—Hemos pasado por las Venas de Sargonnas —anunció Shardos cuando dejaron atrás la parte más tenebrosa de su travesía—. Las Venas del Puño Rojo.
—¿Las Venas del Puño Rojo? —repitió ella, convencida de que se vería tan atraída por la nueva narración como se había dejado conducir por el negro túnel.
—Es un nombre estremecedor —comenzó el juglar— y lleno de misterio, ya que los bardos y los namer, e incluso los sacerdotes, estuvieron a punto de olvidar al dios. Domina la venganza y el fuego, aunque aparte de eso poco se sabe de él. Es como esos huecos en los manuscritos, donde páginas enteras resultan ilegibles, están borradas o rotas...
—Lagunas —dijo Dannelle, aceptando nuevamente la mano del anciano cuando el pasadizo se estrechó y oscureció—. Esos huecos son llamados lagunas.
—Huecos o lagunas o misterios, la cosa es que los caminos de Sargonnas son bastante desconocidos. Los Hombres de las Llanuras lo emparejan con la gran serpiente Tellus, de la que afirman que permanece en eterno sueño debajo del continente de Ansalon, y que sólo se moverá al final de los tiempos. Otros lo ven como un carroñero pajarraco rojo; un buitre, quizás, o un enorme cóndor que se alimenta de las entrañas de quienes ofenden a su consorte, Takhisis.
—No me parece buena compañía para un sendero tan lóbrego, Shardos —objetó Dannelle.
No obstante, admiraba la seguridad del juglar, que de vez en cuando le advertía: «¡Cuidado con esta piedra, señorita!» o «¡Bajad la cabeza, señorita!».
A su alrededor sonaban las voces de pequeñas criaturas de las tinieblas, sin duda sorprendidas por los extraños ruidos y por la prisa de las dos personas que pasaban por allí, con un perro pisándoles los talones. En cierto momento, Dannelle percibió un aleteo y, poco después, debajo mismo de sus pies hubo un extraño zumbido.
Se dijo que, evidentemente, el viejo se guiaba por un incomprensible sentido de la orientación, algo que debía de ser el resultado de tantos años de caminar sin ver por las tierras de Krynn. Era uno de aquellos casos raros en que una desgraciada pérdida se convertía en ventaja, y la debilidad en energía.
Dannelle se sorprendió al descubrir que, al mismo tiempo, pensaba en Galen y sonreía en la oscuridad.
Años atrás, Dannelle había tomado el mejoramiento de Galen como una especie de juego, porque a su llegada al castillo le hacía falta aprender muchas cosas.
Cuando se sentaba en los sillones de caoba del gran salón, apoyaba una pierna en el brazuelo, y una cena de etiqueta resultaba un compromiso, ya que, por lo visto, en Coastlund nadie había oído hablar del tenedor. Tal vez creyesen que sólo se ponía en la mesa como complemento estético, al otro lado del plato, del cuchillo y de la cuchara, que eran los cubiertos realmente útiles.
Galen comía como un gully o, al menos, como ella se imaginaba que lo haría un gully. En los primeros meses de su estancia en el castillo, antes de que se fijara en los demás y empezase a conocer un poco las normas de la educación, Dannelle Di Caela se horrorizaba cuando el muchacho arrojaba cartílagos de cerdo debajo de la mesa, para satisfacción del último perro con el que había hecho amistad.
Realmente, Galen Pathwarden tenía gran facilidad para eso de las amistades. Marigold, la más lejana prima de Dannelle, se había acercado al chico después de cansarse de dos de los más jóvenes y apuestos guardias del palacio. Por algún desconocido motivo, Galen fue el siguiente, aunque Dannelle sospechaba que era debido a sus posibilidades de ser armado caballero. A Marigold le gustaban los hombres de armadura.
Durante meses enteros, Dannelle había estado en ascuas mientras ellos dos se dedicaban a sus amoríos en las alcobas de la otra torre. Galen parecía encontrar muy nuevo y fascinante aquel amancebamiento, pero Dannelle vigilaba con creciente irritación cómo se encendían y apagaban las luces en diversas habitaciones del otro lado del patio.
Mas también aquel arreglo había cesado de manera gradual, como el juego con los perros y los restos de comida. Sin embargo, y no hacía de ello ni un mes, Dannelle había opinado que la Noche de las Reflexiones del joven llegaba en el momento justo, y que por fin se desarrollaba y florecía en él el sentido de la caballería. De una caballería de la nueva generación, que no negaría a una muchacha el deseo de practicar la cetrería, salir de caza, montar a caballo y ser algo más que un objeto de lujo en el castillo, semejante a los mudos pájaros mecánicos de sir Robert.
Ella había continuado soñando con esa clase de caballería pese a los tropiezos en las luchas y la incertidumbre del mando, pese a las desencaminadas visiones en los ópalos y a los desastres que parecían sobrevenir cuando el muchacho era guiado por las piedras, el broche y los augurios.
