—¿Qué puede ser eso? —preguntó Bayard en un susurro, como un soldado bien adiestrado haría a cierta distancia del enemigo.
Gileandos salió casi a gatas del pasadizo y, tembloroso, se acurrucó detrás de los caballeros.
—Yo no oigo nada —declaró Andrew, cosa que no sorprendió a nadie, ya que su creciente sordera era motivo de más y más comentarios a medida que se prolongaba su estancia en el Castillo Di Caela.
—¿Se ha abierto una puerta encima de nosotros? —preguntó Brandon, pero todos supieron que eso eran sólo ilusiones.
Sir Robert meneó la cabeza.
—No; el sonido procede de debajo de la lejana torre. No hay allí sótanos ni mazmorras.
—Pasadme el farol, Gileandos —dijo sir Andrew, introduciéndose intrépidamente a través de la grieta—. Todo cuanto podéis ver desde ahí son los dobladillos de vuestras capas. ¡Ánimo, amigos! Tened en cuenta que, en el peor de los casos, lo que oímos no es, sin duda, más que la consecuencia de un movimiento de los elementos.
Gileandos se enderezó, indeciso. Era evidente que las explicaciones científicas no lo consolaban.
Sin más palabras, Andrew, Robert y Bayard desenvainaron sus espadas. Gileandos alzó el farol, y seguidamente comenzó la procesión hacia las negras raíces del Castillo Di Caela.
* * *
El mundo que se extendía debajo del castillo era húmedo y hueco.
Ésta fue, al menos, la impresión que tuvo lady Enid al avanzar detrás de su esposo, que se apoyaba en el robusto hombro derecho de sir Brandon Rus, quien seguía fielmente adelante con la luz en su mano izquierda.
Un mundo hueco y, al mismo tiempo, desconcertante. Un mundo en el que uno podía perderse con facilidad, y para siempre. La red de túneles se ramificaba y doblaba sobre sí misma, tan complicada como un hormiguero o una colmena. Eso era lo que recordaba, sí: una especie de conejera o, mejor aún, un laberinto. No tenía el aspecto de un sistema de galerías producido por filtraciones de agua, ni por corrimientos de tierra. Había en ello una intención más concreta, como si hubiera sido creado por algo muy amenazador... Excepto que allí no había un olor horrible, ni la abrasadora fetidez del miedo, ni una angustiosa sensación de anhelo o de simple sueño, de ansiedad o de hambre. El olor de los túneles era el de algo remoto e irreal.
Si la nada tenía un olor, se dijo Enid, sería exactamente ése.
A ella le constaba que Bayard se arrepentía de haber cedido, y que habría preferido hacer valer su preponderancia de hombre y devolverla escalera arriba, a lugar más claro y seguro. Su suegro lo habría apoyado totalmente. En realidad, ninguno de los caballeros se habría opuesto a tal decisión.
Pero Bayard había elegido adoptar una actitud gentil y demostrar confianza en los recursos de lady Enid, en las simples reglas de justicia y razón, en la Medida y el Juramento, tal como él los había aprendido siempre.
Ahora, ella permanecería junto a él mientras durara la aventura y por mucho que fuese el peligro. Y eso era lo que le preocupaba.
La luz se inclinó en la mano de Brandon, y los caballeros recobraron rápidamente su frágil y compartido equilibrio. Los seguían Enid, Raphael y Marigold, envueltos todos en sus capas para protegerse del frío y estancado aire y de la penetrante humedad.
Detrás iban los tres restantes, avanzando a trompicones entre raíces, escombros e inquietantes sombras. Las superficiales respiraciones, los gruñidos y algún que otro reniego eran como chispas que saltaran de la oscuridad.
