De pronto, Enid se dio cuenta de que el aire parecía emblanquecer a su alrededor y, por espacio de un momento, se tambaleó al borde de la sima.
Fue Raphael quien alargó antes el brazo, pero carecía del peso para retirarla del saliente. En consecuencia, los dos estuvieron a punto de caer hueco abajo, agarrados como estaban, y los animales del fondo emitieron ansiosos sonidos.
Por fortuna, el fuerte brazo de Brandon Rus rodeó el cuerpo del muchacho, salvando así también a Enid.
Los tres formaron, durante unos momentos, un tembloroso montón en el sólido suelo de piedra, con la joven encima. Bayard y Andrew acudieron en su ayuda y pusieron de pie a Enid mientras Brandon se levantaba como podía.
—¿Dónde...? ¡Padre! —gritó la mujer de repente, al mismo tiempo que se soltaba de sir Andrew y se precipitaba de nuevo hacia el peligroso borde de la fisura.
Raphael, que continuaba tendido boca abajo, alzó brevemente la vista y se puso furioso al descubrir cómo Enid Di Caela se bamboleaba de nuevo camino del desastre. ¡De nada habrían servido su valentía y el riesgo corrido!
Menos mal que, entonces, ella recobró el equilibrio y, con ojos entrecerrados, contempló el otro extremo del sótano.
El rostro de sir Robert pareció iluminarse de pronto.
Cuatro días antes, cuando se hallaba medio dormido en la enfermería del castillo mientras los criados se desvivían por atender a su yerno y los ingenieros se esforzaban por mostrar una untuosa sensatez, había habido algo..., algo...
«Porque el gran pozo —habían dicho— situado debajo del castillo, sujeto a una gran presión a consecuencia de la interminable estación de lluvias, borbotea sin duda en los más recónditos rincones de la roca, donde un súbito movimiento de tierra podría desatar una inundación en la base de las torres y hacer que se desplomaran sobre su propia cisterna.»
¿Y qué otra cosa que un escape podía significar aquella zumbante grieta en la tapa del pozo?
El padre de Enid rió cuando Marigold apartó de un manotazo al gato que intentaba atacarla y llegar a la mochila de sir Roben.
«Bien... —se dijo el caballero—. Esto puede convertirse en una cámara de milagros, al fin y al cabo.»
Y, haciendo acopio de fuerzas, golpeó fuertemente la grieta abierta en la tapa con la empuñadura de su espada.
Ni siquiera el viejo sir Andrew había presenciado algo semejante. Porque el agua brotó de la fisura como un diluvio y, antes de que sir Robert pudiera empezar a desprenderse de su armadura, se encontró metido hasta las rodillas en una caliente marea sulfurosa procedente del pozo artesiano.
Robert Di Caela abandonó de súbito su apatía y dejó caer la mochila de Marigold y su propio peto.
A su alrededor, unas espectrales formas blancas se escurrieron entre gritos y aullidos hacia las rendijas de la roca. Fuera cual fuese su transformación a lo largo de los años y dada la permanente oscuridad en que habían vivido, los gatos de Mariel eran todavía suficientemente gatos para sentir un sano temor al agua.
Ahora sin más prendas que una túnica de lino, sir Robert se elevó con las aguas. Una vez miró hacia abajo para ver si Marigold lo seguía. La linterna se apagó cuando la inundación alcanzó la repisa, pero, en su última vislumbre de la chica, el caballero la vio metida hasta el cuello en el líquido elemento, empeñada en recuperar su bolsa de cosméticos, que había quedado enganchada entre dos sólidas rocas.
Robert contuvo el aliento e intentó nadar hacia ella, pero sin luz no pudo volver a localizarla. Le ardían los pulmones, tenía los músculos acalambrados, y todo cuanto logró fue pedalear en el agua hacia la débil claridad que penetraba desde arriba hasta que, tan privado de sus bienes terrenales como pudiera estar un hombre casi desnudo, asomó a la superficie de la fisura, donde los robustos brazos de Brandon tiraron de él hasta subirlo al saliente de piedra.
—¿Y Marigold? —jadeó sir Robert mientras las aguas alcanzaban cada vez mayor altura y ya se derramaban por encima de la roca.
El añoso caballero consiguió ponerse de pie, al fin, y se colocó al lado de sus familiares y amigos. Enid abrazo a su maltrecho padre, y Bayard levantó la linterna, cuya luz se quebró sobre la superficie de las crecientes aguas.
Aguardaron cinco minutos, diez.
Hasta que, en el centro del nuevo lago subterráneo, surgió una especie de velero amarillo, flotando absurdamente a cierta distancia del medio sumergido cuerpo de la voluminosa joven ahogada, que aún sostenía su bolsa de cosméticos en un terrible agarre que, sin duda, duraría ya para siempre.
—¡El ingenio, sir! —musitó Brandon, desconcertado, con voz nerviosa.
—¿Qué hay de eso? —preguntó Bayard, impaciente, sin apartar la vista de la oscilante superficie del lago.
Pero la oscuridad formó un espeso remolino y pareció petrificarse, con lo que no permitió distinguir nada.
