Se sentó tranquilamente en el suelo, sacó sus gafas y se las puso.
—Creo, Brithelm, que...
—¡Calla, hermano! Siéntate a mi lado.
Así lo hice, aunque no podía contener mi nerviosismo pensando en que, en alguna parte, el namer estaría engarzando las piedras en su corona, preparado para obtener el poder sobre la vida y la muerte mientras yo seguía tan en Babia como mi hermano.
—¿Tienes una bufanda, Galen? —susurró Brithelm.
—¿Qué?
—Una bufanda —repitió él, cortésmente pero con firmeza—. O un pañuelo grande. O... incluso una manga que no necesites.
—¡No! Lo siento. Pero... ¡basta ya de locuras!
Lo agarré por los hombros y lo obligué a ponerse de cara a mí.
—¡Escúchame, Brithelm! No estamos en la mejor de las circunstancias. Corren por ahí mil que-tana gustosamente dispuestos a despellejarnos vivos y su jefe se halla en cualquier rincón, convencido de que pronto se transformará en un dios, y nada le importaría destruirnos a todos en su absurda aventura. Nosotros somos los únicos capaces de impedirlo, ¡y aquí estamos, sentados en medio de un pasadizo vacío, hablando de telas y accesorios como un par de imbéciles damas de honor!
—Quiero que me vendes los ojos, Galen —contestó Brithelm, sin perder la serenidad—. Si la sapiencia no basta, tendré que reproducir las circunstancias en que visité la vivienda del namer. Es nuestra última esperanza.
Resignado y rendido, y quizá también bastante desesperado, me eché de espaldas en el suelo del corredor y apoyé brevemente la cabeza en la fría roca.
Entonces percibí voces... Unos extraños ecos en la piedra, de la que parecían surgir, del mismo modo que uno oye las voces producidas en una habitación cerrada si aplica a la puerta la boca de un cuenco de cerámica y escucha.
Unas voces que no lograba distinguir.
—Ni
tardaremos tanto, antes de que vuelva la luz y las montañas se asienten...
—Aquí, el texto habla de fuego, de fuego y piedra y recuerdos...
—Esos tenebrales no son comestibles, y cuanto antes vos...
—...y, desde luego, será la mejor de las cazas, porque sois robusto y fuerte, mayor de edad e hijo de un jefe...
—La cosa está muy mal,
Comadreja...
Y de pronto, por encima de todas esas voces, otra muy estridente y afligida, llena de la música de un gélido e infranqueable desierto.
—...
no miente. Pero esto pudiera ser lo primero. ¡Encontradlos, encontradlos! Juntos aprenderemos su lengua. Juntos, la oscuridad se llevará la vergüenza, el fuego y el dolor, el dolor, el dolor de tu ojo, y se extenderá ahora por tus venas, de manera que no puedas comer. Y cuando hayas hallado las piedras, cuando las tengas, nadie volverá para decirles dónde estás... Al menos haz que la chica y el ciego no sufran, tal como te enseñó el dios...
Me puse de pie, y las voces enmudecieron.
No había quien aguantara aquello.
—¡Cierra los ojos y ya está, idiota! —dije, sibilante—. Cierra los ojos y sigue tus instintos buscadores. Y, si sobrevivimos a esto y le sueltas una palabra a algún miembro de la Orden o a quien sea, te aseguro que... ¡que idearé algo que a un Gileandos en ignición le daría el aspecto de un ritual purificador!
—Ahora —murmuró Brithelm, y cerró los ojos mientras se levantaba.
De sus manos, que llevaba a la espalda como si fuésemos a dar un plácido paseo matutino, emanó un débil resplandor verde.
Yo no tenía ni idea de adónde íbamos, ni de la relación que todo aquello guardaba con Firebrand. Pero seguí a mi hermano, cuyas luminosas manos parecían flotar como las alas de un tenebral.
Transcurrieron sólo unos momentos antes de que la silueta de mi hermano —sus hombros, la oscura túnica y su maraña de despeinados cabellos— destacara perfectamente en la negrura que nos rodeaba. Y eso significaba, desde luego, que en alguna parte, delante de nosotros, había otra fuente de luz.
Procedía ésta de una alabeada puerta de roble, estropeada por la suciedad y la podredumbre, por lo que el paso del tiempo y la humedad causan en lo que nosotros construimos. La puerta estaba entreabierta y, probablemente, nunca más se podría cerrar del todo.
Yo la examiné, ansioso, con la máxima detención posible, en busca de detalles, señales o claves de lo que quizá nos aguardara, pero esperé la decisión de mi hermano.
—Ignoro adónde hemos venido a parar —susurró Brithelm desde las tinieblas—, pero bien pudiera tratarse de los aposentos del namer.
A pesar de la escasa claridad, lo vi caer de rodillas y gatear hacia la puerta. Allí permaneció un buen rato, vuelto de espaldas a mí.
Por su postura, supuse que rezaba, meditaba o se limitaba a observar, de modo que esperé un rato prudente, aunque debo confesar que mi impaciencia iba en aumento.
