Mas no era éste el primero de sus accidentes relacionados con la comida o la bebida. Un año antes, Ramiro había estado en un tris de morir asfixiado al tragarse entero un pequeño pollo durante un banquete celebrado por el aniversario de bodas de Bayard Brightblade y Enid Di Caela. Eso lo recuerdo yo mismo: cómo se miraban sir Robert y sir Fernando, cada cual haciendo acopio de valor para introducir la mano en el enorme cuello de Ramiro para extraer la atascada ave. Por último, cuando el voluminoso caballero estaba ya en el suelo, alarmantemente amoratado, Bayard acudió para propinarle un puntapié en el estómago, con lo que el pollo fue a caer entre los elfos que componían la orquesta.
Éstos habían sido, desde luego, los puntos culminantes de las visitas estacionales que Ramiro solía efectuar al castillo. Pero, cada vez que aparecía, los campesinos se quejaban de que disminuía el número de sus reses, y las mujeres de Di Caela, advertidas de su robusta presencia, corrían a refugiarse en los cuartos reservados para huéspedes en los pisos superiores de la Torre de los Gatos.
Ahora había sucedido lo mismo. Dos noches antes de mi investidura, Bayard había encontrado al caballero enredado en unos enormes arreos y colgado de lo alto de la susodicha Torre de los Gatos. Bajado por su jadeante escudero, Oliver, Ramiro se había enganchado al intentar, con poca fortuna, observar a Dannelle Di Caela en el baño. Bayard estaba fuera de sí, pero había contenido cortésmente su indignación al excusar sir Robert tal conducta como producto de «las energías de la juventud».
—Hay una conspiración de las cabezas canas contra nosotros —me había susurrado Bayard, en broma, pero resultaba evidente que de nuevo contaba los días que faltaban para la partida de Ramiro.
No era de extrañar, pues, que se quedase pasmado al ver que Ramiro decidía ir con nosotros.
* * *
Yo, por mi parte, tampoco tuve mucha suerte.
Si el pequeño y eficaz Raphael hubiera sido algo mayor, o al menos tan recio como hábil, no habría tropezado con problemas para encontrar escudero. Pero así, lo que Raphael hizo fue presentarme candidatos mientras yo permanecía sentado en mis aposentos concediendo audiencia a una docena de aspirantes que procedían de los campos solámnicos.
Resulta sorprendente comprobar cuántos hijos de caballeros —poco prometedores todos ellos— intentan zafarse de trabajar la madera, por ejemplo, cuando se presenta la posibilidad de ser escudero. Yo procuraba ser atento y correcto, pero los muchachos que se ofrecían eran inadmisibles.
Recuerdo bien a varios de ellos, y en algún caso el nombre e incluso la cara del individuo. Sin embargo, del confuso montón suele destacar, en mi memoria, un memo y macizo adolescente empeñado en ser escudero.
—¡Fabián, hijo de sir Elazar! —anunció Raphael.
Los enormes pies del chico llenaban la habitación. Cada uno tenía el tamaño de mi antebrazo. Era como si uno de aquellos bandidos de las proximidades de la Muralla de Hielo —que descendían de las montañas sobre largos esquís de madera para asaltar caravanas y caminantes— se hallara de repente en el interior de un edificio, sorprendido e incómodo. Con terrible torpeza esquivó los muebles, chocó con un par de sillas y, al volverse, estuvo a punto de volcar la mesa. Mientras tanto no cesaba de defender su causa, concluyendo con la calurosa afirmación de que «sería de gran utilidad para el caballero en cuestión, si éste se veía en un aprieto».
Yo eché una mirada a Raphael, que salió del cuarto con un bufido.
—Lo tendré en consideración —contesté yo, sin alterarme.
—¡Gismond, segundo hijo de Bantos de Kayolin! —me anunció Raphael.
—No importa cuál sea el peligro —terminó éste su exposición, a la par que su ojo sano parpadeaba sin control, y con su desenvainada espada encima de la mesa poco faltó para que me hiriese la mano—. Yo seré rápido con la espada y la daga, y gustoso me colocaré entre vos y el guerrero enemigo o el monstruo o el terremoto o el fuego o la explosión...
—Eso me tranquiliza —mentí.
