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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (41 page)

—Vos ya estuvisteis aquí, Bradley —dijo—. ¿Por dónde seguimos?

El muchacho se sonrojó. Por lo visto, el contacto con Dannelle lo había excitado.

—Éste no tiene ni idea, milady —intervino enseguida el ingeniero jefe—. Bayard Brightblade nos hizo retroceder mucho antes de este punto.

Dannelle Di Caela no se movió de la sombra, acostumbrada como estaba a la molesta protección.

—Sin embargo —replicó el joven, escudriñando ambos pasadizos—, a juzgar por la pendiente y la anchura y los cálculos que de ello se derivan, me atrevería a afirmar que el túnel de la izquierda conduce a donde tienen que encontrarse sir Bayard y los demás.

—¡Tonterías, Bradley! —protestó su jefe—. Sin duda os daréis cuenta de que las excavaciones cercanas al pozo quedan al sur de donde nosotros estamos. Si sir Bayard tiene alguna noción de la ingeniería y la ciencia hidráulica, habrá seguido el camino de la derecha, porque...

—Pues yo diría que Bradley tiene razón —lo interrumpió Dannelle, y el viejo la miró casi con desprecio.

* * *

—¡Voy a servir de alimento a los murciélagos! —murmuró Gileandos, palpando histérico cuanto le parecía suelto—. O me comerán ratas gigantes, o lagartos, o esos enormes pajarracos que no saben volar y se han convertido en algo terrorífico, o... o... ¡o quizás ese horrible gusano que toqué!

Su crisis nerviosa adquirió caracteres de ciego pánico, mientras arrojaba piedras en todas direcciones. El polvo levantado en la oscuridad lo hizo toser y estornudar, pero prosiguió escarbando en la rocalla hasta alcanzar el suelo del corredor y tocar roca sólida con la mano derecha.

Y su mano izquierda notó algo metálico.

Jadeante, se pasó torpemente la linterna a la otra mano, y oyó caer sobre la roca parte del aceite de la lámpara. Buscó con frenesí en sus ropas hasta dar con el yesquero, que abrió, y de él extrajo pedernal y yesca...

Años atrás, en Coastlund, a Gileandos le habían reprochado ser poco cuidadoso con el fuego. Era una reputación que no merecía. Con frecuencia le habían causado quemaduras el menor y el mayor de los chicos Pathwarden, que a veces hacían de las suyas por separado, o bien juntos, y al tutor le tocaba pasar bastante tiempo en la enfermería, cuidando sus llagas al mismo tiempo que tenía que soportar las malas miradas de sir Andrew. Durante aquellas largas horas de reflexión, tendido de espaldas (o boca abajo, según donde tuviese las heridas), Gileandos había llegado a creer que era él mismo quien había encendido el fuego o se había metido en él como parte de algún tremendo y fatal destino establecido en el nuboso pasado de la Era de los Sueños.

Por eso no se sorprendió cuando sus mangas estallaron en llamas en el pasadizo, y convertido en un castillo de fuegos de artificio corrió como loco hasta llegar a un geiser que brotaba del pozo artesiano, que lo hizo girar en redondo y sofocó la pira humana.

Pero lo cierto es que, en aquella hoguera de gloria, un oscuro tutor acababa de salvar a un brillante grupo de caballeros y nobles solámnicos, porque la aguda vista del ingeniero Bradley distinguió un resplandor oscilante por el túnel —el izquierdo, precisamente, como comprobó para su satisfacción— y, señalando aquella luminosidad al jefe y a lady Dannelle, procedió a guiar la expedición hacia donde se hallaba el humeante y dolorido tutor.

Desde allí fue cosa de dar golpes con pico y pala, labor que requirió menos de una hora.

* * *

Debajo de todo ese estruendo de metal y piedra, debajo de donde estaba el grupo de rescate y de donde se encontraban quienes habían de ser rescatados, más abajo de donde yacía el gigantesco gusano Tellus, que se retorcía inquieto después de sus cien mil años de sueño, las cavernas se redujeron a una nada, y esa nada se hundió en el Abismo donde aguardaba Sargonnas mientras veía sucederse los acontecimientos.

El malvado dios frunció el entrecejo. Había un quedo e incesante zumbido junto a su oído, como el de un coro de mosquitos.

Algo iba mal.

Centenares de años atrás, Sargonnas había tramado cuidadosamente todo cuanto tenía que ocurrir. Había puesto al Escorpión frente a un estrecho y oscuro pasaje, y había colocado unos pensamientos aún más negros en su corazón, casi al mismo tiempo que encontraba al namer a través de las profundidades de los ópalos...

¡Todo era tan detallado y hermoso!

«No obstante —se dijo Sargonnas ahora, moviéndose incómodo en el tenebroso vacío del Abismo—, ¡no obstante, son demasiados! Mire yo a un lado o a otro, por doquier aparece gente imprevista: el afligido y perspicaz caballero y el alegre juglar ciego, la chica, el clérigo y el perro...

»
Y desde que se puso la corona, no he vuelto a oír nada del namer. Esos mortales son demasiado variables, y va a ocurrir algo que queda más allá de todo lo previsto.»

