvaros. Sólo os queda aprovechar el tiempo que Oliver os proporciona para alcanzar la superficie y correr en busca de cualquier ayuda posible.

Era pura imaginación, y ambos lo sabíamos. El auxilio que pudiese encontrar Dannelle llegaría, casi con toda seguridad, demasiado tarde. No obstante era un alivio pensar en ello, y al menos nos permitiría actuar y tener algo en que confiar cuando el enemigo nos arrollase en el tenebroso túnel. Mientras tanto, era muy probable que mis indicaciones hicieran volver a Dannelle al Castillo Di Caela, que era el lugar más seguro en tan problemática zona.

Puse su mano en la de Shardos.

La lluvia de flechas comenzaba de nuevo cuando el juglar echó a andar hacia el saliente, protegiendo el cuerpo de Dannelle con el suyo propio. A la media luz de las antorchas de los Hombres de las Llanuras, vi que el ciego levantaba un brazo y, si una u otra flecha se acercaba peligrosamente, la apartaba con un hábil movimiento, tan singular como inexplicable. Era como si ambos pasaran bajo un chaparrón sin mojarse.

Birgis
trotaba contento detrás de su amo, buscando protección en las desigualdades de la roca y entre los pliegues de la capa de Shardos.

Ramiro y yo contemplamos boquiabiertos cómo los tres se dejaban resbalar losa abajo. Alzamos seguidamente los escudos y continuamos en dirección a la boca del túnel.

Abajo vi cómo Shardos, Dannelle y el perro se fundían en las tinieblas del extremo opuesto de la caverna, a salvo ya de los disparos y de los vespertilios. Oliver emitió entonces un fuerte grito, a mi derecha, y regresó en dirección a nosotros, acosado por uno de los monstruos. La intención del chico era, sin duda, la de trepar por la pared y unírsenos. Pero había algo engañoso en la bestia que lo perseguía, algo tan sutil como el mercurio y tan variable en su forma que le permitía avanzar mucho más aprisa que por el simple movimiento de las patas, y nos dimos cuenta de que en el punto máximo de su velocidad escapaba incluso a nuestra vista. El muchacho había recorrido ya la mitad del camino de regreso cuando el vespertilio lo atacó y lo envolvió en una fantasmal niebla blanca.

Oliver chilló y agitó su espada con desespero, mas las enormes alas, semejantes a velas, ya lo habían cubierto.

—¡No! —exclamamos Ramiro y yo al unísono, sin poder apartar los ojos de la tremenda escena que se desarrollaba a nuestros pies.

El vespertilio inclinaba la cabeza como un horrible amante hacia el desnudo cuello del chico. Los que-tana, astutamente dirigidos, eligieron ese momento para caer sobre nosotros y, mientras yo presenciaba la espantosa muerte de Oliver, el palo de un Hombre de las Llanuras me golpeó duramente por detrás y me hizo resbalar hacia el saliente de roca. La linterna chocó contra el suelo y se hizo añicos antes de que yo pudiera impedirlo. Mis manos buscaban ansiosas algo a que agarrarse —el saliente, una estalagmita— y finalmente logré caer de pie, aunque había perdido la espada y todo mi sentido de la orientación.

Medio atontado, me vi sentado contra una piedra lisa, clavados los ojos en las inclinadas antorchas que asomaban por la gran boca del túnel. Procedente de arriba me llegaba el fragor de una lucha, entre el que destacaban las voces de Ramiro, y a mi alrededor, en la escalofriante negrura, sonaban los estridentes gritos de los vespertilios.

Oliver gimió en alguna parte, a mi izquierda, y enseguida oí los ásperos ruidos de algo monstruoso que se movía entre la rocalla.

No había nada que yo pudiera hacer.

Lo que le hubiera sucedido a Oliver, me sucedería pronto a mí. Imposible saber, además, lo que sería de Ramiro, cuyas maldiciones se hacían cada vez más rebuscadas y poderosas mientras derribaba allí arriba a un que-tana tras otro. Y... ¿cuál habría sido la suerte de Shardos y Dannelle? Confiaba en que hubiesen conseguido escapar.

