El ingenio procedía de milenios atrás... ¡y era obra del propio Huma! ¡Qué encantador y talentoso! Pero su complejidad encerraba una magia sencilla.
«Cuando llegue su momento, despertará al gusano. Nada más que eso.
»
Y el gusano, salido de su letargo, correrá a la superficie bajo la cual ha dormido desde la Era de los Sueños, y reventará el continente desde Palanthas hasta Port Balifor.
»
El Cataclismo se repetirá, y constituirá nuestro portal de regreso al mundo...»
Sargonnas se alzó en el Abismo como un buitre que describiera lentos círculos sobre un campo de batalla al igual que un pájaro herido en busca de agua.
También él describió círculos encima de la historia, sumido en sus recuerdos.
«Doy gracias a mi suerte por ese estúpido del Escorpión —pensó—. Otro visitante convencido..., como todos los demás..., de poder imponer su voluntad a los dioses.
»
Me costó años enteros convencerlo de que mi voz era parte de sus pensamientos.
»
Y, cuando lo conseguí, el resto fue fácil.»
Sargonnas rió de nuevo, y la tierra tembló, de siniestro acuerdo con él.
* * *
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Gileandos, nervioso, apartándose rápidamente de la pared, como si fuera metal fundido.
—Tal vez se trate del resquebrajamiento prometido —contestó Bayard, intranquilo.
—Bien, pues... —dijo Gileandos, y al momento dio media vuelta en dirección al camino ascendente y al castillo y a la luz.
Sus pisadas resonaron en el corredor hasta pararse.
Nadie lo seguía.
Por el contrario, los demás —Andrew y Robert, Bayard y Enid, Marigold, Raphael y Brandon— permanecían reunidos en círculo, preocupados por la monstruosa criatura que tenían al lado y por los temblores de tierra que se producían encima, debajo y alrededor de ellos.
Sólo sabían que la escalofriante criatura era negra e impenetrable como el ónice.
—Creo que..., creo que es tan grande como todo el castillo —susurró Enid, sujetándose a Bayard—. O incluso como el río Vingaard.
Sir Brandon, que estaba al otro lado del marido, asintió con un gesto de la cabeza.
—Tenéis razón, milady —murmuró—, y yo, desde luego, no quisiera verme en un lío con semejante engendro.
—¿Y si diésemos una vuelta alrededor de él, Brandon? —propuso Bayard con cara impenetrable, alejado de la luz de la antorcha.
Detrás de ellos, Gileandos gimoteaba en la oscuridad.
Brandon guardó silencio durante un rato. También su rostro quedaba medio a oscuras, pero por la inclinación de sus hombros podía adivinarse una reluctancia en él, y que el sentido del honor solámnico no acababa de estar de acuerdo con su cordura. Por último hizo un movimiento afirmativo.
—Una vuelta alrededor del monstruo, si así lo decidís, sir Bayard. Aunque yo no lo consideraría una «vuelta» placentera.
Y dio un tentativo paso hacia el corredor que se abría más allá.
—¡Eh, no tan deprisa, Brandon! —protestó sir Roben, al mismo tiempo que, como detalle caballeroso, se echaba al hombro la bolsa de comida de Mangold y ataba firmemente los cordones a una especie de mochila—. Sea lo que sea esa demoníaca criatura, el camino a seguir requiere una detallada inspección previa antes de meternos a ciegas en él.
—Sir Robert tiene razón, Brandon —reconoció Bayard—. Además, no olvidéis que necesitamos vuestras anchas espaldas para que me sirvan de apoyo. Al fin y al cabo, sólo vos y yo seguiremos adelante.
Apenas se hubo apagado el sonido de las palabras de Bayard, Enid expresó su desaprobación.
—Ya sé que vuestra postura es muy caballerosa y varonil, Bayard Brightblade —dijo—. También me consta que, en vuestra opinión, yo no entiendo de estas cosas. Es lo que vos afirmaréis, sin aceptar mis quejas. Pero yo no puedo permanecer aquí y permitir que os expongáis a morir por una mera postura.
—No me comprendéis, Enid —replicó el esposo con una breve y torcida sonrisa.
Hizo una señal a Raphael y el chico sacó de su bolsa una resistente pero ligera cuerda, producto de los Hombres de las Llanuras y muy útil para cualquier empresa. Bayard se la sujetó con doble vuelta alrededor de la cintura.
—¿Oísteis hablar de los laberintos de los minotauros? —preguntó a sus asombrados compañeros—. ¿Y de cómo una cuerda puede significar la salvación de quien se introduzca en ellos?
—Yo sólo sé que no estoy dispuesta a quedar viuda por ninguna maldita imprudencia de mi marido —insistió Enid.
—Ni él se propone dejaros viuda de este modo —respondió Bayard en tono ceremonioso y distraído, estrechando el tercer nudo—. Y ahora, Brandon, si sois tan amable de prestarme vuestro apoyo, descubriremos dónde termina el gusano, o dónde se halla el ingenio de que hablan las crónicas. Y, a juzgar por los temblores de tierra, apuesto algo a que no estamos lejos, y a que no vamos a necesitar toda la cuerda que llevamos.
