Pero Bayard Brightblade no estaba tan seguro.
Completaban el grupo unos cuantos criados: enlaces y porteadores. Dos de los hombres habían sido adiestrados como zapadores, y Bayard confiaba en poder emplear su habilidad para usos menos militares. También estaba allí Gileandos, el tutor, que rondaba alrededor de sir Robert y sir Andrew haciendo gala de sus conocimientos sobre las diferencias entre estalactitas y estalagmitas, y la manera de recordarlas, hasta que sir Robert se hartó y le sugirió coger un farol y hacerse «útil por una vez en la vida».
En total eran casi unos veinte.
—Un pequeño ejército —como musitó Bayard, un poco irritado porque él había soñado con una aventura, la de un solo caballero o, como mucho, tres o cuatro, en las interioridades de la tierra, donde probablemente los aguardarían desconocidos peligros.
Pero, con un grupo tan numeroso, las circunstancias estaban en contra de cualquier riesgo acechante. Bayard admitió que lo enojaba semejante desigualdad. Sus seguidores se apiñaron a su alrededor hasta que él se sintió como un maestro de escuela o una institutriz que fuera de excursión con un montón de chiquillos inquietos.
* * *
—¿Qué..., qué parece esto, Bayard? —preguntó sir Andrew, parpadeando a la luz de la linterna que Gileandos sostenía demasiado en alto.
Todos los caballeros examinaron la fisura. Andrew cambió de postura, incómodo, bajo el considerable peso de Bayard.
—No puedo ver nada si me balanceo como una barca —protestó el castellano, y el viejo dejó de moverse.
Brandon Rus, por su parte, se inclinó hacia adelante y, tomando el farol de uno de los enlaces, arrojó luz sobre la grieta.
Una maraña de raíces, procedentes a no dudarlo de los grandes parques de almeces y vallenwoods que se extendían a partir de las murallas del castillo, cruzaba la abertura como si constituyeran las venas y arterias del mundo. Y detrás de aquella red de rizomas se adivinaba una negrura todavía mayor... Un túnel, sin duda, o un pasadizo formado allí donde las raíces habían removido y desplazado la tierra a su alrededor.
Todos los exploradores permanecieron boquiabiertos ante aquella boca oscura. Bayard intentó aproximarse más, pero la reluctancia de sus acompañantes lo detuvo.
—Las historias no hablan de... galerías subterráneas —murmuró Brandon.
—Pues yo leí algo sobre ellas, en uno o dos capítulos —contestó Bayard en un ominoso susurro, cuando los asustados ojos se volvieron hacia él.
Gileandos se colocó de cara al grupo, dando la espalda al tenebroso hueco.
—Os halláis ante una grieta producida por un accidente, caballeros —dijo—. Se trata de un capricho geológico. Todo cuanto nos toca hacer a nosotros es reparar el agujero, si queréis conocer mi opinión. No es nada que no pueda arreglar un buen albañil, y los calabozos quedarán como antes.
Bayard observó con curiosidad al viejo tutor, pero no objetó nada. Los criados anunciaron su acuerdo con el erudito. Era evidente que todos ansiaban verse nuevamente arriba, en lugar caliente, seco e iluminado.
Entre toda aquella gente, Bayard sólo estaba seguro de contar con un corazón valeroso.
—¿Qué opináis vos, Brandon Rus? —preguntó, apoyándose pesadamente en la pared que daba a la boca del túnel, un pie ya casi metido en la enmarañada oscuridad que se abría donde no llegaba la luz de los faroles.
El joven tardó en responder, indeciso entre la debida cortesía solámnica y la verdad que ya sospechaba: la de que sir Bayard sabía más sobre aquellos misterios subterráneos de lo que, por la razón que fuera, quería demostrar.
—No cabe duda —dijo al fin Brandon, despacio y con tacto— de que el maestro acierta al afirmar que esto es un accidente de la naturaleza. Razón de más para que sigamos adelante y exploremos el fenómeno, aunque sólo sea en bien de la ciencia...
—Y —agregó sir Andrew— nunca se sabe si algo como esto no se extiende por debajo de los cimientos y puede minar toda la maldita arquitectura.
Bayard respiró con fuerza y buscó apoyo en los brazos del joven. Cuando sir Andrew se colocó tras él, un tenue y desagradable olor a poca limpieza y otro más intenso a vino agrio se perdieron entre el humo de la antorcha.
El castellano suspiró. Era posible que la higiene no figurase entre las virtudes de sir Andrew, pero en cambio poseía las del valor y la lealtad.
Los caballeros se situaron juntos al borde de la fisura, en espera de algo que no acababan de entender.
—Como..., como el único científico acreditado de nuestro grupo —comenzó Gileandos—, os aseguro que, en él mejor de los casos, los descubrimientos que pueden hacerse en las entrañas del subsuelo de este castillo serán mínimos. No hay que olvidar que esta área ya fue excavada, removida, prorrateada e inspeccionada durante mil años. No existe nada nuevo debajo del Castillo Di Caela...
—¡Basta, Gileandos! —lo acalló sir Robert.