—El ingenio, sir. Permanece indestructible a pesar de toda el agua y de la conmoción.
Bayard se soltó despacio del joven caballero para arrodillarse en el ya inundado suelo de la caverna.
Habían perdido a Marigold y, encima, disponían de menos tiempo para descubrir el funcionamiento de la misteriosa maquinaria situada al otro lado de la fisura y envuelta en negrura. Desconsolado, Bayard alzó la vista para escudriñar las tinieblas, esperando poder columbrar lo que tanto necesitaba ver.
—Si no hay modo de examinar el artilugio, todo habrá sido inútil —murmuró.
Y debajo y encima de él —en todas partes, en realidad, y, de forma inexplicable, hasta en su propio interior—, se produjo un quedo y sordo ruido, como si aquel mundo subterráneo entero se riera.
Despacio, casi con reverencia, el namer aplicó una oscura piedra al redondel. Luego colocó otra, y otra. Pronto fueron seis las piedras que adornaban el centelleante campo, y el namer continuó con su tarea.
—Hay toda clase de trampas —dijo, y quienes lo escuchaban se movieron inquietos, mirando a su alrededor.
* * *
La abovedada pieza en que Ramiro y yo nos hallábamos tenía las paredes cubiertas de estanterías casi vacías, ya que en ellas había sólo algún libro, rollos de pergamino o manuscritos sueltos. Los volúmenes encuadernados en cuero estaban a una altura apenas alcanzable, y sus lomos presentaban líneas y dibujos que, o bien constituían una caprichosa forma de decoración, o quizá fuesen un indescifrable alfabeto. Más de un libro se veía mohoso a causa de la permanente humedad que allí reinaba.
En el recuerdo, la biblioteca de Gileandos me pareció pequeña y pobre. Y otra cosa: dado que el cuero de casi todas las encuademaciones había sido engrasado, supuse que esos volúmenes habrían sido leídos en alguna ocasión, al contrario que en la casa del foso, donde nuestro tutor solía elegir los libros por sus dimensiones, su olor a cerrado y sus rimbombantes títulos.
Bajo la guía de Gileandos, yo nunca había llegado a ser muy amante de los libros. En consecuencia, también estos volúmenes sólo tenían para mí el valor de meros objetos decorativos. Mucho más me interesaban los que-tana, esas criaturas espantosamente pálidas que se introducían en la habitación y salían de ella de la misma manera silenciosa, para cumplir sus misteriosas funciones.
No resultaban mucho más atractivos en su actividad cotidiana que cuando se dedicaban al asalto en las colinas. Tenían la piel azulada, ojos saltones y escaso cabello ceroso. A primera vista, parecían más unos tubérculos exóticos que seres humanos. Su lenguaje era indescifrable, cuando hablaban entre ellos, si bien, y como era de esperar, sonaba de modo semejante al dialecto empleado por Caminador Incansable cuando se dirigía a sus hombres: un idioma lleno de consonantes, y muy entrecortado. Sin embargo, no era exactamente la lengua empleada por los Hombres de las Llanuras, sino algo más oscuro, lleno de enormes silencios y ecos, con acuosas vocales que surgían de las profundidades de la garganta.
Percibí la misma música cuando nos decían algo a nosotros en la lengua común: una fluidez resultante de la fosca resaca de su acento subterráneo, que me hizo pensar en manantiales de agua caliente y geiseres.
El ruido y la actividad que había a mi alrededor cesaron de repente. Y desde el otro extremo del pórtico vi avanzar hacia mí al propio Firebrand, adornado de manera más ceremoniosa con cuentas y collares, empuñando además un gran báculo ganchudo.
—Espero que os hayan acomodado bien —dijo, y acercó a mi lecho una silla de junco, en la que tomó asiento.
Ramiro se movió con disimulo para no perderse nuestra conversación. Los que-tana, por su parte, se apresuraron a apartarse antes de que su jefe estuviera instalado y se dedicaron tímidamente a cualquier otro quehacer en un punto más lejano de la estancia.
—Lo mejor posible, dadas las circunstancias —contesté yo en lengua común.
—Comprendo —replicó Firebrand—. Temo poder hacer poco, respecto de vuestro hermano muerto o de los vespertilios, pero quizás haya forma de... devolveros al otro hermano que os queda.
—Ya es hora —declaré—. Según mis cálculos, llevamos día y medio confinados aquí. Al fin y al cabo, el trato establecido a través de los ópalos incluía la liberación de mi hermano.
Firebrand hizo un gesto dramático, y por la puerta entró Brithelm; iba tan desaliñado como siempre pero, considerando su secuestro y la permanencia bajo tierra, tenía bastante buen aspecto. Brithelm sonrió con afabilidad, tropezó con un atril e hizo caer al suelo varios rollos de pergamino.
—Perdón... —murmuró, cuando los Hombres de las Llanuras acudieron a recoger los manuscritos, e, inclinándose, tomó una hoja suelta y se puso a examinarla mientras caminaba en dirección a un antorchero que había en la pared, para que la luz le llegara por la espalda.
—¡Brithelm! —grité—. ¡Gracias a todos los dioses que estás vivo!
