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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (42 page)

En realidad no sabían por qué sonreían, pero había algo especial en aquellos olorcillos y en la extraña luz que inundaba la pieza. Había sido una tontería perder la mañana hablando de cuestiones de etiqueta cuando había aromas y ruidos que investigar y un almuerzo a base de cerdo asado y patatas que saborear.

Cuando los relojes del Castillo Di Caela dieron las doce campanadas del mediodía, el aire se llenó de los gritos de unos pájaros metálicos que cantaban a coro. Por primera vez desde que la tía Evania y sir Robert habían iniciado su colección de desagradables artefactos, todos los cuclillos sonaron al mismo tiempo.

* * *

En lo alto de las montañas Vingaard, el sol bañaba en una brillante luz blanca los vallenwoods, robles y álamos. Las hojas se volvían y fulguraban plateadas bajo la ligera brisa procedente del este. Caminador Incansable interrumpió su camino a través de las boscosas colinas y ladeó la cabeza como si acabara de oír que algo había cambiado de sitio, como si hubiera percibido un leve pero importante movimiento en la estructura de las cosas.

—Ahora —murmuró de cara a los Hombres de las Llanuras que lo rodeaban—, el viejo Tellus descansa. Han vuelto los tiempos. Y no tendremos que esperar mucho a que todos puedan regresar y recobrar la palabra y la memoria.

Su gente no entendió lo que Caminador Incansable acababa de decir. Pero los que-nara más jóvenes se miraron y, finalmente, hicieron gestos afirmativos. Creían haber comprendido al jefe.

«Algún día... —pensó Caminador Incansable—. Algún día todos entenderéis que quienes se hallan en el profundo mundo de los ópalos, sólo están a un paso de vosotros; que por muy fina que sea la línea existente entre respiración y traslación, es igualmente tenue cuando uno regresa al otro lado. Esta explicación os parecerá más sencilla.»

Dos lechuzas arrancaron el vuelo desde las oscuras ramas de una azulada aeterna. Asustadas por la luz diurna y por la presencia de los Hombres de las Llanuras, buscaron rápido refugio en una arboleda de dorados robles que empezaba a menos de veinte metros de distancia. Los niños se sobresaltaron, de momento, pero enseguida recobraron la calma y su gesto impasible.

Caminador Incansable frunció el entrecejo, sumido en sus pensamientos.

—Ignoro qué les traerá esto a los solámnicos —dijo con sinceridad a los suyos—, pero allí hay un bosquecillo donde las llanuras desembocan en las estribaciones de las montañas, donde vallenwoods, pinos y aeternas se mezclan con árboles menores. Finalizada la guía, y si los que-tana han seguido, encontraremos a los demás, la piedra se unirá a la piedra, y los primos se estrecharán la mano en prueba de amistad y reconciliación.

Caminador Incansable se alejó de su campamento de las llanuras, donde se alzaban los cobertizos de cuero y maderas ligeras, todo ello envuelto en olor a humo y a carne de venado asada. La tierra descansaba tranquila bajo sus pies, ahora que el enorme gusano había vuelto a su largo sueño, pero incluso sus mas leves movimientos sacudían las montañas.

24

El último de los engarces permanecía vacío. El Namer alzó el decimotercer ópalo.

—Esta es la Piedra —dijo quedamente—. Siempre presente en su ausencia.

Puso la Piedra en manos del hombre sentado junto a él, quien a su vez se la entregó a otro. Y, cuando el ópalo hubo pasado por todos los Hombres de las Llanuras, Firebrand volvió al punto de partida de la historia.

* * *

No cabía duda de que la superficie estaba cerca, ya que el aire se notaba más fresco en aquella parte de la galería. Avancé hacia arriba con la espada en mi mano derecha, a la vez que con la izquierda procuraba encontrar dónde agarrarme, entre tanta roca suelta y medio desmoronada.

Lo decisivo estaba hecho.

Corrí en dirección a la luz. A mi alrededor, toda aquella red de túneles y misteriosas cámaras temblaba y se hundía. Me dije que todo lo trascendental sucedido en mi vida giraba alrededor de un terremoto, y recuerdo que pensé: «Si esto es lo último que me ocurre, encaja en mi suerte».

Y entonces, con una terrible sacudida, el suelo por el que acababa de pasar reventó a menos de diez metros detrás de mí.

Me hallé en medio de una nube de rojizo polvo, y a mi derecha se derrumbó con tremendo estrépito un túnel lateral, así que doblé mi velocidad, si eso era posible. El aire se hacía espeso y sucio, difícil de respirar.

Procuré taparme la boca con la capa y seguí adelante. Ciertamente, era tiempo de ópalos.

Tres tenebrales pasaron aleteando por mi lado. Yo continué avanzando y, cuando me disponía a doblar una esquina, alguien o algo gritó delante de mí. Llevado por mi impulso, continué por el camino emprendido y, de pronto, vi a Firebrand, definitivamente fuera de mi alcance. Cuando el polvo lo envolvió en forma de olas, desapareció rápidamente en una fija y grisácea luz.

