—Yo me haré cargo de él, muchacho, ¡por muchos que sean los que nos rodean! —me susurró Ramiro al oído.
Pero yo me sentí invadido por el desconsuelo a medida que lo dicho por nuestro secuestrador penetraba todavía más en mi mente.
—No me parece propia de un rey filósofo vuestra manera de expresaros, maese namer —intervino entonces otra sincera voz amiga, a mi espalda.
Me volví para encontrarme con Shardos que, con las manos atadas, entraba en la oscilante claridad de la biblioteca escoltado por dos Hombres de las Llanuras.
—¿Qué pretendéis saber vos de filosofía, hombrecillo? —gruñó Firebrand, apretando aún más el bastón.
—No demasiado, en efecto —replicó Shardos, a la vez que se apartaba de sus guardianes y atravesaba con cautela la estancia. Llegado al atril contra el que Brithelm había chocado en su torpeza, lo rodeó con admirable habilidad—. No demasiado... Pero sí lo suficiente para afirmar que la filosofía debe impedir que un hombre se crispe por unas visiones...
—¿De veras? —respondió Firebrand con creciente enojo en la voz.
De repente, su ira se esfumó. Dejó caer los hombros y la expresión de su único ojo se dulcificó. La mirada que el namer dirigió al viejo juglar fue de sorpresa y fascinación.
—¡Atended al caballero! —ordenó secamente a sus soldados—. ¿No veis que es ciego?
Shardos alejó de sí con cierta rudeza las pálidas manos que pretendían ayudarlo y, cuando palpó la amarillenta superficie de una mesa de madera, tomó asiento en ella. Sus vacíos ojos recorrieron la pieza.
Yo tosí con fuerza, expresamente. La mirada del anciano se fijó enseguida en mí.
—Sir Galen —dijo Shardos sin alterarse, con una extraña sonrisa en los labios—. Parece ser que volvemos a estar todos juntos.
—Menos...
Ramiro empezó la frase distraído, pero cortó a tiempo.
Su carnoso rostro se sonrojó turbado. ¡Por poco no había revelado a los que-tana la huida de Dannelle!
El juglar, por su parte, aprovechó con gracia la única palabra pronunciada por Ramiro.
—¡Desde luego! —se apresuró a exclamar—. Estamos todos menos mi perro, al que echaré mucho en falta.
—¿Quién es este hombre, Galen? —inquirió Firebrand, al mismo tiempo que avanzaba en dirección al ciego.
—Me llamo Shardos —explicó el anciano—. Soy viajero, bardo, narrador de historias y tradiciones... Un juglar que actuó en las cortes de siete reyes.
—Ya... —contestó Firebrand, con una nota de sospecha en la voz—. Conque un juglar, ¿eh?
El namer de los que-tana pareció recobrar la compostura. Se hallaba a un tiro de cuchillo de la mesa y de Shardos, pero era como si entre ambos hubiera una pared de luz, transparente pero impenetrable. Firebrand dio una vuelta alrededor de Shardos, contemplándolo desde todos lados, y yo tuve la sensación de que nuestro secuestrador tenía miedo.
Miedo, sin duda, porque el hombre no había aparecido en ninguna de sus jactanciosas visiones.
—¿Un juglar? Pero...
—Todo el mundo pregunta lo mismo —lo interrumpió Shardos—. Para eso no tengo más respuesta que mis malabarismos.
Los guardias de los Hombres de las Llanuras avanzaron hacia el ciego, pero Firebrand los hizo detenerse con un gesto de la mano.
—¿Juglar y narrador de tradiciones?
—El equilibrio y la destreza de manos son hoy más comunes que antes, señor —contestó Shardos, de buen humor—. En la actualidad, un hombre tiene que ampliar sus actividades, cantando y narrando historias mientras hace malabarismos con botellas o con lo que sea. Una mera habilidad manual proporciona pocos ingresos. En cambio puede uno comer si introduce canciones y relatos en sus juegos con frutas o cuencos de loza, por ejemplo.
—¿Debemos conducirlo a alguna parte, namer? —quiso saber uno de los guardianes.
—¿Canciones y relatos? —insistió Firebrand, haciendo caso omiso de su subordinado, y con aire ausente se acercó al atril entorpecedor, ahora de espaldas al juglar.
Casi tan abstraído como el namer, Shardos se puso a cantar:
·
En el país de los ciegos,
donde el tuerto es rey
y las piedras son ojos de dioses,
hay caminos para el recuerdo...
·
—¡Basta! —gritó Firebrand, a la vez que agarraba los lados del atril.
El redondel de plata que llevaba en la cabeza despidió oscuros centelleos, y de debajo de sus dedos surgió un humo que chamuscó la madera.
Ramiro y yo nos miramos de soslayo, y mi corpulento compañero emitió un leve silbido.
—Esto no me gusta —me susurró cuando Firebrand se volvió bruscamente hacia Shardos con gran ruido de abalorios, huesos y crujidos de cuero.