De súbito, el grupo llegó a un punto donde el túnel se bifurcaba. Sin vacilar tomaron el ramal izquierdo, que descendía poco más allá de dos pequeños remolinos de agua formados donde ellos acababan de estar. Los viejos compañeros tuvieron trabajo para mantener el paso. Ahora, el túnel daba una vuelta en redondo y volvía a bajar en apretada espiral. Y, cosa sorprendente, las paredes de tierra dieron paso a otras de piedra labrada cuando Bayard y Brandon se introdujeron con sus acompañantes en una zona todavía más profunda.
Sir Robert juró desconocer por completo aquella obra.
—Es anterior a mi época —declaró—. Si no me equivoco, data incluso de antes de la construcción del castillo.
Bayard alargó el brazo, cogió el farol de Brandon y lo levantó hasta que su luz iluminó los deteriorados bloques.
Extrañas letras habían sido garrapateadas a través de su superficie.
—Los misteriosos trazos de la magia —susurró Gileandos, reverente, y sir Andrew puso los ojos en blanco.
—¡Vos decís eso cada vez que encontráis algo que no sabéis leer, Gileandos!
Bayard estudió más de cerca aquella escritura.
—Por la forma de las letras, apostaría algo a que procede de los Hombres de las Llanuras. Es lo único que se me ocurre.
El grupo se detuvo por espacio de unos momentos delante de la pared en cuestión. Uno detrás de otro, todos los caballeros contemplaron la obra con ojos entrecerrados, murmuraron algo y, al cabo, confesaron no entender lo que decía. Gileandos se agachó detrás de sus compañeros, bien alejada su mente de cualquier magia y sólo preocupada por los animales y geiseres y desprendimientos de roca que pudiese haber. La luz a su cargo vaciló y se redujo por culpa de sus constantes manoseos del mecanismo, con los que había encogido la mecha.
—¡Fijaos! —exclamó Gileandos, sosteniendo en alto la chispeante linterna—. ¡Aquí abajo nos enfrentamos a una escasez de aire!
Los caballeros intercambiaron miradas de curiosidad.
—Ha llegado la hora de tomar una dura decisión —balbució Gileandos, señalando frenéticamente el débil resplandor del farol como fatal evidencia—. Uno de nosotros tendrá que... dar la vida para que los demás puedan respirar...
Y recorrió con la vista los pasmados rostros que lo rodeaban, en espera de que se presentara un voluntario.
—¿Acaso tenéis vos problemas de respiración, Gileandos? —le preguntó sir Andrew con frialdad.
—¡Hemos de darnos prisa, sir! Nos queda poco tiempo, si mis cálculos...
—¡Al diantre con vuestros cálculos! Os he formulado una simple pregunta. ¿Os cuesta respirar?
Gileandos tosió, tartamudeó algo y, por último, sacudió la cabeza.
—En tal caso, propongo que prescindamos de degollinas. Y lo que vos podéis hacer entre tanto es tratar de extender la mecha de ese artefacto que nunca debimos poner en vuestras manos.
Avergonzado, Gileandos se escurrió hacia un rincón, dejando a sus compañeros en una media luz anaranjada, enmarcada por la lobreguez y las sombras.
—Y ahora, Bayard —dijo sir Andrew—, antes de que Gileandos nos sacrifique a todos al gran dios del pánico, deberíamos tener una idea de adonde pensáis conducirnos.
—Para ser sincero, sir Andrew —contestó Bayard, apoyado en la rezumante pared del túnel y con una cautivadora sonrisa—, la verdad es que no me había detenido a pensarlo.
Todos, incluso Brandon, se miraron con asombro.
Ahora le tocó sonreír a Enid. Cualquiera habría dicho que aprobaba semejante intento a ciegas.
—¿Significa esto —inquirió finalmente sir Andrew— que nos vemos metidos en las entrañas del planeta por un mero antojo?
—En busca de una aventura, diría yo. No es por casualidad que la tierra se abre bajo nuestros pies, Andrew.
—¡Es una maldición! —intervino sir Robert.
—Se trata de problemas tectónicos —señaló Gileandos.
—¡Qué raro! —observó sir Andrew—. A mí me parece un accidente. O algo dispuesto por los dioses, y que a veces puede causar la impresión de un accidente. ¿Qué opináis vos, sir Brandon?