Oí chillidos y unos desesperados aletazos cuando los tenebrales emergieron a la luz del sol. Con una breve oración al dios que se apiadara de los tontos y testarudos, y guiado por los cantos de Firebrand, asomé a la superficie con la espada a punto.

Llegué jadeante a las Tierras Luminosas, y mi alivio fue inmenso porque, me aguardara allí una cosa u otra, y por muy peligrosa que fuese, por fin me veía libre de la lobreguez y la humedad y de aquellos túneles de viciado aire.

Yo ignoraba que fuera, en la cegadora claridad y armado con una larga daga y un escudo, me esperaba mi peor adversario, en comparación con el cual era un juego de niños la negra magia del Escorpión y de Firebrand.

Era Galen Pathwarden,
Comadreja,
embaucador y vil, acurrucado sobre un saliente de granito. Parecía años menor de lo que yo me recordaba a mí mismo, y decenios más joven de lo que yo me sentía.

Recordé su cara cuando era la
mía,
años y aventuras atrás, cuando me miraba lleno de odio en el único espejo que padre tenía en la casa del foso: los pequeños y redondos ojos castaños, el enmarañado cabello rojo, los gestos de un roedor...

¿Qué había dicho Firebrand? «Aquellos que acuden a vuestra memoria en una noche de pesadillas. Y la elección que hagáis será equivocada, como siempre.»

Firebrand permanecía apartado de nosotros, riendo con malicia bajo las colgantes ramas de un vallenwood. Los ópalos relucían en su corona de plata, y su único ojo brillaba como la más oscura y poderosa de las piedras.

—He aquí el trato —gimoteó
Comadreja,
escondiéndose detrás de su escudo hasta que apenas fue visible—. Llegamos juntos hasta aquí, tú y yo, donde nuestras diferencias están a punto de causarnos pesar...

Hice girar la espada en mi mano, sin saber qué hacer. Por el rabillo del ojo creí ver moverse a Firebrand, y oí su risa. A mis pies, el suelo tembló en respuesta, como si también se riera.

—Sugiero, pues, que... demos por terminado el asunto —dijo
Comadreja—.
Partamos, juntos o por separado, dejando a ese dichoso Firebrand con sus desgraciados ardides.

Asomó entonces la cabeza por detrás del escudo y me hizo un significativo guiño.

Era el momento que yo había esperado.

Tres pasos me bastaron para cruzar el calvero.
Comadreja
dejó caer el escudo y, retrocedió, acobardado y rastrero como una repugnante sabandija. Yo empuñé mi espada con fuerza, di un último paso hacia
Comadreja
y le hundí la mitad de la hoja en el pecho.

Mi sosia clavó sus ojos en los míos y emitió un estridente grito.

Incapaz de devolverle la mirada, aparté la vista. Un súbito y ardiente dolor me revolvió el corazón. «Y la elección que hagáis será equivocada, como siempre», me pareció volver a oír. Y vi cómo Firebrand se deslizaba entre las sombras de los árboles que crecían al borde del claro, rodeándome como una enorme ave de rapiña.

Entonces noté que
Comadreja
se aferraba a mi espada y avanzaba hacia mí, con lo que se hundía el arma más y más en el pecho. Finalmente me agarró la mano con su delgado y coriáceo puño y me atrajo hacia él.

—El trato es éste, es éste, es éste —gañó, a la vez que sus dedos trataban de alcanzar mi garganta.

Yo me sentía pesado, plúmbeo y lento, como si fuese yo, y no él, el engendro hecho aparecer de la roca.

Detrás de mí se aproximaron unos pasos.

—¡Sois un mentiroso, Firebrand! —grité, y me mantuve firme.

Recuerdo que, luchando conmigo mismo en el calvero, pensé —brevemente y en algún rincón de mi mente al que no llegaban las palabras— que Firebrand podía hacer revivir, una tras otra, figuras de mi corto pero despreciable pasado. Sin embargo, no lograría que yo les hiciera caso.

Y, desde luego, el resurgimiento de
Comadreja
era lo peor que podía haber hecho.

Di un empellón a mi escurridizo oponente y me monté a horcajadas sobre él.

Había algo de un juego en ello. Y, no obstante mi desazón cuando el pasado había acudido a la llamada, yo me veía capaz de tunantear con el mejor de esos fantasmas, oponiendo una vulgar estrategia a otra igualmente vulgar hasta que mi adversario cayera exhausto.

Recuerdo haber sonreído ante tal perspectiva. También mi abierta risa brotó de semejante maraña de miembros y se expandió por el luminoso calvero. Cuando Firebrand me oyó, calló en el acto, y el aire que nos rodeaba se hizo súbitamente tenso y calmo. Bajo mis pies, la tierra se apaciguó.

De pronto,
Comadreja —
a quien yo mantenía sujeto— empezó a cambiar de forma.

Y se transfiguró en una serpiente cuya hendida cabeza oscilaba encima de mí como la cola de un escorpión...

Que es lo que fue a continuación. La cabeza de serpiente se estrechó hasta convertirse en la escalofriante punta de una cola llena de veneno, que descendía y descendía sobre mí...