Brandon tomó la soga y la contempló largamente y con gran interés, como si tuviera mil años de antigüedad, una reliquia cuya utilidad había sido olvidada. Con gesto travieso, Bayard tiró de la cuerda, que resbaló de las manos del joven.
—Espero que sujetéis eso con más energía, Brandon —musitó sir Robert.
Brandon contestó algo, inaudible y furioso, y, agarrando la soga, se la ató fuertemente a la muñeca y asintió en dirección a Bayard.
De repente, sir Andrew dio un paso adelante, asió el extremo de la cuerda y la anudó con fuerza a su propia muñeca. El fornido y añoso caballero comprobó la resistencia de la cuerda e hizo una señal afirmativa a sus jóvenes compañeros.
—Muchachos, no tengo palabras para expresar hasta qué absurdo punto me impresiona la idea de Bayard. Va a internarse en el corredor donde puede producirse un nuevo Cataclismo. Esos lugares tienen fama de ser tremendamente difíciles de recorrer. El suelo puede hundirse con sólo dar un paso en falso en la oscuridad. No tengo derecho a hablar en nombre de ninguno de vosotros, pero... ¡que me aspen si permito que unos Caballeros Solámnicos dejen que uno de ellos caiga y se haga daño! —Andrew tiró de la cuerda con energía—. Supongo —agregó— que es como dicen los cazadores de venados en Coastlund, de donde yo procedo: «Quien no pueda despellejar a la presa, que al menos se quede con una pata».
Aunque de mala gana, tenso bajo la armadura y pensando en los atractivos del queso y los embutidos, Robert Di Caela acabó por cogerse también a la cuerda.
Gileandos gimió de nuevo, pero al fin la asió igualmente. Bayard cojeó hacia el borde de la oscuridad con el brazo izquierdo descansando en el hombro de Brandon, mientras que con la mano derecha sostenía un sable desenvainado. Consideraba tonto llevar el arma a punto, ya que los animales encontrados en los corredores subterráneos eran demasiado insignificantes para preocuparse por ellos, o bien demasiado grandes para molestarlos. Pese a ello, parecía lógico y prudente penetrar en las tinieblas con la debida precaución... Sí, eso parecía solámnico y como exigía la Medida.
—¡Vuestra pierna, Bayard! —se quejó Enid, aunque sabía que sus protestas, argumentos o incluso súplicas serían en vano.
Sólo le quedaba el pequeño consuelo de haberle advertido de los riesgos que corría.
—Tendré cuidado, querida —trató de calmarla Bayard, pero sus palabras sonaron arrogantes y engreídas.
Esas mismas palabras fueron sofocadas por una pequeña voz en la intranquila imaginación de Enid, una voz que se hizo más y más fuerte y parecía salir de las paredes y del rocoso suelo y, sobre todo, de la aceitosa lobreguez de la fisura.
«Va a morir —repetía la voz—. Va a morir, y tú serás viuda a tus veinte años. Te quedarás sola con tus recuerdos y recelos en este espantoso e inseguro castillo. Tienes razón: no debieras haber dicho aquellas palabras referentes a la viudez. Esas palabras y su locura te dejarán desconsolada.»
—Dadme un poco más de cuerda, Robert —gritó Bayard desde las sombras—. Un hombre no puede aventurarse a correr tan serio peligro si aguantáis la cuerda como si jugásemos al tira y afloja.
La tierra volvió a retumbar, esta vez con intensidad. Y de pronto, como si el mundo se derrumbara y estallara encima de ellos, se hundió la parte de túnel que acababan de dejar atrás.
Sir Andrew soltó la soga y, precipitándose hacia Enid, la estrechó contra sí para protegerla con su cuerpo de las rocas que se desprendían y de la súbita oleada de agua. Marigold chilló y tiró de sir Robert hasta hacerlo caer sobre ella. Raphael quedó en el suelo, hecho una patética bola, mientras Bayard y Brandon retrocedían a toda prisa por el corredor, ansiosos de reunirse con los demás. Todos se abrazaron, chocando unos con otros entre voces de angustia. No había quien no esperase lo peor de aquellos techos y paredes.
Pero el hundimiento final no se produjo. Todo el pasadizo se inclinó a su alrededor, formando una nube de grava y escombros. Bayard abrazó a su mujer mientras Roben y Marigold desenredaban sus cuerpos y el malparado grupo de aventureros jadeaba y luchaba por respirar, medio asfixiado en aquel ambiente cargado de polvo.
—En esa dirección no hay más que cascotes —observó Robert, señalando el corredor. Agachado todavía bajo una rodilla de Marigold, se puso de pie como pudo—. Cascotes... y lo que quede de Gileandos.
Se produjo un tremendo silencio, en el que el horror de lo sucedido al tutor cayó sobre ellos como un nuevo desprendimiento de rocas.