—¿Sólo se te ocurre ese trozo de una vieja canción, juglar? —preguntó el namer, abandonado por completo cualquier indicio de cortesía que hubiera en su voz—. Pero decís que vuestro principal talento son... los juegos de manos, ¿no?
Shardos no contestó, fija la vista en algo que había más allá de su adversario.
Con una violenta arremetida, Firebrand se situó delante mismo del viejo, recogiendo en el camino objetos caídos del atril: un tintero, un libro, un pedazo de pergamino y, por último, un pequeño, afilado y brillante cortaplumas. Extendió las manos hacia el juglar y sonrió con mala intención.
—Jugad con esto! —dijo, sibilante—. Demostrad lo que sabéis hacer, o... ¡las cosas se pondrán insoportables para vuestros amigos!
Aunque yo desconocía por completo las artes del juglar, comprendí en el acto que lo que le aguardaba a Shardos era tremendamente difícil. Cuatro objetos, cada uno de diferente forma y peso, traerían consigo una representación deficiente, y la inclusión de un trozo de pergamino, que volaría al menor soplo de aire, era de una tremenda crueldad frente a cualquier malabarista, pero aún resultaba mucho más infame tratándose de un ciego.
Shardos tomó los objetos con una sonrisa y, subido a la mesa de la biblioteca, los alzó mientras inspeccionaba el cuarto con aquella penetrante mirada vacía. De manera casi instintiva, los que-tana, Firebrand inclusive, empezaron a apiñarse a su alrededor, hasta que sólo tres o cuatro de nuestros raptores quedaron junto a nosotros.
Ramiro y yo volvimos a intercambiar miradas, calculando nuestras posibilidades.
Tres de nuestros guardias eran suficientemente formidables, pintados como iban y vestidos de cuero, con sus afiladas lanzas a punto. Pero el cuarto, que al menos le llevaba una cabeza a Ramiro, parecía robusto como un vallenwood, si bien yo dudé de que fuese más inteligente que el árbol. En cualquier caso, su actitud no permitía hacerse grandes ilusiones. Hasta el propio Ramiro, generalmente tan intrépido, echó una ojeada al amenazador gigantón y meneó la cabeza.
Tendríamos que esperar a mejor ocasión. ¿Y qué había dicho Caminador Incansable, a kilómetros y días de distancia, junto a un fuego al pie de las montañas?
«A veces, la acción estriba en la espera.»
—¡Será una hazaña justamente celebrada! —anunció Shardos, y mostró a todos los allí reunidos los extraños y dispares objetos—. Estas cosas, tan distintas como puedan serlo un poeta y un soldado, sin más parecido que el existente entre un minero que busca ojos de dioses y un elfo de los bosques, encontrarán su camino y su sitio exacto en la gran rueda, donde la órbita del libro se cruzará con la del tintero.
Mientras Shardos distraía la atención de su público, Firebrand se escabulló del extremo del grupo para dirigirse a un punto lejano de la mal iluminada cámara, donde se perdió entre las sombras y los inclinados estantes.
Por todos mis medios traté de ver adónde había ido. Con sus ópalos a cuestas, sin duda buscaba un rincón privado, todo lo apartado posible de los ojos de su gente y de los prisioneros, donde practicar las hechicerías que Caminador Incansable tanto temía. Ahora que las piedras estaban en su poder, ninguno de nosotros le era de utilidad.
Mis pensamientos se ensombrecieron con rapidez, y creo que me habría sumido en un doloroso estupor de no adquirir súbito interés la actuación de Shardos.
—En mis viajes —dijo éste—, descubrí que era cautivante cantar para mis anfitriones mientras hacía malabarismos.
Y carraspeó de forma dramática.
—Muy cautivante, desde luego —murmuró Ramiro en tono irónico.
—¡Pues sí, Ramiro! —replicó mi hermano, que carecía por completo del sentido de la ironía—. Un trovador me gusta tanto como una lucha con espadas.
—¡Pssst! ¡Callad los dos! —protesté, y Shardos continuó.
—Por desgracia, pasé momentos difíciles en mis viajes, y últimamente topé con... compañías muy rudas. Lamento que las únicas canciones que ahora recuerdo sean un poco picantes para los oídos de vuestras mujeres y de los niños...
—¡Eso es absurdo! —comentó Ramiro—. ¡El viejo bastardo se acuerda de todo!
—¡Pssst! —repetí.
—En consecuencia —prosiguió Shardos—, cantaré el estribillo verde en su lengua original, con el fin de no herir a las personas susceptibles.
Ramiro me miró y frunció el entrecejo. Yo le devolví la señal. Las «zorrerías» de que Firebrand me había acusado daban vueltas en mi cabeza como una complicada maquinaria fabricada por gnomos. Algo se tramaba, y no tardaríamos en descubrirlo.