Hubo un momento en que sufrí más por mis amigos que por mí mismo. Era yo quien los había hecho penetrar en esas profundidades.

De pronto, en lo alto brotó un grito de las tinieblas. Era Ramiro. De eso no cabía duda, y algo en su alando me hizo entrar en acción, porque en aquella exclamación no había dolor ni miedo. Por el contrario, sonaba a triunfo.

En pleno sistema de cuevas, donde todos estábamos cegados, algo parecía prometer esperanza.

Mis dedos rebuscaron solos en los bolsillos y, apartando los dichosos guantes de cuero, se cerraron agradecidos alrededor de un objeto de metal y junco.

Extraje el silbato, el viejo pito que Brithelm me había regalado tantos años atrás. No sé qué me impulsó a tocarlo. Quizás algo relacionado con la educación recibida de niño, o el recuerdo de haber espantado a los tenebrales al llamar antes a
Birgis.

Fuese una u otra la razón, el silbato de Huma —como Brithelm y yo lo habíamos bautizado entre risas— resonó chillón a través de las cavernas. Enseguida oí extrañas voces, semejantes a las de seres humanos, encima de mí y a mi alrededor, y se repitieron aquellos arrastrantes sonidos, que ahora parecían producidos por algo que se alejara...

Por fin quedamos solos.

Ramiro me llamó desde lo alto de la húmeda cascada de piedra. Yo contesté, y arriba se produjo el resplandor de unas antorchas.

Abajo, sin embargo, el silencio era profundo, completo. Algo que debía de parecerse a la negrura que tuvo que existir antes de la creación del mundo, como si no hubiese nada, absolutamente nada.

Ramiro se hallaba en el borde del saliente, escoltado por un grupo de que-tana. Y detrás de ese cuadro surgió una voz que yo había oído en una sola ocasión, pero que recordaba claramente. Había llegado a mis oídos aquel día que parecía quedar años atrás, cuando el terremoto sacudió el Castillo Di Caela y yo contemplé los ópalos de mi broche, hablándole a una aparición.

—Podéis descansar, sir Galen —dijo ahora la voz, y en ella percibí los desoladores aullidos del viento al barrer una desierta llanura—. Podéis descansar. Vuestro largo viaje ha terminado. ¡Bienvenido al reino de Firebrand, el país de los que-tana!

Uno de los Hombres de las Llanuras dejó caer una antorcha a la oscuridad donde yo me encontraba, y la caverna adquirió nuevas formas y dimensiones en una luz evasiva. Me habían descubierto, y cuatro que-tana inclinaron sus arcos y me miraron fríamente, siguiendo la dirección de las astas de sus empulgadas y puntiagudas flechas.

Bajaron una cuerda, y yo trepé por ella para reunirme con mi compañero cautivo, siempre bajo la vigilante mirada de los arqueros.

A mitad de mi ascenso, eché un vistazo a lo que dejaba atrás. Allí yacía el cuerpo patéticamente roto de Oliver, y más allá, a lo lejos, estaba la abertura por la que habían escapado Shardos y Dannelle.

El broche resplandeció en mi mano. Pronto pasaría a poder de nuestro horrible anfitrión. Penetré con la mirada en los ópalos.

Allí distinguí a Caminador Incansable, acampado en las colinas a kilómetros de distancia, consultando tranquilo y determinado sus piedras. Vi después a Bayard, perdido entre paredes de roca labrada y apoyándose en los hombros de Brandon. Y también a mi padre, que avanzaba bajo la ominosa luz de una antorcha.

Mas no había sido ésta la última visión, porque en los ópalos apareció luego una enorme criatura en forma de serpiente, enroscada entre sombras y superficies de pizarra. Su largo abarcaba todo el continente, y su sempiterno sueño era ahora ligero e inquieto.

—Tellus, el gusano del valle... —jadeé—. ¿Qué fue lo que dijo Caminador Incansable? ¿Que lleva a toda Solamnia sobre su espalda?