Sargonnas se movió, escudriñando con ansiedad las montañas Vingaard, las llanuras y las cavernas subterráneas existentes debajo de todo ello.

No podía figurárselo. Eran demasiados y, además, excesivamente variables.

* * *

—El Escorpión decía algo en el pergamino... —comenzó Bayard, pensativo, buscando con urgencia una respuesta cuando la fisura rebosó y la cámara empezó a llenarse de agua—. Algo referente a esa maldita maquinaria...

Sus compañeros callaron, expectantes, y al fin apartaron la vista del oscuro mecanismo que algunos lograban distinguir, mientras que otros sólo se lo imaginaban, hasta que todos miraron a Bayard, quien con gesto ceñudo se apoyó en el hombro de Enid para luego volverse hacia Brandon Rus.

—«Aunque lleguéis a descubrir mis ingenios —decía la nota—, jamás alcanzaréis el objetivo ni daréis en el blanco.» Es claro y tajante, y... ¿no sería la más grande broma del Escorpión que, pese a todos sus mecanismos, la clave no tenga nada de misteriosa, sino que sea la simple punta de una flecha? Ese punto en el centro del artefacto, Brandon —indicó Bayard cuando la fisura escupió agua sobre sus pies y gotearon intensamente los techos—, ese punto negro, semejante a una pupila... ¿Podríais acertar con el arco?

—No sé... Queda a una distancia tremenda, desde aquí. Y, además, a través del agua que chorrea...

—Aun así, creo que debemos intentarlo —insistió Bayard Brightblade, fijos sus grises ojos en el joven caballero.

Brandon Rus calculó vacilante la distancia.

—¡Dad un paso adelante, aunque el agua os llegue hasta las rodillas, y contened la respiración, demontre! —bramó sir Robert—. ¡Ya oísteis a sir Bayard!

Brandon casi dio un salto, ante la orden del superior. En un instante se colocó al borde de la fisura y preparó el poderoso arco.

—He de calcular el peso, la distancia, las diferencias de altura..., ¡y quién sabe lo densa que es esa niebla al otro lado!

—¡Brandon! —lo urgió Enid—. Yo os vi dar en el blanco desde la ventana de un segundo piso en medio de un diluvio. ¿Acaso vuestro talento sólo sirve para los trucos?

El joven retrocedió, ofendido.

—Eso fue
una
vez...

—¡Al cuerno con vuestros reparos! —gritó Enid, agarrando a Rus por una manga—. ¡O bien disparáis, o me pasáis el arco y lo intentaré yo!

Brandon Rus esperó unos segundos, pero luego entró en acción y, antes de pensarlo más, se halló con los pies sumergidos en el agua. Dio un paso y, después, otro.

Hasta que un pie no tocó fondo.

«¿Cómo puedo disparar a través de semejante oscuridad?», pensó, y su mano tembló al alzar el arco.

La claridad que recibía por detrás se movía sobre la gris neblina como la luz sobre un mar solitario. Parpadeó en la lejana pared que tenía delante, y aquella pared pareció retroceder, aclararse y hasta empezar a difuminarse.

Brandon levantó su arco, apuntó hacia la turbulencia y nuevamente fue presa de las dudas. ¿Qué sucedería si fallaba?

Enid le chilló algo ininteligible; luego se inclinó sobre su hombro y repasó con la vista el astil de la flecha cuando el joven apuntó contra el oscuro centro del ingenio, en el extremo opuesto de la cámara.

El muchacho respiró profundamente y cerró los ojos. En silencio, y con la precisión y habilidad que hacían legendario al arquero, disparó la saeta, que fue a clavarse en la cabeza del escorpión que se mordía la cola, y que constituía el adorno que rodeaba la extraña pieza.

Enid y Raphael no pudieron contener una exclamación de desencanto mientras los demás trataban de distinguir el lejano blanco con ojos entrecerrados. Brandon se apartó con la cabeza baja.

—¡No, Brandon! —lo animó Enid—. ¡Probad de nuevo, por todos los dioses!

—Qué... —murmuró si Andrew.

—¡Aguardad! —intervino entonces Bayard, con el agua hasta las rodillas, sólo sostenido por su propia firmeza—. El ingenio... ¡el ingenio soy
yol

—¿Cómo? —inquirió sir Robert, y Bayard Brightblade se echó a reír, aliviado.

—Brandon Rus —explicó con voz calma, aunque el agua le llegaba ya a medio muslo— no falló en su tiro. Porque el ingenio no era una máquina fabricada por gnomos, sino la firme convicción del Escorpión de que nunca habría un Caballero Solámnico capaz de salir con bien del apuro.

—No lo entiendo —gruñó sir Andrew.

—Raphael —ordenó Bayard—, mira el blanco y dime qué ves.

El chico estrechó los ojos con esfuerzo.

—Lo mismo que antes, sir. Todavía se mueve. Casi parece vivo.

—¡Es que lo está! —replicó Bayard, vadeando hacia sus compañeros con el agua hasta la cintura.

—¿Cómo? —preguntaron al mismo tiempo Enid y Raphael.