Mi hermano levantó la vista de la página y contempló con reverencia el techo de roca.
—¡Agradezco a los veintiún dioses que me hayan conservado la vida! —exclamó él en tono solemne, pero volvió a su lectura.
»
¡Historia! —dijo encantado—. ¡Mi tema favorito!
Una mujer joven, que había perdido la paciencia, le arrebató el papel de la mano.
—¿No habla más que de arquitectura? —preguntó Brithelm con cara de decepción—. ¡Cuando leo algo histórico, quiero encontrar una buena escena de esgrima!
—Pues bien —intervino Firebrand con un impaciente chasquido de los dedos—. Referente al trato... Creo recordar que tenéis algo que entregarme, sir Galen.
El namer se inclinó hacia adelante, de modo que sus oscuros cabellos le cayeron sobre el rostro y cubrieron la oscura frente, el parche de cuero y el ardiente ojo único.
Yo me mantuve en mis trece. Habíamos llegado a un lugar donde no existía diferencia alguna entre el temor y la valentía. Firebrand nos tenía a los tres —a mi hermano, a Ramiro y a mí—, y haría lo que le diese la gana, sin tener en cuenta mi cobardía o cualquier bravata que yo me permitiera.
—Tengo entendido que aguardasteis siglos enteros para poseer lo que os traigo —respondí—. ¡Bien podéis esperar un poco más, mientras yo abrazo a mi hermano!
No tuve ocasión de pronunciar más palabras, porque Brithelm vino a mí para saludarme con todo afecto. Me golpeó la espalda y repitió un sinfín de veces lo contento que estaba de que hubiese «pasado a visitarlo».
Su alegría revelaba que, desde luego, no tenía noticia de la muerte de Alfric. Pero no era el momento más adecuado para decírselo. Tal como se presentaban las cosas, no habría sido de extrañar que en pocas horas perdiese al otro hermano.
—En realidad, Galen —dijo Brithelm en medio del silencio que se había hecho al mirarnos muy atento el que-tana—, aquí abajo poca cosa puede uno hacer, aparte de leer y contestar a las numerosas preguntas de Firebrand.
—¿A las... numerosas preguntas? —inquirí, clavando la vista por encima del hombro en el amenazador ojo de nuestro secuestrador.
—Creo, sir Galen, que... el momento de las charlas amenas ha pasado —anunció el namer con frialdad y un asomo de enojo en la voz.
Extendió la mano con la palma hacia arriba, y el ambiente se hizo denso, incandescente.
Despacio y con reluctancia le entregué el broche. Firebrand se estremeció brevemente y suspiró cuando, por fin, lo tuvo en la mano. Sus guardaespaldas, hombres de fieros y expectantes ojos negros, formaron enseguida un estrecho círculo a su alrededor. Ramiro, que había permanecido todo el rato reclinado en un catre, se levantó para acercarse a mí con actitud defensora.
—Y ahora —dije cuando Firebrand alzó el broche para examinarlo extasiado a la luz—, es hora de hablar de nuestra partida...
—Os habéis visto de nuevo, ¿no? —respondió él con brusquedad, sin separar la vista de los relucientes ópalos—. Es todo lo que prometí, si mal no recuerdo.
—¿Cómo, charlatán del diablo...? —comenzó Ramiro, pero la presencia de una docena de guardias lo obligó a contentarse con un discreto silencio.
Firebrand se sujetó el broche a su túnica con la delicadeza y gracia de que hace gala una mujer cuando se prepara para un gran banquete. Luego clavó el ojo sano en mí, y una irónica sonrisa le cruzó la cara.
—Vos no seríais un buen abogado..., ¿no es cierto,
Comadreja? —
preguntó malicioso—. ¡Sí, sí! Conozco sobradamente la historia, ya que las piedras de mi corona me permitieron seguir vuestras artimañas para ser nombrado caballero en aquel vetusto castillejo. Con vuestra zorrería y las ordinarias tendencias que tenéis, más os valdría ser realmente una comadreja. De haber dejado a Brithelm donde estaba y abandonado vuestra loca aventura cuando aún teníais esa posibilidad, a estas horas conservaríais a otro hermano en las Tierras Luminosas. Y, además, os quedarían largos años por delante.
Firebrand hizo una pausa, dando vueltas al báculo con su oscura mano.
—Tened en cuenta —prosiguió— que los años se reducen a minutos, y que los propios Pathwarden desaparecerán rápidamente. Me imagino que a vuestro padre, allá en Solamnia, le hará poca gracia vuestro sentido del honor, en comparación con la vida de tres hijos y la extinción de su apellido.
Quise responderle, pero mis palabras parecieron perderse en un oscuro corredor, dejándome solo, sin habla y con una terrible sensación de fracaso, consciente como estaba de que, aparte de todos los alardes y relumbrones solámnicos, el corazón de mi padre estaría de acuerdo con ese canalla, y de que, en los años que le restaran de vida, parte de él me odiaría por mi engreída estupidez y por ese concepto mío de la caballerosidad que le había costado todos sus herederos. Firebrand me miró fijamente y movió la cabeza de modo afirmativo, convencido de que sus palabras habían calado muy hondo en mí.