—Pues... que la oscuridad se ha hecho para los filósofos —respondió Brandon con cierta sequedad, fija la vista en la descendente espiral que tenían delante—. Estoy de acuerdo con Bayard porque ya estamos aquí abajo.
Brandon Rus había dado nuevamente en el clavo. Sus compañeros hicieron gestos afirmativos, emitieron soplidos y gruñidos y se echaron a la espalda sus armas y bultos. Allí donde el túnel en forma de escalera de caracol desaparecía entre la negrura, tendrían tiempo suficiente de reflexionar.
El corredor torcía hacia la izquierda, y la piedra sobresalía amenazadora por encima de los caballeros, impidiendo que se vieran unos a otros.
«Ahora nos encontramos debajo de la torre sudeste», pensó sir Roben, que nunca la llamaba Torre de los Gatos.
El añoso caballero recordó a Mariel, su tía loca, y también las disimuladas risas que su historia provocaba en los visitantes..., las risas que hasta la familia compartía ahora. El tiempo transcurrido había convertido a la vieja Mariel en una débil y borrosa figura conservada en los límites de la memoria, alguien de quien sólo se acordaba uno debido a su historia.
Robert, sin embargo, no había olvidado la puerta que daba a su cuarto de lo alto de la torre. La puerta roja de Mariel, con una flor de lis de plata en su centro... Y recordaba cómo habían esperado fuera unos momentos, hasta que su hermano Roderick abrió la puerta de un puntapié.
Aquello parecía un enjambre de moscas.
Los gatos saltaban enloquecidos por encima del cuerpo de su tía, cubierto de polvo, telarañas y algo húmedo y pestífero que no hubiese podido mencionar. Los animales lo devoraban histéricos, azotando al mismo tiempo el aire con sus rabos como si un viento hostil los moviera.
Años después, al ver cómo los escorpiones atacaban a Benedict Di Caela en el paso de Chaktamir, Robert se había acordado de su tía entre horribles náuseas, sin decírselo a nadie.
La espantosa imagen surgió de nuevo, haciendo desaparecer la oscuridad y la insegura luz de la antorcha que tenía delante, la curva de la roca y la inclinación del fangoso suelo del túnel. Por espacio de unos instantes, Robert Di Caela creyó estar subiendo unos escalones. Pero al sacudir la cabeza volvió a ver roca, oscuridad y la vacilante luz de la antorcha. Y el túnel descendente, por el que Bayard y Brandon bajaban agarrados, pasando de la sombra a la luz y otra vez a la sombra. Los seguía su hija Enid, a cuyo lado avanzaba el joven paje Raphael.
«Me hago viejo», se dijo sir Robert, y reanudó la marcha.
La galería describía otra curva, y el hombre perdió de vista a los caballeros cuando los tapó otra pared de piedra. Poco después, Robert doblaba por el recodo con cautela, con aquella sensación desalentadora que se apodera de uno cuando camina de noche por una casa que no conoce...
El corredor, desierto, terminaba a menos de un metro y medio de distancia, en una puerta roja con una flor de lis de plata en su centro.
* * *
Brandon no había visto puerta alguna al seguir pasillo abajo con Bayard. Oyó que sir Robert se paraba unos metros más atrás, pero no le dio importancia, dado que los hombres de edad se retrasaban con cierta frecuencia, desde que habían penetrado en la oscuridad. En cambio, sir Brandon Rus dedicó sus pensamientos al mar.
Porque aquel túnel le recordaba la concha en hélice de un caracol marino. El joven interrumpió unos segundos el descenso y aguzó los sentidos, como si esperara percibir el ruido del oleaje en la parte anterior del túnel.
De niño había visto una vez el mar. Su madre tenía instaladas junto al agua sus tiendas de un reluciente color azul. Era una historia que Brandon nunca había contado.