—Recuérdanos en tus oraciones, hermano —dije—, pero no olvides que estamos aquí, porque estoy pendiente de tus instrucciones.
—Firebrand se encuentra detrás de la puerta —susurró Brithelm sin mirarme—. Está solo y muy satisfecho, pues ya ha engastado casi todas las piedras en su corona.
—Pero... ¡eso es asombroso! —jadeé—. ¿Cómo..., cómo puedes estar tan seguro? ¿Tuviste visiones? ¿Fue algún presagio? ¿O se trata de un trance telepático?
Brithelm se volvió hacia mí, sonriente, y un breve rayo de luz le cruzó el rostro, como si procediera de la propia puerta.
—Ojos de cerradura, Galen. El futuro se desarrolla a través de ojos de cerradura. Pensé que lo recordarías.
Ambos nos preparamos. Brithelm se agachó de nuevo a la luz del ojo de la cerradura mientras yo palpaba las paredes y el suelo en busca de piedras considerables..., de unas piedras que pudiese arrojar, si las circunstancias lo exigían.
—Sé por experiencia —musitó mi hermano— que la sorpresa casi siempre da buen resultado, en cualquier ocasión. Generalmente no hay que recurrir a las armas.
—No pretendo que hagas uso de tu considerable experiencia en las batallas —repliqué con voz sibilante.
Los dos permanecimos silenciosos delante de la puerta que daba a los aposentos de Firebrand. Dentro, la luz cambiaba de intensidad cuando alguien se movía de un lado a otro; alguien cuyos desplazamientos no podíamos ver, pero que salmodiaba algo sin duda muy importante.
Yo habría jurado que en la habitación había dos voces.
—Es como padre dice, Galen —comentó mi hermano, y avanzó hacia mí para apoyar una mano en mi hombro.
—Lo sé, lo sé —susurré, sin apartar la vista del suelo, donde temía que pronto hubiese un charco de mi sangre.
—Me consta que lo sabes, pero dilo conmigo —insistió Brithelm.
—No cabe duda de que voy a morir contigo, hermano. Pero al menos concédeme la dignidad de no tener que repetir los groseros lemas de padre.
—Ahora, Galen —me amonestó Brithelm alegremente, revolviendo mis enmarañados cabellos rojos.
De momento no parecía haber peligro. Era como si nos hallásemos de nuevo en la casa del foso, dieciséis o diecisiete años atrás, y él, el único Pathwarden con aptitudes para cuidar enfermos, persuadiera a la pequeña
Comadreja
para que se tomara la medicina.
Brithelm y yo nos miramos directamente a los ojos y pronunciamos al unísono una de las frases favoritas de padre:
—Quien no pueda despellejar a la presa, que al menos se quede con una pata.
Abrí la puerta y nos precipitamos al interior, armados con piedras, llenos de valor y... no sin una pequeña dosis de locura. Momentáneamente deslumbrados por la abundancia de antorchas en aquellos aposentos, miramos aturdidos a nuestro alrededor en busca de Firebrand, de alguien o de algo.
Luego, la luz disminuyó, y descubrimos a Firebrand sentado en un trono de mimbre, allá en el extremo opuesto de la habitación, con una insondable sonrisa en el rostro. Sobre la cabeza se sostenía la corona de plata del namer de los que-nara. Y engarzadas en el reluciente redondel había trece piedras refulgentes.
—¡Llegamos tarde! —le susurré a Brithelm, que asintió alarmado.
—De estos ópalos surgirá ahora mi gran poder —salmodió Firebrand, alzando la voz hasta un tono muy agudo, al mismo tiempo que levantaba los brazos—. Me has decepcionado, Brithelm. Decepcionado, sí, porque habrías podido ser mi sumo sacerdote en las Tierras Luminosas, pero preferiste meter la nariz en libros de física e historia y... de fauna, desperdiciando tu mejor ocasión.
—Tengo fama de indolente —admitió Brithelm.
Los ojos del namer nos miraron con fijeza.
—Sin embargo, ahora, tu marea alta retrocede, como dicen —anunció—. Y tu pequeña historia de la liberación de tu hermano llega a su fin, solámnico. Porque me espera mi transformación.
Y con estas palabras se ajustó la corona.
—Todo está en silencio —dijo sonriente—. Hasta la Voz calla, ante el poder de la vida y la muerte.
Algo produjo eco en las cavernas que nos rodeaban; algo profundo, pesaroso y desconsolado. Encima y debajo de mí, así como en la lejanía, oí un terrible lamento. A la vez, el ojo sano de Firebrand se puso en blanco; el iris y la oscura pupila desaparecieron en una lechosidad, como si el namer se hallara en trance o le hubiera dado un ataque.
Me cuentan que en el mundo de la superficie, en las Tierras Luminosas casi olvidadas por los que-tana, los namers y jefes y aquellas personas de cierta sabiduría también percibieron los lamentos, pero que su pericia no era suficiente para comprender lo que acababa de suceder. Los gemidos fueron oídos en lugares tan apartados como las montañas de la Muralla del Este y el río Thar-Thalas, pero la gente los confundió con distantes gritos de pájaros. En el borde de las Llanuras del Polvo, un grupo de que-teh dedicado a reunir hierbas interrumpió su tarea, extrañado, y contempló las plantas que tenían en las manos. Las voces se alejaron hacia algún punto del norte y, después, aquellos hombres ya no lograron recordar qué debían hacer con las hierbas.