El señor del Castillo Di Caela rió de nuevo, esta vez más cordialmente.

—Ese ficticio «ingenio» no era un mecanismo, sino una trampa. El Escorpión sabía que, si encontrábamos el ojo del gusano, que sin duda parece la diana de un arquero, haríamos lo imposible por dar en su centro, con lo que el monstruo despertaría furioso y entre espantosos dolores. El único mecanismo colocado en los fundamentos del castillo era el pergamino, que no tenía más objeto que el de traerme a este sitio.

—Un sitio que, por cierto, se sumerge con toda rapidez —señaló Brandon Rus en tono urgente, ofreciendo su mano a Bayard Brightblade, a quien ya le llegaba el agua hasta el pecho.

—Pero... ¿y qué hay del gusano del valle? —inquirieron al unísono Robert y Andrew.

—Morirá, y eso os convertirá en un héroe, sir Robert —anunció Bayard—. Me parece que habéis ahogado al maldito engendro.

—Y a nosotros por añadidura —agregó Enid—, ¡excepto que nos vayamos de aquí ahora mismo!

Bayard salió de aquel lago lleno hasta los topes escupiendo agua, como un náufrago arrojado a una playa, y tuvo buen cuidado de esquivar los calientes chorros que brotaban del enorme pozo. Brandon volvió a sostener al maduro caballero, y emprendió el camino túnel arriba tan deprisa como su juventud y la carga le permitían. Las aguas crecían y penetraban ya en la galería. Cuando las fuerzas le fallaron, el muchacho se tambaleó y tuvo que pedir ayuda a los que los seguían. Entre todos —Enid, Andrew, Robert y Raphael, que jadeaban lo suyo a causa del vapor y de la resbaladiza roca— transportaron a Bayard y a su rescatador hasta donde pudieron respirar un aire mejor. Allí hicieron una pausa, apoyados en la pétrea pared o desplomados de agotamiento.

—Bien... —dijo sir Andrew entre toses—. Ya pasó todo. Alcanzamos los más profundos cimientos del Castillo Di Caela, vimos algo e impedimos que despertara. Creo que para siempre. Ya pasó todo, sí... No obstante, ¡que me aspen si entiendo algo!

El viejo Pathwarden sonrió al oír delante de ellos los gritos y golpes de los ingenieros.

Fue sólo cosa de minutos que el agujero abierto en la piedra fuese lo suficientemente amplio como para pasar por él.

Bradley levantó a Bayard, lo sostuvo pese a la cantidad de agua que inundaba el túnel y se bamboleó dada la violencia de las olas, llenas de escombros, pero por fin logró pisar suelo firme y avanzó hacia la superficie. Los demás lo seguían apiñados y hechos una pena, mojados, sucios y rendidos, hartos de tanta oscuridad.

Para enorme sorpresa de todos, sonó de pronto la voz de Gileandos, que entonaba una antigua y animosa canción.

Hasta la noche ha de fallar,

ya que la luz duerme en los ojos

y la oscuridad se vuelve negrura sobre negrura

hasta que las tinieblas mueren.

Los otros se unieron alborozados al canto.

El ojo convierte pronto

las complejidades de la noche

en serena calma, donde el corazón

recibe una maravillosa luz.

Contentos y felices salieron de la fisura al sótano de la Gran Torre, empapados y mugrientos, pero enteros.

* * *

Entre tanto, en el fondo del Abismo, el diabólico dios estaba ceñudo y respiraba una ráfaga de viciado aire. Derrotado, se encogió de hombros y esbozó una sonrisa pesarosa.

—¡Malditos sean! —dijo terminante, y el vacío tembló a su alrededor—. ¡Maldito sea sobre todo el namer, que ya no me sirve para nada!

Bostezó luego y, recostándose en las secas infinidades de la nada, cerró sus insondables ojos y durmió por espacio de otro siglo.

* * *

Se entendiera o no lo sucedido, lo cierto era que algo había cambiado en el mundo existente debajo del Castillo Di Caela. Se desvaneció la grisácea niebla de la grieta, y atrás quedó una oscuridad que era sólo la ausencia de luz, una negrura que no escondía más que roca y sombras y algún ser que se arrastraba por el suelo, todo junto tan inofensivo como lo que un chiquillo curioso podría hallar en la tierra, debajo de una piedra volcada.

Mucho más arriba, dos pajes permanecían sentados a una mesa en el gran salón, donde llevaban horas discutiendo cuántos cubiertos debían poner para el almuerzo. Interrumpieron sus razonamientos cuando, para su sorpresa, en las habitaciones y los pasillos de alrededor se produjo una súbita quietud.

Era la primera vez que prestaban verdadera atención a algo, en varios meses.

Pero les valió la pena, porque ambos se pusieron a escuchar cuando faltaba ya poco para el mediodía y los invitados del castillo empezaban a llegar para una comida que, por algún motivo, hoy sabría bastante mejor.

Así que los increíbles aromas de cerdo asado y manzanas penetraron en el salón, uno de los muchachos sonrió, y lo mismo hizo el otro.

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