Pero también esa visión se esfumó, y por último vi a mi hermano Brithelm en un cuarto donde había un estante encima de otro. Leía tranquilo y solo a la luz de una vela, puestas sus absurdas gafas triangulares.

Las piedras centellearon como estrellas detrás de una nube, y tuve miedo: miedo por el jefe al que mi incompetencia había traicionado, y por un hermano al que no lograría rescatar. Temí por mis amigos y mi padre, extraviados ahora en las entrañas de la tierra y en evidente peligro, pero sobre todo temí por la inocente Dannelle Di Caela, a quien, desconocedor de lo ocurrido allí entre tanto, yo había enviado en su busca.

Por todo ello, mi preocupacicón era terrible, y cuanto Firebrand pudiera imaginar me pareció poco castigo, en esos momentos.

—¡Que los dioses los amparen! —musité mientras continuaba la escalada.

Unas manos fuertes y pálidas asieron mis antebrazos y me arrastraron hasta dejarme delante de Firebrand.

—¡Que los dioses los amparen! —repetí en un murmullo—. ¡Que nos amparen a todos!

18

Con hábiles y breves movimientos de la mano y ayudado por un extraño y picudo instrumento de hierro, el namer ajustó cuatro, seis, diez y doce veces los pequeños círculos entrelazados. Luego repitió la operación por decimotercera vez, sin más ruido en todo el extenso campamento que el crepitar del fuego que iluminaba su delicado trabajo.

—Cada una de estas historias cabrá en una mucho más larga —les dijo a los absortos Hombres de las Llanuras.

* * *

Dannelle corría en la oscuridad sin soltar al ciego.

La débil luz de las antorchas de los Hombres de las Llanuras y de las escasas linternas que a Galen se le había ocurrido llevar consigo se desvaneció de pronto detrás de ella, y Dannelle avanzó con dificultad, en medio de un negro silencio, a través de las inescrutables cavernas.

La joven hubiese querido eludir todas las obligaciones que, a no dudarlo, se le presentarían. En la oscuridad se imaginó el empinado camino que la aguardaba en el interior de la montaña, y luego afuera, siempre a pie, por las llanuras infestadas de trolls y empapadas de lluvia, hasta llegar al Castillo Di Caela.

Un viaje de días enteros, si no de semanas.

Al cabo de ese tiempo, era de temer que la esperanza nacida en las entrañas de la tierra se hubiese desvanecido ya tan completamente como las luces que se habían apagado detrás de su persona.

—¡Venid, chiquilla! ¡No debemos rezagarnos tanto! —protestó el juglar en un susurro.

Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que estaba parada.

—¡Ay, Shardos! —exclamó en tono demasiado alto, de modo que su voz resonó en todo el corredor, con el consiguiente peligro, pensó de súbito, de que de las misteriosas rocas salieran una serie de criaturas junto a las cuales, sin duda, los vespertilios parecerían gorriones—. ¡Para todo lo que yo pueda hacer será tarde, Shardos!

—¡Bah, tonterías! —respondió el anciano con una risita, tirando de ella pasadizo arriba—. Mientras respiréis y podáis seguir haciéndolo, nunca es demasiado tarde. Permitid que os explique una historia que debierais conocer: la historia de un torneo en un castillo no lejos de aquí.

Shardos comprobó que el agitado pulso de la joven se calmaba cuando, en contra de su propia voluntad, quedó subyugada por el relato del porqué del retraso de Bayard, años atrás, cuando acudía a tomar parte en el torneo por la mano de Enid, historia que Dannelle saboreó todavía más, pensó el hombre, por el hecho de conocer a sus protagonistas, saber que era cierta y que tuvo un final feliz pese a los poderes del personaje malvado y a los errores y tropiezos del héroe.

De esa historia, Shardos pasó a otra y, luego, a una tercera. Librada de tener que prestar atención a cualquier otra cosa, dada la total oscuridad y quietud, Dannelle se sumergió en el mundo de aquellos relatos mientras el ciego la conducía hacia la superficie, el aire libre y la luz.

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