Y se decía que unos cazadores de la tribu que-shu habían perdido el tan familiar camino hacia las tierras de los antílopes cuando avanzaban por él. Por lo visto, aquella gente anduvo durante semanas, y sus miembros más ancianos murieron de hambre. Asimismo oí comentar que los ópalos de Caminador Incansable habían parpadeado hasta perder brillo y quedar casi apagados.
Firebrand se recuperó con la misma rapidez con que había caído en trance, y su ojo bueno se clavó en nosotros, alerta y penetrante.
—¡Ah, ahora lo veo todo! —murmuró tan quedamente como hablaría quien quisiera aproximarse a un raro y tímido pájaro situado en un calvero, donde el más ligero ruido o trastorno lo haría echar a volar—. Lo veo todo...
Por muy baja que fuera su voz, las palabras resonaron en la cámara, sostenidas por la emoción de quien las había pronunciado y por el cavernoso eco de las paredes.
—¡De estos muros surgirá ahora mi gran pueblo! —entonó Firebrand—. ¡Resurgirán aquellos a quienes nos arrebató el Estrago, y los que se perdieron en las guerras, en los incendios, en las inundaciones y... en la busca de las piedras!
—Ha subido a la Torre de los Gatos —le susurré a Brithelm.
Pero Firebrand prosiguió en voz más baja y tranquila:
—Aquellos que nos fueron arrebatados o quizá no, aquellos que acuden a vuestra memoria en una noche de pesadillas... Y la elección que hagáis será equivocada, como siempre.
El namer agitó la mano, y ésta atravesó las paredes de la caverna con tanta facilidad como si la roca fuera niebla o humo.
Delante de nosotros apareció el troll de las empapadas tierras altas. En sus ojos había un terrible y extremo cansancio, como si hubiera sido arrancado de algo más profundo que el sueño o una tarea enajenadora. De algo que nosotros, de momento, no podíamos saber.
Firebrand juntó las manos con un gesto solemne. Quise avanzar hacia él, piedra en mano, pero Brithelm me agarró por el hombro.
—Sea una cosa u otra, ya pasó —explicó mi hermano—. Hace horas que devolvió la vida a ese troll.
—Estás en lo cierto, hermano Brithelm —intervino Firebrand—. ¡Enfréntate a tu muerte sabiendo que podrías haber compartido esta gloria!
El namer cantaba de nuevo; ahora, en una antigua y fea versión de la lengua de los Hombres de las Llanuras, y una calurosa ráfaga de viento barrió la estancia, arrastrando consigo el sonido de viejos lamentos.
El troll se acercó a nosotros, mostrando sus amarillentos dientes.
—Firebrand lo invocó, Brithelm —susurré deprisa—. Todo cuanto se debe hacer en unas circunstancias semejantes es no confiar en la visión.
—Los ojos pueden resultar engañosos, hermano —admitió Brithelm, incómodo—. Pero aun así no creo...
—Tú mismo me lo enseñaste hace años, en el pantano —insistí en tono seguro—. Me enseñaste que la forma de vencer las ilusiones consiste simplemente en no hacer caso de ellas, dedicarte a tus otros asuntos y dejar que se deshagan como si fuesen agua.
Brithelm carraspeó, pero yo estaba ya a medio camino del trono y de Firebrand antes de que mi hermano pudiera hablar. Rápidamente, el troll se colocó entre el namer y yo, pero miré más allá de su formidable imagen y seguí con firmeza en dirección al deslumbrante y desenfrenado producto de la imaginación de mi enemigo. Y tropecé con una dura piel coriácea, con férreos músculos, cartílagos y garras.
—¡Galen! —gritó Brithelm cuando yo salí despedido y caí sobre las rocas a unos seis metros de distancia de mi enorme y tangible adversario.
Aunque todavía atontado, recobré mis facultades a tiempo de ver cómo Firebrand trepaba por una escala de cuerda hasta un túnel que se abría a media altura de la lejana pared y recogía detrás de sí la escala.
Y a tiempo de ver, también, cómo el troll se tambaleaba hacia mí, azotando el cargado aire de la cámara con sus monstruosas garras.
Cuando recobré el conocimiento, Brithelm estaba inclinado sobre mí en los aposentos del namer, una vez desaparecido Firebrand en las oscuridades del túnel. Aún cabía la posibilidad de atrapar al canalla, porque mis años de saboreo de pasteles y de holgazanería en el Castillo Di Caela no me habían debilitado hasta el punto de no poder apresar a un hombre tuerto en un negro pasadizo.
Sin embargo, teníamos el problema del troll.
—Creí oírte decir que ese engendro era sólo una ilusión —gemí, levantándome dolorido.
Brithelm sonrió con un encogimiento de hombros.