Bayard se apresuró a hacerse cargo de ese deber.
Las habitaciones de la enfermería sufrieron una sorprendente transformación. Hubo que abrir varias puertas e, incluso, desgoznar otras. Bayard mandó apilar y ordenar mesas y preparar armarios de la ropa. Resultado de todas esas disposiciones fue un amplio corredor circular que pasaba por cuatro de las piezas destinadas a los enfermos, y que empezaba y terminaba delante mismo de la cama de Bayard, que de nuevo fue trasladada a su sitio de origen, no sin terribles jadeos y sudores por parte de los cirujanos.
Un amplio corredor circular. Improvisado, desde luego, pero suficiente como pasillo si habían de circular el dinero y el licor de los enanos.
¡Y ya lo creo que circularon en la segunda noche de estancia de los invitados, cuando comenzaron las carreras! Bayard compró uno de los barriles de Águila de Thorbardin a un precio que sir Robert consideró de «bandidaje», al menos hasta su tercera copa, cuando el «bandido» se transformó en un sabueso de rostro serio que se sentó en la última curva del corredor, permitiendo que lo adelantaran un
beagle
y un doguillo, lo que provocó la pérdida de la respetable cantidad de dinero que sir Robert había apostado respecto de su rapidez y resistencia.
Sir Robert pidió el arco a Brandon, dispuesto a disparar sobre el animal en un arrebato de rabia. Brandon y Bayard intercambiaron miradas. Ahora eran los dos únicos que se mantenían serenos, y su sobriedad les hacía comprender que sería un verdadero juego de azar el determinar dónde se alojaría la flecha de Robert Di Caela, y que las apuestas prometían alcanzar una tremenda importancia.
Robert iba a ser acompañado hasta su lecho por sir Brandon, pero éste desistió de su propósito a los pocos pasos y se echó el viejo a los hombros cuando ambos alcanzaron la escalera que conducía al cuarto piso y a los aposentos de sir Robert.
Esto dejó abajo a Bayard, solo en su sobriedad, mas no sin compañía. Allí estaba sir Andrew, y también Gileandos. Elazar roncaba debajo de la mesa de tres patas que completaba la primera vuelta del corredor, mientras Fernando, vestido con la armadura de adorno que había llevado el viejo Simón Di Caela antes de decidir que era una iguana, intentaba en vano controlar a los demás, ya fueran enanos, guardias, pajes o perros.
Enid entró en la pieza cuando empezaba la segunda carrera, y se encontró con aquella lamentable escena. Fernando se volvió hacia ella y, con voz tronante, le dijo que regresara a donde le correspondía estar.
Todo el mundo cayó en el más absoluto silencio, y los ojos de quienes allí estaban, ebrios o serenos, se clavaron en Fernando. Enid se enfrentó al imprudente con expresión gélida y altanera, porque el hombre acababa de cruzar un límite que nadie —caballero, enano, sirviente o perro— podía atravesar sin un peligro extremo. Porque Enid Pathwarden sólo era una Pathwarden por su matrimonio y por el amor a su esposo. Pero, por su sangre y debido a los mil años de herencia, era totalmente una Di Caela.
En realidad, era
la Di Caela
.
Y las carreras de perros fueron dadas por finalizadas. Nadie sabe con exactitud cómo Fernando logró cabalgar cuarenta y tantos kilómetros aquella misma noche, en dirección sur, hacia sus posesiones cercanas a las montañas Garnet. Y lo que es más: iba envuelto en metros y metros de tela y tenía terribles magulladuras en la cabeza y los hombros. Esas magulladuras encajaban exactamente con la talla de la pata faltante de la mesa, en la primera curva del corredor.
También sir Elazar, aunque continuaba en el castillo, resultó maltrecho. Sin duda había recibido fuertes golpes con algún mueble, a juzgar por cómo lo halló Raphael a la mañana siguiente.
Los enanos partieron al mediodía. Elazar preparaba su equipaje, y los perros fueron devueltos a su recinto. La noche de su celebridad pertenecía ya a la historia de Di Caela. Y así, privado de cualquier deporte y diversión, el señor del castillo tuvo que seguir entablillado y recluido en la enfermería.
Esto fue suficiente para que, por fin, Bayard Brightblade se dedicara a los documentos familiares de los Di Caela.
Llevaba dos años prometiéndole a su esposa que, «cuando tuviese tiempo y tranquilidad», ordenaría los volúmenes de la biblioteca: libros mayores y de historia, diarios y apuntes, listas y registros en que los Di Caela guardaban, desde los antiguos tiempos, toda clase de papeles. Enid confiaba en que una esforzada busca entre aquellas páginas permitiera dar con el paradero de la tapa del pozo artesiano y, con ello, apartar el peligro de inundación. Pero asimismo la alegraba el recuperado interés del marido por los asuntos cotidianos de la propiedad y el equilibrio del debe y el haber.
