Me los calcé con la máxima rapidez, y apenas tuve tiempo de alzar las manos antes de que descendiera sobre ellas el encendido báculo.
Noté que la hoja rozaba cuero y metal, pero me di cuenta, asimismo, de que los viejos guantes ofrecían una resistencia no sólo debida al cuero y al metal, sino también a los años de intemperie, de sol y continuo uso. El bastón enrojeció nuevamente, antes de ponerse amarillo y blanco, y yo sentí el terrible calor, que me hizo caer de rodillas...
El suelo vibró otra vez, con lo que los dos perdimos el equilibrio y la corona del namer salió disparada por encima de su espalda y de mis guantes y su báculo, para ir a parar casi al centro del calvero.
Cuando yo hube recogido mi espada y me acerqué a Firebrand, él ya estaba de pie. Sin el parche del ojo, desprendido con los temblores de tierra y nuestros tumbos, resultaba vulnerable, débil. La vacía cuenca encerraba más negrura que las cavernas y el corazón del ojo de dioses, y por espacio de unos instantes sentí compasión de él.
También la corona yacía entre el blanquinoso polvo, hecha pedazos y mortecina la luz de sus piedras.
Fue entonces cuando, con un grito de rabia, Firebrand quiso volver a atacarme con el bastón. Yo reculé, inseguro, pero mi espada brilló brevemente en el humoso aire...
Y encontró su blando cuello.
Había oído decir que semejante cosa es indigna, que los nerakans, por lo menos, castigan a sus peores delincuentes con una decapitación ritual.
Y padre me había hablado de las épocas en que la propia Orden mandaba decapitar a sus más nefandos ofensores.
No obstante, ahora nos rodeaba una gran quietud. El único ojo de Firebrand estaba cerrado, y su cuerpo se mantuvo de pie durante unos segundos, como si él procurase recordar algo.
Como si no hubiese tenido conciencia del momento de su muerte.
Luego, el cuerpo se desplomó, también en silencio, y yo sentí una mano en mi hombro.
Brithelm se hallaba a mi lado.
—Puede haber desaparecido —dijo en voz baja—. Me refiero al troll. Comprenderás —añadió con triste sonrisa— que no me quedé atrás para comprobarlo.
La tierra se retorció, combándose.
Dicen que los fenómenos dieron comienzo una hora antes, antes de que en las profundidades se produjesen los primeros estruendos y seísmos.
Un comerciante en especias, procedente de Kalaman, que viajaba hacia el interior del país para entregar el resto de su mercancía, y que después visitó el Castillo Di Caela, explicó haber presenciado cómo unos alarmados tenebrales salían a la luz del sol, sólo para caer encogidos a escasos metros de las cuevas con un ruido escalofriante, dejando un horrible olor a pelo chamuscado.
Allí mismo, parado cerca de la boca de una gran caverna, el comerciante había sentido que el suelo se movía.
El terremoto sacudió toda Solamnia, numerosas casas de campo se hundieron entre una lluvia de barro seco y paja, y las cuadras se llenaron de gritos y agitación cuando los caballos percibieron el temblor y su instinto les dijo que aquello presagiaba un desastre.
Y un desastre era a lo que nosotros nos exponíamos en las montañas llenas de rocalla. Sin embargo, mis pensamientos estaban abajo, con Shardos y Ramiro.
—Siguen ahí metidos, Brithelm —musité, fija la mirada en la corona de plata que ahora estaba junto a mis pies—. Shardos, Ramiro y los que-tana. ¡Quién sabe si...!
Contemplé largamente los ojos de dioses, reflexionando acerca del poder sobre la vida y la muerte, al mismo tiempo que me preguntaba qué importancia tendría ahora todo eso para quienes estaban atrapados bajo kilómetros enteros de cavernas y roca.
También pensé en lo que ese tremendo poder le había proporcionado a Firebrand.
Y, cuando recogí la corona, sentí el deseo casi irrefrenable de ponérmela.
La verdad es que, durante unos momentos, pasó por mi más absurda imaginación un reino cuyo trono yo ocupaba como cabeza de gobierno.
Omnipotente, sí, pero bondadoso.
—Lo sé —dijo Brithelm, rodeándome los hombros con el brazo. Olía a polvo y a cuevas y, para ser sincero, a no haberse lavado durante bastante tiempo—. Lo sé —repitió—. Pero quizá lograsen escapar por el otro pasadizo, aquel del que hablaba Shardos. Era esto lo que ibas a decir, ¿no, Galen?
Preferí hacer un gesto afirmativo. En cualquier caso, yo regresaba con el hermano en cuya busca había partido. Valía más dejar la historia y las heroicidades en manos de los demás.
Le pasé la corona a Brithelm en el preciso momento en que, bajo nuestros pies, la tierra trepidaba otra vez, y los dos perdimos el equilibrio.
Los árboles de alrededor fueron sacudidos y se balancearon como si los azotara un tremendo huracán. Simultáneamente se reprodujo el espeluznante retumbar que tanto nos había horrorizado en los últimos minutos pasados en los túneles. En las entrañas de los montes, roca chocaba contra roca.