Dentro de todo había parecido un mundo posible, incluso aunque apareciesen extraños monstruos y los misteriosos que-tana. Por eso no podía acabar la cosa del modo que era de temer.
En las historias de Shardos siempre se hacía realidad la promesa de un muchacho, finalmente era desenvainada la espada mágica y demostrado su poder, y el pájaro parlante tenía algo magnífico e importante que decir. Reaparecía el libro perdido, la nave errante regresaba a puerto, y el tercer hijo prosperaba a pesar de su improbable herencia...
Dannelle volvería a ver a Galen. Así acababan aquellas historias.
La senda torció hacia arriba, muy empinada, y los tres —el juglar y su perro y la joven dama— emprendieron la subida que, al cabo de menos de un kilómetro, había de conducirlos a la superficie y a toda la seguridad que podían esperar en los límites de la apurada Solamnia.
Dannelle logró distinguir los contornos de las piedras y del túnel en medio de una profunda y pesante atmósfera gris. Ahora pudo seguir a Shardos sin necesidad de tener que ser guiada como una niña o un borrico.
—Nos acercamos a la superficie, querida —dijo el anciano—. ¿No lo notáis?
La joven respiraba con más facilidad y saboreó el dulce y metálico olor de la lluvia, adivinando más allá la existencia de enebros y aeternas.
En lo alto de las montañas era medianoche, pero la luz de la luna resultaba de un brillo casi insoportable. Dannelle se protegió el rostro por espacio de un instante, y luego se cubrió la cabeza con la capa. A su lado estornudó
Birgis,
probablemente a consecuencia de la súbita claridad.
Shardos tomó de nuevo la mano de la joven y le susurró con dulzura:
—Descansad, querida, pero sólo un rato. Aunque las probabilidades parezcan más discutibles que las distancias, apostaría cualquier cosa a que os corresponderá un papel en la historia, antes de que ésta termine. Pero no tendréis que hacerlo sola. De eso podéis estar segura. Descansad ahora un poco, y la ayuda os llegará en su momento.
Con la cabeza todavía tapada y los ojos cerrados para que no la cegara el esplendor de la luna, Dannelle oyó cómo el hombre daba media vuelta e iniciaba el descenso. ¡Volvía a las oscuridades del interior de la montaña!
—¡Shardos! —gritó ella, dispuesta a seguirlo.
El juglar estaba ya en la boca de la caverna, nuevamente medio engullido por las sombras.
—¿Esperabais que os acompañase a casa, milady? —preguntó, deteniéndose junto a la entrada—. Aunque la perspectiva sería mucho más agradable que la de verme otra vez frente a Firebrand y sus paliduchos súbditos, es un camino que no debo hacer. Lo siento, pero soy más necesario abajo que arriba.
Dannelle dio un paso hacia él, mas el juglar la hizo apartarse con un amplio gesto de la mano.
—¡Sed buena chica! —insistió Shardos—. Se aproxima el momento de afrontar grandes dificultades. Vos tendréis ahora un breve respiro, Dannelle Di Caela, antes del más duro recorrido. Como os dije hace sólo unos minutos, descansad entre tanto, y os llegará ayuda.
La joven permaneció un buen rato sentada, con la cabeza entre las manos.
Birgis
la miraba con una extraña y sabia expresión de ansiedad. Ladeó la cabezota y apoyó el largo e impresionante hocico en su regazo. Finalmente, Dannelle le acarició la oreja con un perezoso movimiento circular, de manera tan despreocupada como si toda aquella aventura no fuese más que una ensoñación mientras lavaba ropa en las tinas del castillo.
Caminador Incansable encontró a Dannelle rascándole las orejas al perro y con la mirada perdida en las alturas. El hombre sonrió y la condujo al calvero donde se hallaba todavía la pequeña yegua, la única montura que había continuado allí al dispersarse los demás caballos solámnicos.
El hombre se dijo que las muchachas soñadoras no eran las amazonas más resistentes. Y el camino hasta el Castillo Di Caela era largo, duro incluso para un soldado de caballería. ¿Qué no lo sería, pues, para una señorita acostumbrada a las atenciones de los criados y a las gentilezas de los cortesanos?
Pero entonces pensó que, en cualquier caso, no le quedaba más remedio que confiar en los más singulares héroes: un juglar ciego, un clérigo ofuscado y un hocicudo perro. Un sorprendente trío que confiaba su salvación a unos Caballeros Solámnicos aún más singulares: un epicúreo de ciento treinta kilos de peso, mucho más inclinado al solomillo y al buen vino que a la espada y el escudo, y un jefe que no parecía muy hábil ni experto.
«La confianza en ellos —reflexionó Caminador Incansable— significa el comienzo de la más firme fe.»
La muchacha echó a andar cuando él le posó una suave mano en el hombro.
* * *
Sargonnas los vio a todos cuando alzó la mirada desde el fondo del Abismo, encendido en sus ojos el fuego de los negros ópalos. Los vio a todos y soltó una carcajada que recordaba los graznidos de las aves carroñeras.