Mas en ningún momento me atacó ni me picó.

Eso me infundió valor, y me mantuve firme cuando el escorpión creció y pareció echar ramas, poniéndose de punta al mismo tiempo que de su quitinosa espalda surgían unas coriáceas alas y una áspera y deslustrada piel...

Debajo de mi persona se agitó entonces un vespertilio, quizás el que había envuelto de manera tan angustiosa a nuestro pobre Oliven..

Yo seguía en mis trece, y algo en mí se volvió aventura, desafío, un arriesgado juego...

Hasta que la tierra se alteró y tembló de nuevo, y a mi derecha, en la arboleda, oí el seco crujido de un vallenwood repentinamente desarraigado.

Y era el gusano Tellus sobre lo que yo estaba montado, y, mientras sucedía todo eso, yo no dejaba de repetirme: «Se acerca, se acerca. Pronto, esos hijos de perra dejarán de cambiar de forma, y entonces veremos qué ocurre...».

Y
Comadreja
fue agua, fue luz en una espada, fue un túnel sobre otro túnel, fue... nada.

Pero yo no aflojaba la mano, y reía con más fuerza que nunca, pensando: «¿Es esto lo peor que sabes hacer? ¿Es esto todo, Firebrand?».

Y el paisaje se inclinó de modo desastroso, por. última vez, y todo se tambaleó..., y de pronto tuve debajo a un chicuelo de ojos castaños, redondos como cuentas, revueltos cabellos rojizos y cara de roedor.

El niño tenía miedo. No era más que eso: un niño, cuya única idea del valor eran sus bravatas y tunantadas, en un mundo propenso a bruscos cambios y explosiones, donde los hermanos se apaleaban y los tutores sufrían quemaduras, y todo dependía de los antojos de una Orden arbitraria.

El pequeño apartó la vista de mí y se estremeció. Yo también noté cómo la espada atravesaba mi corazón, y la lucha se convirtió en un abrazo cuando yo estreché contra mí al pobrecillo.

Donde poco antes había habido una herida, ahora había sólo paz.

Y, tan rápidamente como había aparecido,
Comadreja
desapareció. Yo seguí echado en el suelo durante un largo rato en el que sólo quise olvidar, saboreando la tranquilidad y el aire y la luz.

Entonces, el suelo volvió a murmurar y, en algún lugar detrás y encima de mí, Firebrand soltó un reniego antes de callar. Yo me alcé despacio y me enfrenté a él. La espada resultaba ligera y familiar en mi mano.

Él trató de protegerse con el bastón, y por vez primera me di cuenta de que era de hierro, rematado en una centelleante y afilada hoja.

—Los dos estamos listos, solámnico —dijo Firebrand con voz sibilante—. ¿Verdad que es extraño que toda la magia termine en una pelea mano a mano en el claro de un bosque?

Estaba ya vencido. Yo avancé hacia él, blandiendo la espada como una guadaña, y chocamos con gran ruido de metales.

Tres veces se enzarzaron nuestras armas, tres veces cruzamos las miradas por encima de las mortales hojas. Firebrand era un hombre robusto y más alto que yo, pero todo mi entrenamiento, todos los golpes y las reprimendas que había recibido bajo la tutela de Bayard Brightblade daban ahora su fruto, porque él me había enseñado a mantener el equilibrio, a esquivar estocadas, a desplazar mi peso de pie cuando era conveniente, de forma que hasta el más formidable adversario tuviera que esforzarse y acabara dando tumbos.

En ese momento habría estado dispuesto a contender con el mismísimo troll. En el tercer quite, observé que Firebrand cedía un poco y se le doblaban las rodillas bajo la tensión de las armas. Pero al fin saltó hacia atrás con agilidad y fue a chocar contra una azul aeterna, de modo que volaron las pinas y las hojas.

—La magia es inagotable, solámnico —jadeó, en una especie de salmodia—, y surge cuando menos lo esperas...

Su báculo empezó a encenderse. Primero se puso rojo, luego amarillo y, por último, blanco. Desde donde yo estaba, noté el calor. Firebrand dio un paso hacia adelante y bajó el arma cortando el aire con un silbido. Yo paré el golpe con mi espada, pero el calor fue transmitido por el metal y se hizo insoportable.

Retrocedí bamboleante, y mi espada cayó con estrépito contra las rocas que había a los pies de Firebrand. Él la apartó de un puntapié, retador, y avanzó hacia mí con su ardiente báculo en alto.

De nuevo llamearon los ópalos que le adornaban la frente. El único ojo del namer se entrecerró, extático, y la tierra volvió a temblar.

—¡El poder sobre la vida y la muerte! —dijo Firebrand con refocilación—. ¡Todos sus recuerdos son míos! ¡Ellos no sabrán nada de mí, pero yo, en cambio, soy dueño de su pasado y su futuro!

—¡Tú
mataste a mi hermano, hijo de mala madre! —grité yo y, al momento, extraje de mi túnica aquellos raídos guantes de cuero.

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