De cuando en cuando, un ruido procedente de abajo hacía pararse a Shardos. Ágilmente se arrimaba a la pared, indicándonos que callásemos o que, al menos, permaneciéramos atentos. Su señal era transmitida a lo largo de la fila, y, significara una cosa u otra, estoy convencido de que todos la obedecíamos.
Después de cada una de esas interrupciones, avanzaba de nuevo, siempre hacia abajo, a veces con más rapidez de la que eran capaces los patosos que iban detrás de él. Cuando el oído le decía que estábamos rezagados, se detenía para esperarnos.
Alcanzada la tercera galería, Shardos murmuró:
—Es ésta, sir Galen.
Yo me uní a él en el amplio saliente de roca que se asomaba al abismo. Dannelle descendió hasta colocarse a mi lado, seguida por el ligero Oliver. Ramiro seguía agarrado a las rocas, unos pasos más arriba, consciente de su peso y de lo que tantos kilos podían representar para el frágil reborde.
Puse el pie en el pasadizo y alcé mi linterna. El túnel en que ahora estábamos emergía de las tinieblas y recibía, en su extremo, una tenue luz anaranjada. Tres o cuatro tenebrales que habían permanecido colgados del techo echaron a volar sobre la sima entre estridentes chillidos, y sus pálidas alas perdieron resplandor al alejarse de nosotros.
Por espacio de un instante pensé en los fuegos fatuos, en esas débiles luces de descomposición que recorrían los pantanos en tierras más cálidas, al norte de donde nos hallábamos. Pero pronto devolví mi atención a nuestro verdadero problema.
Ramiro refunfuñó. Yo miré hacia arriba y vi su enorme trasero, que sobresalía encima del abismo como el faldón de un bufón.
—¿Preferís seguir bajando como un montón de salamandras, hasta que lleguemos al corazón del planeta y nuestra carne quede achicharrada? —lo reprendí.
Despacio y lleno de reparos, Ramiro dio el par de pasos que lo separaban del borde de la caverna y, con gran precaución, dejó caer su corpachón.
Desde luego, el suelo del túnel resistió el impacto.
Lo que las linternas revelaron, no fue menos inquietante cuando nos hubimos reunido todos en la pétrea plataforma. Estábamos en la entrada de una extensa caverna baja de techo, que se extendía decenas de metros en todas direcciones, pero que nunca se elevaba más de unos tres metros por encima de nuestras cabezas. Del techo pendían múltiples estalactitas, aquí en forma de colmillos o de hileras de dientes, allá como una delicada cortina de piedra, lo que hacía difícil examinar la sala, y habría sido casi imposible de no sostener yo en alto mi farol.
—Birgis —
susurró Dannelle—. ¿Dónde está el perro, Galen?
Sin más pensamiento de que preferiría condenarme antes que perder a otro miembro del grupo, y sin considerar el peligro que ello podía entrañar, introduje la mano en el bolsillo, aparté los guantes y cogí el pito, con el que di tres breves silbidos que cortaron el estancado aire de la gruta. En el extremo opuesto de la monumental pieza resonó inmediatamente un desesperado batir de alas y un cúmulo de estrepitosas protestas cuando los tenebrales se agitaron, alarmados por un ruido que nosotros no podíamos oír.
Algo pareció eructar a mis pies.
Birgis
había surgido de la nada y olfateaba mis zapatos. Lo acaricié detrás de las orejas y me senté en una estalagmita baja y redondeada.
—Bien, ¿y adónde vamos desde aquí, juglar? —inquirió Ramiro en tono agresivo, apoyándose en una especie de colgadura de piedra.
Siguió un silencio en el que, entre las estalactitas, allí donde no alcanzaba la luz, percibimos el aleteo de un murciélago o un tenebral... o de alguna otra cosa.
—¡Aquí estamos, medio perdidos en lo más profundo de una grieta, pero ni siquiera suficientemente cerca de nuestro destino como para atraer a los enemigos! —agregó el voluminoso caballero.
Dannelle se agitó enojada.
—Es estupendo por vuestra parte que os preocupen tanto unos enemigos en estos momentos —observó con ironía—. De todos modos, opino que es el jefe quien ha de decidir lo que hacemos. Y, según tengo entendido, ese jefe no sois vos.
Como si quisiera secundar sus palabras, Shardos señaló en mi dirección.
—Creo que la elección corresponde a sir Galen —dijo.
Todos los ojos, incluso los ciegos de Shardos, se volvieron hacia mí. Yo miré a mi alrededor y, luego, hacia atrás, donde
Birgis
estaba sentado en una roca plana, rascándose la oreja con gesto expectante.
Levanté la vista pretendiendo reflexionar sobre lo que convenía hacer, aunque, en realidad, buscaba con desespero, de manera frenética, algo que diera sentido a ese laberinto subterráneo.
Tres tenebrales revoloteaban por encima de mi cabeza. Describieron rápidos círculos, iniciaron el descenso y, como sí sintiesen la presencia de la linterna, rehuyeron su luz y su calor a toda prisa, buscando refugio en las tinieblas del lejano extremo de la caverna. Desde allí, el susurro de innumerables alas llenó el enorme espacio.