En medio de una arremolinada nube de polvo apareció de súbito un guerrero que-tana que se protegía los ojos de una claridad a la que no estaba acostumbrado. Y detrás de él salió Shardos que, pese a su ceguera, señaló misteriosamente el punto en que nosotros nos hallábamos. Gritó algo y, tomando de la mano a una pequeña niña que-tana, tiró de ella hacia nuestro sitio.
Luego asomó Ramiro, que se detuvo en medio de la polvareda y echó una postrer mirada a la oscuridad. También él voceó algo, imposible de entender dado el estruendo que producía el derrumbamiento de los túneles. Hubo un momento en que el voluminoso caballero trastabilló peligrosamente y estuvo a punto de caer en la pavorosa grieta que acababa de abrirse a su lado.
Ramiro se apartó de un salto, y sin duda debió de ser el primer brinco o movimiento brusco que hacía desde su infancia. La cosa es que nos alcanzó en cuestión de segundos, seguido por otra docena de Hombres de las Llanuras, después de los cuales llegaron más y más.
Creo que, en total, sumarían unos quinientos. Todos mantenían los ojos entornados, y hasta la enturbiada luz solar les hería la pálida piel, por lo que se cubrieron con ropas, pieles y mantas cuando lo que había constituido su hogar se hundió detrás de ellos.
Juntos emprendimos el camino hacia terreno menos elevado. A nuestro alrededor, las laderas de las montañas se desplomaban. Nosotros avanzábamos vacilantes, agarrados unos a otros, procurando que los niños aprovechasen la sombra de la fronda y de las ramas salientes. Por fin nos dejamos caer exhaustos, cuando la zona que dejábamos atrás se derrumbó por completo, como una hogaza de pan o un pastel en manos de un tahonero negligente.
Una comparación tonta, me figuro, pero no dudo de que incluso el Cataclismo produjo tales ideas en quienes lo presenciaron.
Desde entonces he renunciado a las pastas. Me saben demasiado a catástrofe.
No nos movimos del sitio hasta que todo hubo pasado. Percibimos un retumbo final, allá hacia el norte, y luego reinó un silencio increíble, del que surgió el todavía más increíble canto de un pájaro cuando un ruiseñor, engañado por el humo y el polvo que llenaban el aire, se puso a gorjear entre las ruinas.
Brithelm los lloró a todos durante un rato: a los que-tana que no habían podido escapar, e incluso a Firebrand. Justo es decir que nadie más lloró al namer, pero todos permanecimos callados unos momentos cuando el aire y el mundo que nos rodeaban dejaron de temblar.
Y yo me di cuenta de que, a pesar de mis grandes dudas, había algo de historia en ello.
Cuando las voces entonaron a coro la antigua canción que-tana de Firebrand, el único Hombre de las Llanuras merecedor de tal nombre alzó la corona del namer. Mutilado por el fuego, e inconcebible héroe por esa misma mutilación, había sabido, sin embargo, conducir a su pueblo a la luz.
Al contrario que el pretendiente a ese nombre y a la corona, el nuevo Firebrand respetaría su título y también las piedras. Con gesto mesurado se colocó la corona en la cabeza, cantó después los nombres de los héroes, y mil voces de Hombres de las Llanuras los repitieron para perpetuarlos en la memoria.
* * *
El camino de regreso fue largo, como siempre suele ser.
Esto puede prestarse a reflexiones filosóficas, pero el retraso de mi pequeño grupo se debió, sencillamente, a que nuestros caballos se habían marchado. No podríamos haberlos llevado con nosotros a aquel mundo subterráneo, donde sin duda habrían quedado atascados en los angostos túneles, con riesgo de fracturarse las patas o... de que sobre uno de nosotros cayeran quinientos kilos de noble bruto.
Aun así, no dejamos de lamentar su ausencia cuando la necesidad de caminar dobló la duración del viaje, de un viaje que tuvo que ser muy largo para contener tanta cosa como yo aprendí.
La polvareda levantada por el terremoto no se disipó hasta el anochecer, cuando al pie de las estribaciones de la cordillera alcanzamos, por fin, una densa arboleda extendida sobre una masa de descollantes rocas.
Desde lo alto del peñasco más elevado, y por entre las separadas ramas, cuando salieron la luna y las estrellas pudimos distinguir las colinas y llanuras de Solamnia. Y con mi hermano Brithelm, envueltos los dos en una manta para protegernos de la intemperie, del viento y de la noche, contemplamos a lo lejos las parpadeantes luces de las aldeas más occidentales de mi país de adopción.
—Supongo que uno de nosotros tendrá que decírselo a padre —dije, tras un silencio—. Me refiero a lo de Alfric.
Mi hermano contestó con un gesto afirmativo, sin apartar la vista de las tierras que se extendían más abajo. Sacó la enrojecida mano que había tenido debajo de la manta, y su dedo índice relució al trazar sobre la superficie de la piedra unos signos sin sentido.