Al cabo de una hora, el pobre hombre estaba agobiado. Los números lo asaeteaban por todos lados, como flechas hostiles, y Bayard decidió pronto que la única verdadera ventaja de la caballería andante era la de verse libre de la obligación de hacer presupuestos y cálculos aritméticos.
—Las matemáticas son para los gnomos —gruñó, dejando a un lado los libros de contabilidad para dedicarse a los testamentos, que desde luego se leían mejor y habían constituido durante siglos las principales armas en las luchas familiares de los Di Caela.
Fue así como Bayard Brightblade se enteró de las disensiones y peleas mantenidas a lo largo de generaciones, ya que cada Di Caela parecía haber reservado, en su lecho de muerte, una postuma bofetada para uno o más de sus descendientes. La mayoría de los hijos mayores clérigos heredaba la prostituta favorita del padre, mientras que las sobrinas fastidiosas recibían el retrete del tío.
Algunos legados no eran tan divertidos: Evania di Caela, por ejemplo, se encontró con que su propia madre le dejaba sólo una lonja de carne de vaca, que según la vieja «debía servir de advertencia de lo que les sucede a las criaturas pesadas y bovinas». A Laurantio Di Caela le tocó, de la herencia de su tío, una sola daga con las oscuras instrucciones de «hacer lo que debía ser hecho».
Lady Mariel donó, por su parte, cincuenta gatos a la propia Enid, entonces una niña. Bayard recordó cómo había encontrado la muerte aquella demente señora y rió con malicia.
—¿Y cómo diablos propondría alimentarlos a todos? —preguntó, con la más traviesa de las intenciones.
Fue entonces cuando su vista se detuvo en un antiguo trozo de pergamino, que quizá datara de siglos atrás y no era mayor que la palma de su mano. Sin embargo, presentaba una pulida escritura que le resultaba sorprendentemente familiar e inquietante.
«¿Quién...?», pensó, pero enseguida reconoció la letra de Benedict Di Caela.
«¿Otra vez tú, viejo enemigo?», se dijo Bayard, porque aquello había sido escrito por el Escorpión y le llegaba después de cuatro siglos y de las diversas muertes del canalla.
[[No teniendo nada que heredar, poco tengo que legar a mis descendientes. De eso se encargaron mi padre y ese par de buitres que se hacen llamar mis hermanos.]]
—¡También nosotros nos encargamos de ello, bandido! —susurró Bayard con voz sibilante, sorprendido ante el enojo que aún sentía hacia el ilusionista muerto.
Y con un resoplido acercó el pergamino a la luz.
[[En consecuencia, decido legar a las generaciones siguientes el caos y el desastre. Finalmente, el Castillo Di Caela acabará siendo mío, porque volveré a él hasta que caiga en mis manos.]]
—O hasta que la maldición haya perdido su efecto —añadió Bayard en tono triunfante, pero al leer la continuación del documento frunció el entrecejo.
[[Y si quien lee esto ha levantado la maldición, que no se felicite por ello. Si se ha sentido triunfante, que se prepare para ver arrebatado de sus manos el Castillo Di Caela por el resquebrajamiento de la tierra. Eso llegará al fin, como está predicho, y será tan inevitable como las lluvias de otoño o el despertar de la primavera. Porque yo me ocupé de eso. Debajo de vuestros pies y de vuestros pensamientos, de vuestras historias e incluso de vuestra imaginación, puse en marcha un ingenio. Desde el alba de los tiempos, desde las montañas Vingaard hasta las Llanuras de Solamnia y también hasta los cimientos de esta mortífera casa, hubo unas fuerzas que esperaban mi guía, y pronto sabréis de ellas. Aunque hayáis logrado descubrir mis artefactos, nunca podréis alcanzar el objetivo ni dar en el blanco. Y por muy muerto que yo esté cuando alguien lea esto, que sepa que, en algún tenebroso y abandonado rincón de los cielos, mi risa se burlará de él y de quienes lo sigan en la inocente y absurda confianza de que mis poderes están agotados.]]
Bayard no durmió aquella noche. Los ramalazos de dolor de su pierna se unían a los preocupantes pensamientos, más embrollados que los dichosos números cuando intentó descifrar el extraño testamento, sondear el misterio de ese «ingenio» y acallar la horripilante risa. Su ansiedad abarcó también al joven que ahora se hallaría en las montañas con su estrafalario grupo de seguidores.
Eso sucedía una semana antes de que Bradley, uno de los ingenieros del castillo, descubriese una grieta en los calabozos al inspeccionar los cimientos y sótanos del castillo en busca de algún desperfecto causado por el terremoto.
No se trataba de una grieta grande, como informó al alarmado Bayard y al medio adormilado sir Robert, pero sí de algo bastante peligroso. Porque el gran pozo situado debajo del castillo, sujeto a una gran presión a consecuencia de la interminable estación de lluvias, estaría lleno a rebosar y, sin duda, borbotearía en las profundidades de la roca, donde un simple movimiento del suelo podría desatar una inundación de la base de las torres y hacer que se desplomaran sobre su propia cisterna.