Desde Caela hasta las colinas Verkhus, todos los solámnicos y terratenientes habían oído hablar de su don para el tiro con arco. Se decía que sólo había fallado una vez y que, al errar el disparo, había dado en el blanco contra el que habría tenido que apuntar desde un principio. Pero nadie conocía la verdadera historia.
El mar estaba terriblemente extraño, devorador. Lo llamaban el Mar Sangriento de Istar, si bien sus tutores le habían explicado que las aguas únicamente eran rojas en medio del océano. En cualquier caso, las olas presentaban ahora un color raro: un azul ribeteado de un profundo tono violeta, lo que confería una misteriosa viveza a la marea.
A pesar de ello, su hermana Almia decidió salir a nadar. Él vio cómo, a lo lejos, sus claros cabellos surgían y se hundían entre el morado oleaje.
Brandon meneó la cabeza. ¿Había algo en el túnel, algún gas o alguna densidad en el aire, que le impidiera estar despierto y alerta? Bayard tosió, apoyado en su hombro. ¿A qué venían ahora esos recuerdos del mar?
Sin embargo...
Sí, cuando el sol estaba a punto de hundirse en el horizonte, su resplandor se posó en los cabellos de la hermana, salpicándolos de oro, plata, rojo y violeta. Almia se hallaba a una distancia peligrosa, cerca ya de la Ruta de los Delfines, donde los barcos aprovechaban la poderosa corriente hacia el norte para dejarse arrastrar como trineos costa este arriba.
Brandon permanecía, sentado en la orilla, medio adormecido por el sol, el regular y sordo rumor de la marea y el desagradable y a la vez maravilloso olor de las algas. Cerca de él pescaba un pelícano. La gran ave volaba torpemente por encima de la purpúrea cresta de las olas y, una vez descubierta la presa, daba una rápida vuelta, se detenía en d aire durante una fracción de segundo y, luego, se dejaba caer de cabeza en el agua, como si la hubiese atravesado una de las flechas de Brandon.
El muchacho alzó la cabeza y vio que su hermana se deslizaba a través de la superficie del mar. Primero creyó que había sido atrapada por la Ruta de los Delfines y que se la llevaba la fuerte corriente, con su larga cabellera dorada flotando detrás de ella.
Pero entonces hubo gritos en la playa. Los servidores de la madre se desprendían rápidamente de sus armaduras. Uno de ellos, el corpulento Venator, estaba ya con el agua hasta las rodillas y avanzaba hacia adentro como si algo lo subiera a la superficie y le permitiese caminar sobre las olas para salvar a Almia.
Brandon manejó con torpeza su arco. Por alguna razón, fuese su juventud o el temor o un capricho de los dioses, la flecha resultó demasiado grande para el arco, primero, y luego demasiado pequeña para sus desmañados dedos.
Fue entonces cuando Almia se hundió. Allí donde había estado, la enorme espalda colorada de una infernal criatura se retorció furiosa sobre las aguas por espacio de unos instantes. Finalmente, Brandon disparó el arma y, horrorizado, vio cómo la saeta se deslizaba inofensiva sobre la violácea superficie.
Para clavarse de pronto en el pecho de su hermana.
Entonces, aquel ser se sumergió, aunque no sin antes levantar en el aire sus aletas del tamaño de un hombre, y el mar volvió a quedar liso.
Brandon recordaba haber echado a correr, angustiado, delirante y lleno de odio hacia sí mismo, aturdido ante su propia estupidez y el tremendo resultado. Cuando más tarde fue encontrado, todos intentaron consolarlo: su madre, los caballeros, el viejo y fiel Venator...
Decían que había sido demasiado tarde, que no habría podido hacer nada para salvar a la niña. El horrible endriago había destrozado a su hermana y había arrastrado su cuerdo al fondo.
Insistían en que él, Brandon, había hecho lo mismo que cualquier otro arquero o hermano. Al menos, el monstruo ya no podría matar a nadie más. Pero, hasta el presente, Brandon Rus aún no los creía.