—Y que, si hay túneles, seguramente...
—¡Basta ya,
Gileandos! —tronó sir Robert ante el silencio de todos los demás.
Detrás del corro se produjo un leve ruido, seguido de un súbito estrépito, cuando uno de los jóvenes enlaces dejó caer su lámpara y echó a correr escalera arriba en busca de la luz del día y la seguridad.
—Bien... —dijo sir Robert en tono ya más tranquilo, aunque con cierta resignación y tristeza, al unirse a los otros tres que se disponían a pasar de los sótanos a la fragosidad de raíces y resbaladizo barro—. Dame tu farol —le dijo al enlace más próximo—. Los demás podéis volver a vuestros quehaceres de arriba. Comunícale a mi hija adonde hemos ido. ¡Podemos emprender la aventura, pues! —exclamó exultante—. ¡Es magnífico comprobar la de cosas que pueden suceder en una mazmorra!
Sus compañeros se miraron con expresión de curiosidad, y luego volvieron a observar a sir Robert. Todos ellos educados al estilo solámnico, aguardaron cortésmente a que el resto del grupo subiera la escalera en fila, camino del gran salón y del aire libre y de la luz. Bayard lanzó una fría ojeada a Gileandos, que se detuvo un momento en el primer tramo para inclinarse hacia las sombras, sin duda en espera de enterarse de lo que ocurría una vez desaparecido el séquito. El viejo erudito soltó un bufido y echó un vistazo al sótano.
Eso fue demasiado para sir Andrew.
—¡Diantre! ¡Si tenéis que poneros a lloriquear o hacer pucheros, prefiero arriesgar nuestras vidas y llevaros con nosotros!
El tutor se apresuró a bajar de nuevo los peldaños. La oscuridad del cuarto se hizo más profunda cuando la puerta del calabozo se cerró detrás de los seis. Sir Robert alzó la linterna, y todos los rostros quedaron bañados en una luz anaranjada.
—Aquí estamos, pues —dijo Bayard, sonriente—. Un joven caballero poco experimentado, otro maduro y algo maltrecho, y tres más...
—¡Viejo, deberíais decir! «Viejo» es la palabra. Como el queso o el vino.
Sir Andrew rió divertido, y sir Robert le siguió el juego.
En el entusiasmo y los movimientos de esos dos ancianos caballeros había algo que Brandon no acababa de entender. Ni tampoco Bayard, la verdad, aunque su pierna se lo susurraría en la estación de las lluvias de los años venideros.
Ahora eran dos hombres viejos que se miraban, a punto de emprender una nueva aventura. A los dos se los veía fatigados, ansiosos de descanso, de dormir en lechos de plumas con buenas mantas, de beber buen vino y escuchar el parloteo de los nietos.
Sin embargo, ambos sabían que, fuera lo que fuese aquello que aguardaba detrás de las paredes del sótano, había de ser encontrado.
Bayard alzó súbitamente la mano.
—¡Escuchad! Oigo algo en...
Un gran silencio llenó el sótano. En el piso de encima había ruido de pisadas, y una rata corrió a refugiarse en un oscuro rincón; sus ojos relucieron encarnados cuando la luz de la antorcha se reflejó en ellos.
Durante largo rato no se percibió nada.
Luego pareció vibrar un resplandor en lo alto de la escalera. Alguien bajaba apoyado en el pasamano hasta que éste terminó. Los pasos que siguieron fueron más cuidadosos e inseguros. La persona que fuese, iba al encuentro de los caballeros.
—¿No os ordenamos retroceder? —gritó sir Roben.
Algo menudo y acostumbrado a las tinieblas chilló en un ángulo del sótano. Gileandos dio un salto, y la luz que llevaba en la mano se tambaleó de mala manera.
—¡Sostened eso debidamente, Gileandos, u os vais a quemar vivo! —lo riñó Andrew.
El tutor gimoteó, pero se mantuvo tan quieto como pudo.
—Siento no poder obedeceros, sir Robert —pió entonces una vocecilla desde la escalera.
Era Raphael.
—¡Regresa junto a los demás, chiquillo! —le ordenó Bayard, impaciente, sin apartar la vista de la fisura abierta en la pared.
—Lamento no poder obedecer yo tampoco, sir Bayard —sonó entonces otra voz, todavía más familiar.
—¡Enid! —exclamaron Robert y Bayard al mismo tiempo—. ¡Volved atrás enseguida!
Y se miraron uno al otro con expresión estúpida.
—¡No! —replicó la señora del castillo con voz musical, al llegar a su presencia envuelta en una capa de lana gris, bañados de repente sus pómulos y los oscuros ojos castaños por la luz de una vela cuando Raphael surgió con gesto de disculpa detrás de ella.
Con Enid iba también lady Marigold, cruzados los brazos sobre su generoso pecho. Hasta Brandon retrocedió ante el fulgor de su mirada. Marigold vio que el joven caballero se alejaba de ella, asustado, y su actitud se dulcificó.