A través de la raída tela de la bolsa donde yo había guardado el broche, vi que éste empezaba a relucir débilmente.
La creciente luminosidad del broche nos permitió encontrar nuestro camino entre estalagmitas, a través de la extraña y abovedada cámara gigantesca. Aquel mundo cavernoso era caótico y extravagante, como si estuviera formado por absurdos trozos de roca.
Shardos andaba a mi lado, Dannelle y Oliver venían directamente detrás, y Ramiro los seguía a su vez, abriéndose paso como podía entre las estalagmitas, siempre a punto de resbalar y caerse. El perro
Birgis
cerraba la pequeña procesión sin dejar de emitir sonidos de contento.
Delante de nosotros revoloteaban y bajaban en picado los tenebrales, que resplandecían con una luz irreal, como veloces luciérnagas. Su presencia se convirtió pronto en parte de lo que nos rodeaba, por lo que ya no les hacíamos caso. Por consiguiente, cuando Shardos lanzó un grito y señaló hacia arriba, yo casi había olvidado a esos animales.
Debajo del techo, un montón de pequeños tenebrales —diez, o quizá quince— se apartaban de nosotros, volando en círculo, para introducirse en un túnel que se abría a unos siete metros de altura en la pared de la caverna y desaparecer nuevamente en la oscuridad.
—¡Ah, ya entiendo! —murmuró Dannelle, confiada—. ¡Vuestras piedras nos indican el camino de salida!
Y se acercó a mí en busca de calor en aquel ambiente frío y cavernoso, al mismo tiempo que yo temía súbitamente por todos nosotros.
No era confortante seguir la indicación de los ojos de dioses, cuando antes ya nos habían conducido a una emboscada..., una emboscada que me había costado a mi hermano. Pero no tenía nada más por lo que guiarme, aparte de la misteriosa y siniestra luz de las gemas.
Las perspectivas no fueron alentadoras cuando resultó obvio que aún teníamos ante nosotros una difícil escalada, si queríamos abandonar la cámara subterránea. Ésta terminaba en una losa de amarillenta piedra caliza, húmeda y tan refulgente a la luz de la antorcha como una cascada que hubiese quedado helada a medio caer. Encima, a unos seis o siete metros de altura, se abría la negra boca de otro túnel. Por él penetraron los tenebrales como un río de enfermiza luz. La piedra que teníamos delante poseía una cierta belleza, pero se trataba de una belleza que sólo una cabra montes se detendría a admirar.
Resignado, extendí la mano en busca de algo que nos sirviera para la escalada.
De improviso, y sin motivo aparente,
Birgis
gruñó en voz baja pero de modo amenazador. Era un sonido producido en lo más profundo de su pecho y que escapaba rápido entre sus desnudos dientes.
El juglar se movió antes de que al perro se le erizara la piel. Con pasmosa habilidad introdujo una piedra en su honda, la arrojó en dirección adonde moría la luz, y golpeó a la primera de las siete criaturas que acababan de surgir de la oscuridad. El ser gimió y se tambaleó, pero siguió avanzando hacia nosotros. Los demás iban detrás de él. Misteriosos, de un raro color blanco, se lanzaron hacia la luz con la velocidad de una ilusión óptica, como si cortaran el aire con sus enigmáticos chasquidos.
Ramiro, Oliver y yo desenvainamos las espadas.
—¡Vespertilios! —jadeó Shardos.
Y ya los tuvimos encima.
El primero de ellos apareció junto al juglar para arrojarse sobre Ramiro con un estridente grito. Hubo un sordo ruido coriáceo cuando los dos cuerpos chocaron y cayeron contra la cascada de piedra. Me volví para enfrentarme a los vespertilios, pero no vi más que dientes y encarnados y relucientes ojos cuando varias de esas criaturas se alzaron del suelo y una trepó por debajo de mi túnica, intentando abrirse paso hasta mi garganta.
Yo chillé, horrorizado, y procuré empujar al vespertilio hacia abajo, pero el monstruo lograba seguir pecho arriba, arañando y rasgando mi camisa, y al final luchamos fieramente bajo la desgarrada tela.
De pronto vi que Oliver corría hacia mí con el centelleante cuchillo en la mano.
—¡No os mováis, Galen! —gritó mientras hundía la hoja en la parte delantera de mi túnica.
El vespertilio se encogió, quedó rígido y cayó sin más de mis ropas. Una mancha azul se ensanchó donde el arma de Oliver había atravesado mi camisa.
Yo había tenido tiempo de empuñar la espada, y de un paso me coloqué junto a Shardos, que peleaba con otra de aquellas criaturas. Introduje el brazo entre ellos, protegiendo el rostro del ciego, y hundí mi espada en el tórax del vespertilio. La hoja se torció en mi mano, y la saqué a través de huesos, cartílagos y entrañas cuando el monstruo ensartado en la punta de mi arma se revolvió entre chillidos que acabaron en unos lamentos muy agudos, apenas perceptibles, antes de caer en el silencio.