Sargonnas aguardaba muy debajo de los tenebrales, los que-tana y los vespertilios.
Debajo de Firebrand y debajo, asimismo, de las profundidades de los ópalos.
Debajo de la mismísima oscuridad, debajo de cualquier visión, de toda capacidad de imaginación e, incluso, debajo de cualquier posible creencia.
Y los túneles que surcaban las entrañas de los montes Vingaard eran conocidos como sus Venas.
«¡Que Firebrand reúna sus piedras! —pensó el infernal dios—. Que sean diez, once, doce, y que al final sean trece.
»
Firebrand es forraje, es leña. Pero ese ojo es mi luz sobre la historia.
»
Firebrand es como todos los mortales, que viven atrapados por sus ansias de poder o de venganza, de amor o de reconocimiento, o por simple consideración a alguna cosa, con tal de calmar el dolor de sus graves heridas.
»
Poco importa lo que quieran, porque todo desemboca en lo mismo.»
Sargonnas se apoyó en un remolino de oscuro aire, allá en el centro del Abismo. Rió de nuevo, y de lo más hondo de su risa surgió un olor a basura, humo y sangre, olor que se mezcló con la vista y el sonido hasta que incluso las cosas que revoloteaban a su alrededor en el Abismo se retiraron instintivamente del hedor y el ruido.
«Sus deseos cambian de un día para otro —pensó Sargonnas—, y con frecuencia se hacen más fuertes y oscuros.
»
Ahora, Firebrand se figura que la divinidad reside en el corazón de una simple piedra. También está convencido de que en el cielo hay sitio para sus estrellas...»
La risa de Sargonnas se redujo a una reluciente mueca roja. «Firebrand —concluyó el hilo de sus pensamientos— no es más que un catalejo. Durante años observé el mundo a través de su ojo y me enteré de toda la historia. Y eso, en efecto, tiene su valor. Pero no es bastante.»
Sargonnas suspiró en medio de una vorágine de negrura. Tres mil años era un espacio de tiempo muy largo, incluso para un dios. Tres mil años en que las únicas voces de mortales que había oído eran como la de Firebrand: aquellas suficientemente temerarias o codiciosas o enojadas para invocarlo.
Habrían sido unas doce.
Un mago loco de Neraka, que creía ser el dios Chemosh y llevaba una máscara de calavera y una capucha destinada a esconder la terrible rabia que le producía tener que morir.
Un traidor Caballero Solámnico que, después de asesinar a sus dos hijos, aún no había encontrado dónde alojar su ira.
Uno o dos clérigos, o quizá más.
Entre esas voces, el tiempo había transcurrido a rachas, fragmentado.
Sargonnas había olvidado a casi todos los visitantes, porque eran intrascendentes. Hombres sin importancia, que no habían creído en nada hasta que eso les resultaba insoportable, y que entonces creían en Sargonnas.
A quienes, por cierto, traicionaba tan pronto y rápidamente como podía, según sus debilidades. A quienes volvía a abrir las heridas que los habían llevado a él y, después, les dejaba ver cómo esas viejas heridas se infectaban y extendían y los devoraban como el fuego, un ácido o un ansia de venganza.
Firebrand era el más reciente, aunque no el más destacado. Sin embargo, si las cosas sucedían como Sargonnas había previsto y planeado, el namer de los que-tana sería el último de sus visitantes. Cualquier día, los oscuros dioses regresarían a Krynn.
Porque, junto con el supuesto rey de los que-tana...
Estaba el gusano.
El gusano del valle, Tellus, dormía bajo la superficie de Ansalon, soñando con la luz y el movimiento y... con un terrible despertar.
En la remota Era de los Sueños, cuando los oscuros dioses cayeron en el más profundo de los destierros, la puerta del mundo luminoso fue sellada detrás de ellos. Todos esos dioses —Morgion, Hiddukel, Sargonnas y Takhisis, Reina de la Oscuridad— se precipitaron en tremenda confusión Abismo abajo, donde ya no cabía seguir cayendo porque allá, en el fondo, todo se había convertido en nada. Se pararon en la nada, en medio de la nada, y sólo pensaban en su exilio.
Al ser desterrados los dioses, el gusano Tellus, al borde del despertar, había temblado bajo la superficie del mundo para volver a hundirse en un sueño que duraría casi tres milenios.
Un sueño que estaba a punto de terminar. Y, cuando los dioses oscuros invadieran el mundo, sólo uno de ellos conocería a sus pueblos. Sólo uno poseería una historia... Y a él acudirían todos los adoradores. Porque, si bien el gusano del valle representaba el poder, los ojos de la corona significaban sabiduría.
Al no ser ya Consorte de la Oscuridad, él sería la misma Oscuridad.
Sargonnas cerró su ojo de rapiñador, y de su garganta brotó una cavernosa voz de contento cuando la tierra que tenía encima tembló. Poco a poco recordó su triunfo, porque hasta un dios repetía sus pensamientos en su exilio del Abismo.