—Me lo imagino enterrado aquí mismo, en la profundidad de la roca —proseguí—. A él y a Marigold, desde luego, ejecutando una eterna danza fantasmal.
—Eso suena casi poético, Galen —contestó Brithelm con una triste sonrisa—, hasta que recuerdes la clase de danzarines que eran ambos en vida...
—Es como si todo se uniera en la desgracia, ahí abajo —musité, e hice una pausa—. Tengo algo que confesarte, Brithelm...
Mi hermano me miró de modo solemne.
—En esas cavernas infernales volví a ver a
Comadreja.
No era yo, sino el que fui años atrás, cuando empezó toda esta aventura. Y llegué a la conclusión de que, en realidad, no soy tan distinto de como era entonces respecto..., respecto de la caballería, quiero decir. Mentí, Brithelm. Mentí a casi todo el mundo sobre mi valentía y mis principios y la Medida y el Juramento, hasta tal punto que, de vez en cuando, yo mismo creo mis historias... Es preocupante. Pienso que es como si uno de los proverbios de Gileandos cobrara vida. Cuando, por ejemplo, el mentiroso se ve atrapado en sus propias redes, o alguna zorrería por el estilo. No obstante, de alguna forma nos sacó del apuro. Nos liberó a todos de las garras de Firebrand, y ahora nos hallamos de camino hacia el Castillo Di Caela, hacia casa...
—En efecto. Pero... ¿por qué me lo cuentas? —preguntó Brithelm.
—No..., no lo sé, la verdad. Quizás haya decidido no volver a mentir nunca más.
—Eso no lo creo —replicó mi hermano.
Y, muy serio, contempló nuevamente la aún lejana Solamnia.
—También yo tengo una confesión que hacer —susurró—. ¿Recuerdas cómo perdía el tiempo en la cámara de Firebrand, con mi curiosidad referente a los tenebrales? Los que-tana te lo contaron sobradamente.
—Lo recuerdo, sí. ¿Y qué averiguaste por fin, acerca de esos animales?
—Nada. Ni siquiera me interesan. Son unos bicharracos sucios, que nunca me gustaron.
Yo contuve la risa.
—¡No me digas que
tú
también mentías!
—Más que mentir, tal vez intentara ser... sólo un buen huésped —respondió Brithelm con expresión grave, sin dejar de describir luminosos círculos con el dedo, junto a sus pies.
—¿Un buen huésped?
No dije nada más, pero escondí mi sonrisa debajo de la manta.
—Me siento... culpable —declaró Brithelm con la cabeza baja—. Como si, al fingir un interés por lo que lo rodeaba, hubiese conducido al pobre Firebrand a la desgracia y la perdición.
—¡Eso es un disparate, hermano! —exclamé—. Trata de recomponer la situación. Firebrand te llevó a la tuerza a sus cavernas, dispuesto sin duda a eliminarte cuando los ópalos estuvieran en su poder, y a mí me atrajo al antro de los que-tana con toda clase de mentiras y subterfugios. Suma todo eso, Brithelm, y tu pequeña cortesía no tiene posible comparación con la malicia, la debilidad y la codicia de Firebrand.
Descubrí que no lo hacía mal. Después de justificar durante casi veinte años mis propias fechorías, me veía en condiciones de manejar a otros con la habilidad de un cirujano.
Brithelm se puso de pie, relajado. En la parte oeste de Solamnia se habían encendido ya todas las luces que eran de esperar.
* * *
Cinco días tardamos en llegar al Castillo Di Caela. Casi siempre fue Ramiro nuestro guía, porque era el único que tenía una idea del camino a seguir.
Había ejercido el mando hasta un punto casi llamativo. Al fin y al cabo, había conducido a los centenares de que-tana, que avanzaban acobardados y con los ojos entrecerrados, hasta el umbroso bosquecillo de las estribaciones de la cordillera, donde permanecerían hasta que Caminador Incansable se uniese a ellos a última hora de la tarde. Muchos de esos que-tana veían las lunas y las estrellas por primera vez. Y, cuando los fuegos de los Hombres de las Llanuras esparcieron un resplandeciente calor, Ramiro, Brithelm y yo descendimos a las llanuras, dejando atrás a una gran familia nómada vuelta a unir, a un pueblo sin timón que, por fin, tendría una guía firme y amable.
Una guía que no sería sólo la de Caminador Incansable, ya que Shardos —por unas razones que nosotros no acabábamos de entender— se había quedado con los que-tana. Brithelm lloró abiertamente al despedirse del viejo juglar, y Ramiro y yo, aunque entrenados para ser rígidos y pétreos ejemplos de solámnica represión, partimos con un nudo en la garganta cuando el ciego nos dedicó una canción cuya melodía parecía caer en forma de cascada colina abajo, detrás de nosotros. Según Shardos procedía de la selva de Wayreth, y él la había compuesto inspirándose en los gorjeos de los pájaros de aquel lugar. No recuerdo bien la canción, pero sí una parte de ella. «Aquí reina la calma...», empezaba.