Le pisé el cuello con el pie y arranqué la espada de su repugnante cuerpo de un solo tirón. Mi arma había quedado cubierta de un fluido azul no demasiado denso.
Al dar media vuelta, vi que otro vespertilio envolvía la cabeza de Dannelle, de forma que su cara apenas se distinguía debajo de las venas de las translúcidas alas del animal. Pero ella no perdió tiempo. Sacó su daga y le desgarró la coriácea extremidad. La criatura gritó y se apartó en el momento en que
Birgis
le saltaba encima por la espalda y le hundía en el cuello los tremendos dientes para sacudirla de un lado a otro hasta que el vespertilio muerto pendió de su boca como un trapo.
Oliver y Ramiro extrajeron sus armas del tercer monstruo, y la sangre manó del rasgón que el voluminoso caballero tenía en la frente. Sus compañeros hicieron uso de las espadas y dagas que tenían a disposición y los monstruos que todavía quedaban dieron media vuelta para desaparecer en las tinieblas, más de uno arrastrando sus destrozadas alas.
Cuando por fin hube recobrado el aliento, Dannelle ya se dirigía a la losa de piedra caliza como si alguien la hubiese nombrado montañera del grupo, y allí se puso a examinar la superficie en busca de agujeros y salientes que pudieran proporcionar apoyo.
—¿Cuál es vuestro propósito, Dannelle? —pregunté con mi voz más autoritaria.
Pero ella no me hizo caso. Continuó trepando y, pese a no ser un mono ni una cabra, sino una despampanante joven, criada en medio de lujos, la verdad era que subía con una agilidad digna de un buen escalador.
Y lo que era más: la vista desde abajo resultaba ciertamente atractiva. Me maravilló verla ascender, tan perfecta y de formas tan redondeadas como una fruta lejana y desesperadamente inaccesible.
En medio de todo el tumulto y de la oscuridad, gocé de un sorprendente instante de paz.
Entonces noté una mano en mi hombro. Ramiro alzó la linterna para vernos mejor a los dos. Fue como si se inmiscuyera y, con sus grandes manos carnosas, hubiese roto un velo.
—Vos cubrís la retaguardia, Ramiro —dije con frialdad, al mismo tiempo que agarraba la cuerda que Dannelle me había arrojado desde el borde superior de la cascada de piedra.
Y empecé la torpe subida por la resbaladiza roca, dejando atrás al encolerizado intruso.
El túnel que había arriba parecía penetrar sin fin en las tinieblas y la roca, o al menos fue ésa la impresión que tuve al acercar mi linterna por espacio de unos segundos.
De momento no teníamos tiempo para investigar con más detención rincones ni grietas, ya que primero fue preciso ayudar al jadeante Shardos a alcanzar la boca de la nueva galería, y luego le tocó el turno a Oliver, quien luchaba con un nervioso
Birgis
que no cesaba de moverse, tratando de escapar, y que había tenido que ser envuelto en una especie de angarillas hechas con ropas y sogas.
Ramiro fue el último. Le bajamos la cuerda y tuvimos nuestro trabajo para sostenerlo mientras se balanceaba frenético en el aire, colgado sobre la inmensa cámara. Respiramos cuando, al fin, sus pies tocaron suelo firme. El caballero permaneció arrodillado un instante, para recobrar el aliento y el equilibrio.
—¡Me niego a hacer otra escalada semejante! —resolló, apoyado en la pared del túnel.
Tres o cuatro tenebrales pasaron raudos por nuestro lado, camino de la cueva que nosotros acabábamos de dejar.
Cuando nos hallábamos entre dos peligros, calibrando nuestras posibilidades, el pasadizo se llenó súbitamente de luz y ruido. Se acercaba una docena de Hombres de las Llanuras, todos ellos que-tana a juzgar por sus marcas, portando antorchas, arcos y lanzas. En medio iba su jefe, un hombre alto y moreno, cuyo ojo derecho estaba cubierto por un parche en forma de diamante.
Tenía más edad que todos los demás que-tana que yo había visto. Probablemente era tan viejo como Shardos, y su aspecto difería del de sus compañeros. Su ojo sano parecía más pequeño y claro y, aunque para un Hombre de las Llanuras resultaba de tez pálida, entre aquella gente subterránea destacaba por su tono rojizo. Además tenía una abundante cabellera negra, adornada con cuentas y recogida al estilo de Caminador Incansable. Realmente parecía un Hombre de las Llanuras de piel muy pálida... Podría haber sido un sacerdote que-nara que convaleciera de una horrible enfermedad.
Lucía una corona de plata, en la que centelleaba la luz profundamente violeta de los ópalos.
Los fantasmagóricos tenebrales cruzaron el camino de los que-tana entre escalofriantes chillidos, antes de hundirse en la oscuridad.
—¡Lo que nos faltaba! —murmuró Ramiro—. A nuestras espaldas, un fenómeno de la naturaleza, y delante un grupo muy superior en número. Creo que nuestra única esperanza consiste en las espadas, cuando estén más cerca.