Para Bayard era simplemente una cuestión de fontanería, y se calmó a sí mismo diciéndose que se ocuparía más tarde de ello... Hasta que el joven ingeniero añadió que, al otro lado de la abertura, había una red de túneles. Eso sí que inquietó a Bayard más que el estado general del castillo, ya que ¿quién sabía que bichos o cosas peores podían emerger de los abismales silencios de la tierra? Además, Bayard recordó en el acto el escalofriante testamento del Escorpión, y se preguntó si aquello sería realmente el comienzo de la última y fantasmal amenaza.
Parecía inverosímil, demasiada coincidencia. Por fin se había producido algo capaz de arrancar a Bayard Brightblade del deprimente aburrimiento en que estaba sumido.
—Necesito ver esa fisura —exigió, incorporándose en el lecho pese al dolor.
Los cirujanos, que por respeto a la intimidad del amo se habían retirado a un rincón de la pieza, corrieron hacia él con sus piedras textrales en la mano.
—¡Basta ya de esa dichosa curandería! —voceó Bayard, indicándoles con un gesto que se alejaran—. Si no puedo tener con qué entretenerme, ¡al menos quiero orden!
Y, si bien ponía cara de tremenda severidad, sir Bayard Brightblade sonrió para sus adentros ante la perspectiva de una aventura. Probó ponerse de pie. Su pierna resultaba increíblemente pesada y débil, y la azotaba un dolor intenso, pero llevadero.
Ahora estaba sentado en el borde de la cama. Uno de los médicos se le aproximó de nuevo, agitando las manos, pero Bayard volvió a mandarle que se apartara.
En cambio permitió que se acercasen los ingenieros para ayudarlo a levantarse.
Los cirujanos se retiraron. Uno de ellos hizo un furtivo movimiento hacia la puerta de la enfermería, desde donde pensaba echar a correr, cuando Bayard no mirara, en busca de lady Enid, la única persona del castillo capaz de calmar al amo.
—¡No deis ni un paso más! —le soltó Bayard—. U os obligaré a tomar todos los purgantes que lleváis en esas bolsas...
Los tres cirujanos permanecieron donde estaban, temblorosas sus blancas túnicas hasta que quedaron inmóviles. Parecían lúgubres y barbudas astas de bandera.
—¡Traedme a Brandon Rus! —ordenó Bayard a los desconcertados ingenieros—. ¡Es hora de que limpiemos de telarañas este castillo, y me harán falta robustos compañeros que me ayuden en mi tarea!
«También necesitaré a los demás —se dijo con ironía—. A Andrew y al pequeño Raphael, quizás, y... ¡que los dioses nos asistan!, tal vez incluso a sir Robert. Aunque, si ése es el caso, me veré forzado a vigilar que no se extravíen ni diseminen ni amontonen. Igualmente deberé vigilar a quienes quiero junto a mí, aunque sólo sea por no soportar el trastorno, los quejidos y las amenazas de duelos, si diera preferencia a uno u otro...»
* * *
El descenso a las mazmorras del Castillo Di Caela ya era duro para un hombre sano. Los peldaños, estrechos y altos, casi escarpados, procedían de una época en que, o bien los hombres daban grandes zancadas, o se imaginaban más altos y fornidos de lo que en realidad eran. Los escalones estaban húmedos y cubiertos de musgo, con lo que resultaban tan resbaladizos como el suelo del exterior, después de doce días de lluvia.
Hasta los ingenieros, jóvenes y ágiles, tenían dificultades para bajar aquellas escaleras. No hay ni que decir que quienes los seguían pasaban sus buenos apuros.
Brandon Rus, que se agarraba a las paredes, era más joven que la mayoría de los caballeros y, sin duda, también más ágil. Por eso había insistido en bajar el primero con objeto de «parar el golpe» a quien, detrás de él, tuviera la mala suerte de resbalar.
Pero la verdad era que el propio Brandon se las veía negras. Tropezó en dos ocasiones y, entonces, los ingenieros —que ya lo habían adelantado— se apartaron con un estremecimiento, temiendo la masa de metal, cuero y caballero que les caería encima si sir Brandon perdía el equilibrio por completo.
Detrás del joven Brandon Rus iba el más original grupo de solámnicos que Bayard había tenido que hacer formar jamás. Al menos, eso le pareció cuando, apoyado su brazo en los hombros de Andrew Pathwarden, ambos bajaban como podían, comprimidos tanto por la incapacidad física de Bayard como por las angostas paredes de la escalera.
Sir Andrew descendía entre toses, maldiciendo la oscuridad y la humedad del ambiente. Lo mismo hacía sir Robert Di Caela, que se había invitado a sí mismo pese a la opinión contraria de Bayard. Éste le susurró a sir Andrew que agradecería toda la atención posible a sir Robert, para que no metiera el pie en alguna grieta o, con lo animado que estaba, no causara algún hundimiento. Sir Andrew afirmó que el viejo se hallaba «en buenas manos».