En aquel momento Shardos comenzaba lo que sin duda sería un torpe desempeño.
Pero hasta hoy no entiendo cómo el juglar pudo lanzar al aire el trozo de pergamino, el tintero, el libro y el cortaplumas y dominarlo todo. Quizá se tratara más de prestidigitación que de artes juglarescas, pero la cosa es que mi atención fue más para las palabras de la canción del viejo que para los objetos que a la vez manejaba. Shardos cantó en lengua común:
Tu verdadero amor es una goleta
que ancla en nuestro muelle.
Izamos sus velas, guarnecemos sus cubiertas
y limpiamos sus portillas.
A continuación, y aunque con el mismo aire marcial, el juglar pasó al solámnico antiguo, una lengua sólo familiar para tres de quienes lo escuchaban: Ramiro, Brithelm y yo.
Ellos no entienden esta parte
y me rodean con cara de bobos.
Creen que digo cosas sucias,
cuando lo que quiero es ayudaros.
Una docena de pares de ojos se volvieron hacia nosotros. Debo confesar que yo mismo estaba boquiabierto, admirado del valor de aquel hombre.
Entonces, mi hermano —al que yo imaginaba tan inocentón— se puso a reír. Me miró, repitió las últimas palabras de Shardos en solámnico antiguo y las acompañó de un gesto tan obsceno que habría hecho sonrojar a la propia Mangold.
Los Hombres de las Llanuras no habían estado siempre bajo tierra, por lo que entendieron lo que quería decir mi hermano y rieron también. Yo mismo me uní a sus risas, no tanto por el gesto de Brithelm, sino por la sorpresa que me había causado vérselo hacer.
Shardos seguía entre tanto con su chispeante canto en lengua común.
Y, sí, nuestro faro luce para ella;
y, sí, nuestras orillas están calientes.
La llevamos a puerto,
a cualquier puerto en plena tormenta.
Los marineros están en cubierta,
los marineros forman fila,
tan sedientos como un enano lo es del oro,
o los centauros lo están del vino barato.
Y de pronto, con un movimiento tan ágil y sorprendente como el de un bailarín, el viejo juglar giró en redondo sobre la mesa. La pieza de pergamino se alisó misteriosamente en el aire, como si permaneciera extendida encima del atril. A su alrededor, el libro y el tintero y el cortaplumas se pusieron a dar vueltas por su cuenta, como si los accionara un original ingenio, y Shardos entonó nuevas estrofas en solámnico antiguo.
Seguid por donde lo visteis marchar,
por el viejo corredor.
Dicen las leyendas que sus aliados
son aquellos a quienes antes combatisteis.
No puedo hacer nada.
Debéis esperar lo peor.
Pero hay una leyenda
que me guardo para el final.
Shardos esbozó una sonrisa forzada, consciente de que sus versos eran malos. Pero lo que nos interesaba era el sentido, y no la estética. Los tres nos echamos a reír, y los que-tana también sonrieron entre gestos afirmativos, convencidos de que el texto solámnico antiguo encerraba su buena picardía.
El juglar se guardó el papel en el bolsillo con un floreo, y seguidamente el tintero mientras cantaba en lengua común:
Dado que todos los marineros la aman,
acuden en tropel a donde está anclada,
cada uno de ellos esperando ser acogido.
¡Toda la tripulación a bordo!
Los Hombres de las Llanuras adultos lanzaron risitas ante lo que aquellos cantares sugerían, como igualmente hicieron tres de nuestros guardianes. El cuarto, aquella enormidad situada al lado de Ramiro, contemplaba asombrado el libro y el cortaplumas, que seguían describiendo círculos en el aire.
Shardos puso cara de satisfacción, golpeó la tabla de la mesa con el pie y se metió el libro en el bolsillo al comenzar una última estrofa en solámnico.
No importa lo que veáis u oigáis,
rehuid la decimotercera piedra
y, no importa lo que penséis,
dejad la corona en paz.
Al mismo tiempo que pronunciaba en solámnico la palabra «paz», el juglar asió el cortaplumas. Pero en vez de esconderlo, como había hecho con los demás objetos, se volvió súbitamente hacia nosotros y arrojó el arma al otro extremo de la caverna, haciéndola girar sobre sí misma.
La hoja centelleó a la luz de las antorchas cuando atravesó el aire y fue a incrustarse en el pecho del voluminoso guardián.
De momento, todo el mundo quedó anonadado. El enorme Hombre de las Llanuras se miró el cuerpo con expresión estúpida y, como si sólo entonces se diera cuenta de que estaba herido, se derrumbó de rodillas y, con una muda exclamación, dio de cabeza contra el suelo.
Hubo una breve pausa, como la que se produce con frecuencia cuando brota la primera sangre en una escaramuza entre luchadores inexpertos y los contendientes interrumpen la pelea para comprobar lo ocurrido y, entonces, adquieren conciencia de que la cosa va en serio y sólo acaba de empezar.