La voluminosa mujer parecía dispuesta a la aventura. Llevaba dos enormes bolsas, una de ellas repleta de cepillos, peines y redecillas, aparte de unos aparatos e ingenios cuyo objeto ignoraban los hombres. La otra estaba fuertemente cerrada, tenía aspecto de pesar mucho y olía a embutidos y queso. Los dorados cabellos de Marigold habían sido adornados con flores. Lirios de largo tallo cubrían su cogote, y toda la cabeza era como un jardín desde la nuca hasta la frente, sobre la que caían delicados pensamientos y caléndulas.
—Parece un invernadero ambulante —musitó Brandon Rus entre dientes.
Marigold agitó una mano a guisa de tímido saludo y mandó un beso al aire. El joven se sonrojó y pareció hundirse en su armadura.
Enid resultaba impresionante, como siempre. Los hombres de más edad pensaron en elfas, en diosas.
Bayard, por su parte, sabía que su mujer nada tenía de celestial. Enid clavó en él una mirada de enojo y se apoderó de la vela que sostenía Raphael.
—No, querido padre, querido esposo. No a los dos, respecto de eso. No pienso regresar a ningún sitio.
—Pero éste no es lugar para... —quiso protestar Bayard, aunque se interrumpió al encontrarse sus ojos.
Sir Robert refunfuñó algo, dio media vuelta y se dirigió al otro extremo de la pieza con gran chacoloteo de su armadura de gala. Bayard prefirió bajar los párpados.
Era como hallarse en el ojo de un huracán. Tenues ruidos resonaban en la negrura. Hasta las ratas se apartaban de Enid.
—Ibais a decir que éste no es sitio para una mujer, ¿verdad, mi amado? —continuó Enid Di Caela con dulzura.
Los demás caballeros carraspearon, tosieron o se miraron los pies. Sólo Bayard se mantenía firme y atento, contemplando a Enid con una media sonrisa, sin inmutarse.
—Bien... Consideremos esa opinión de que «éste no es sitio para mí», sir Brandon. Veo aquí a cinco varones..., sin contar, desde luego, los miembros de la fauna que suele correr por un lugar semejante. De estos cinco varones, creo poder afirmar que únicamente vos sois capaz de llevar a cabo en serio una exploración. Fijaos en vuestros compañeros. Raphael es un niño. Mi marido sufrió un accidente, y un terreno inadecuado le estropeará la pierna del todo.
»
De los tres restantes, debo decir que sois personas maravillosas, con más de doscientos años de experiencia entre todos. Pero esos años resultarán más pesados a medida que las pendientes se agudicen y los túneles se alarguen. En cualquier caso, yo no estoy aquí para haceros desistir de una pequeña excursión, en la que sin embargo podéis comer algo que os siente mal y mancharos la armadura...
Bayard miró a Brandon con divertida consternación. Por lo visto, se habían olvidado de las provisiones.
—Realmente —prosiguió Enid— habría que hacer algo para determinar los daños causados por el terremoto y el diluvio. Y por mucho que se pavoneen y esgriman sus razones mis dos queridos hombres,
la Di Caela
soy yo. El título pasará a mi persona, y el nombre, el castillo y las propiedades son
mi
herencia. La verdad es que, no hace aún mucho tiempo, me pesaba mucho eso de ser heredera, y desde entonces me he sentido con derecho a saber por qué uno u otro quería desposarme o bien... secuestrarme.
Enid se sentó con un movimiento seguro al pie de la escalera, dirigió una luminosa sonrisa a los caballeros y criados allí reunidos, y anunció:
—Bien, querido esposo... Y tú, padre mío... Y todos los demás, también... ¡Enteraos de que yo os acompaño!
Marigold y Raphael sonrieron al unísono.
—... y nosotros soportaremos con vosotros las dificultades.
Los hombres de cierta edad quedaron boquiabiertos ante aquel descaro. Los más jóvenes guardaron silencio, con lo que en el sótano no se oyó más que un débil goteo de agua en una apartada pared, así como el arrastrar de pies de sir Robert cuando, lentamente, éste regresó al círculo de luz para reunirse con los demás.
Bayard se puso a reír.
—¿Qué os sucede, sir? —preguntó Brandon, nervioso, sacudiendo un poco al pesado caballero apoyado en su hombro.
—¿No sabíais, sir Robert, que me casé con vuestra hija por su temperamento? —dijo Bayard al fin.
—¡Vaya sorpresa! —replicó sir Robert con brusquedad, cruzándose de brazos.
—Además, el número ocho trae suerte, querida —agregó Bayard, de cara a su esposa—. Vosotros tres completáis esa cifra, cosa que espero resulte venturosa para todos. Y especialmente vos, por herencia y, lo que todavía es más importante, por justicia, tenéis derecho a saber qué daños ha sufrido vuestra propiedad. No obstante, espero de vos que acatéis implícitamente mis órdenes.
Una vez al lado del marido, Enid se agachó para escudriñar el largo y negro túnel que se abría detrás de la pared rajada.
El único interesado en penetrar fue Gileandos. Tomó el farol de sir Andrew y, muy despacio, atravesó la fisura. Pero se detuvo de repente, porque en el fondo de la oscura maraña había sonado una voz cavernosa.