Mientras Bayard y sus seguidores continuaban apiñados entre escombros a gran profundidad bajo los cimientos del Castillo Di Caela, presas del temor, Dannelle cabalgaba hacia las tierras altas del sur, montada en el menudo palafrén que Caminador Incansable le había proporcionado.
Se dirigía a su hogar sin permitirse descansar durante la noche, preguntándose qué encontraría allí y qué debía hacer, una vez en casa.
Su estampa resultaba graciosa: una joven de apenas veinte años y poco más de metro y medio de estatura, empujada su capucha hacia atrás por el fuerte viento y la loca cabalgada. La roja cabellera de la muchacha ondeaba en el aire como una bandera.
Parecía una escena de una pintura, una leyenda o un romántico mito, de no haber sido por el perro que Dannelle llevaba detrás. Porque
Birgis
la acompañaba, atado a su espalda como un bebé de los Hombres de las Llanuras, pese a que el animal pesaba casi tanto como la chica.
Su largo hocico descansaba en el hombro de Dannelle con la lengua fuera, feliz de respirar aire libre y poder gozar con el viento que le rozaba la cara.
—Yo ya no entiendo nada de nada —dijo la joven por encima del sonido del viento y del chacoloteo de los cascos, aunque nadie más que el perro, que apoyaba las cortas patas delanteras en sus hombros, podía oírla—. Queda fuera de mi comprensión que un robusto veterano como Caminador Incansable no pueda recoger sus cosas y descender a ese maldito laberinto donde están todos. ¡Apuesto cualquier cosa a que lograría regresar con Galen, Brithelm y Ramiro, y dejar atrás una gran estela de humo!
Dannelle hizo una pausa y se sonrojó al pensar que le hablaba a un perro.
Birgis,
por su parte, tenia los ojos cerrados y le gruñía suavemente en la oreja. Le olisqueó luego el cogote con toda tranquilidad, y su largo hocico dio unos golpecillos en la barbilla de la muchacha.
—¡Con todo lo que habla de prohibiciones e infortunios, resulta incapaz de levantar una mano! ¡Vaya con los Hombres de las Llanuras de Solamnia y sus promesas y la postura que adoptan!
Birgis
soltó un bufido, y Dannelle tuvo la sensación de que le contestaba, diciendo «Tienes razón, ama».
La muchacha resopló también, cuando el perro la lamió. Bajó la cabeza y tiró de las riendas, y el palafrén emprendió un suave galope cuesta abajo, por una pendiente que se extendía largos kilómetros en las estribaciones de las montañas Vingaard. Lejos quedaba el terreno rocoso y desnudo.
Pronto se vieron rodeados de vegetación, más allá de donde, días o años atrás —las cosas habían sucedido tan deprisa y en lugar tan profundo, que Dannelle confundía el tiempo transcurrido—, ella, Galen y los demás habían tropezado con el troll.
—Es como si hiciera una eternidad,
Birgis,
y no importa lo que indique el calendario o un reloj —dijo pensativa mientras continuaban rápidamente su camino y los delicados cascos del pequeño palafrén levantaban turba y barro detrás de ellos—. Y ahora el reloj ha vuelto a ponerse en marcha..., ahora que debo cabalgar en busca de auxilio. Ya me entiendes,
Birgis...
Es como si ese reloj tuviera que recuperar el tiempo perdido, porque Galen está en peligro, y las horas se hacen cada vez más cortas.
Dannelle miró al perro, y éste le lamió la nariz con toda ceremonia.
—¡Bueno, y los demás también corren peligro! —se corrigió—. Aunque creo que Shardos, tu amo, sabrá cuidar de sí mismo. Es que... Galen significa mucho para mí, ¿comprendes?
Siguieron adelante en silencio. La calzada parecía torcer hacia el este, si bien a la luz de la luna era difícil de comprobar.
—Lo que me preocupa de todo esto —confesó Dannelle cuando dejaron las tierras altas para descender a las aún empapadas Llanuras de Solamnia— es que no tengo ni la más ligera idea de lo que conviene hacer cuando lleguemos al castillo.
Birgis
soltó un enorme bostezo en el hombro de la muchacha. Ella dedicó un enérgico chasquido de la lengua al poni, que galopaba con valentía pero también con mucho mayor esfuerzo que cuando llevaba de paseo sobre su lomo a una elegante dama o a un niño.
Primero Dannelle no se dio cuenta de que el paso del caballito cambiaba y se hacía titubeante, cansado. Siempre había sido cosa del mozo de cuadras eso de hacer descansar, abrevar y sacar a tomar el aire a los animales, y si el viaje era largo, se encargaba de ello el hombre que la escoltaba. Hasta entonces, Dannelle no había hecho otra cosa que dar órdenes a sus siervos.
Sólo notó que el palafrén no podía más cuando redujo su paso a un trote, avanzó todavía más despacio y, por fin, se paró del todo y se negó a seguir.
Los tres parecían formar un cuadro, situados como estaban al pie de las azuladas y fragantes ramas de una enorme aeterna: el terco y agotado palafrén, la enojada joven y el perro, que olfateaba las ramas en busca de ardillas, importándole poco el conflicto existente entre la amazona y su montura.