—¡Anatol de Lemish! —anunció ahora Raphael.
—¿Eres hijo de sir Olvan? —pregunté mientras removía los papeles que tenía delante de mí.
—¡Sí, sir! —respondió el muchacho.
—Un momento... Aquí dice que eres hijo de sir Katriel.
—¡Sí, sir!
—¿En qué quedamos, chico?
—¡Sí, sir!
—¡Toland de Caergoth! —presentó Raphael al siguiente.
—Aunque hayáis oído lo contrario —empezó éste, entrando a grandes zancadas en la pieza—, los dos estaban muertos cuando los encontré...
Raphael y yo intercambiamos miradas de alarma. Hice una señal, y él abrió la puerta.
—¡Oliver de Maw!
—¡Caramba, Oliver! Esto sí que es una sorpresa...
—Tres años, sir. Estuve tres años al servicio de Ramiro.
—¿Y?
—Que con tanto subirlo y bajarlo, con tantos arneses y poleas, con eso de tener que montarlo a caballo borracho como una cuba y luego acostarlo en su catre, temo haberme herniado tantas veces, que...
Así pasó uno detrás de otro, hasta que Raphael se hartó y la fila de inservibles candidatos se redujo. Dejé los papeles, indiqué a mi paje que podía marcharse y me tendí en mi lecho. Después me serví un vaso de vino, bebí un pequeño y relajante sorbo y miré al techo.
Alguien llamó entonces a la puerta.
—¡Ya no tengo tiempo ni paciencia para más solicitantes, Raphael! Si tú...
—Soy yo, hermano —respondió una voz muy distinta.
—¡Alfric! —exclamé, incorporándome—. ¡Entra, por favor!
No era aquel hermano al que yo recordaba de mi niñez en la casa del foso, ni tampoco de mis primeros tiempos de escudería. Toda la fanfarronería y violencia parecían haber desaparecido de él, y el Alfric que tomó asiento en mi sillón y me miró a través de la habitación era un hombre tranquilo, encorvado y frustrado, desaliñado y tímido.
Tiempo atrás, en unas almenas que quedaban a muchos años y kilómetros de distancia, mi hermano y yo habíamos establecido un acuerdo que era un chantaje por su parte. Todo a causa de una tontería: una travesura de chiquillos, cometida por mí, pero que las amenazas de Alfric convertían en el mayor desastre desde el Cataclismo. Yo tenía sólo nueve años, entonces, y era bobo. Creí en todos los negros presentimientos de mi hermano, y me puse a su servicio durante ocho años. Limpiaba lo que él dejaba de cualquier manera, le traducía los textos del solámnico antiguo y del qualinesti, hacía sus deberes de matemáticas y cargaba con las culpas de las enormidades que él perpetraba en la casa del foso o en las tierras circundantes.
Ocho largos años de semejante escuela me habían vuelto cauto.
Mi hermano carraspeó.
—¿Te trae recuerdos mi presencia, Galen?
—No sé exactamente a qué recuerdos te refieres, hermano querido —esquivé el tema, atento a cualquier astuto movimiento por su parte—. ¿Por qué apoyas la mano en la daga?
Alfric emitió una breve risa de sorpresa y alzó las manos.
—Lo siento,
Comadreja.
Supongo que es una vieja costumbre.
—Galen.
Alfric me miró ceñudo.
—A partir de hoy me llamo Galen —recalqué, aunque enseguida me di cuenta de lo pomposas, absurdas y solámnicas que sonaban tales palabras en mi alcoba.
Mi hermano se declaró conforme.
—Como quieras —asintió—. Creo que es otra vieja costumbre.
Después de contemplarse las rodillas, Alfric me miró con el entrecejo fruncido.
—Padre quiere que sea escudero; no importa lo que eso signifique ni quién se encargue de enseñarme.
—Y, por lo visto, ése debo ser yo, ya que es de esperar que obedezca a padre y esté dispuesto a llevar atada al cuello una piedra de molino durante los próximos diez años, si no más. Lo siento, Alfric.
Y en cierto modo lo
sentía,
porque probablemente no había nacido el caballero que aceptara como escudero a mi hermano, y quizá yo fuera un abuelo canoso y chocho antes de que Alfric tuviese otra ocasión como la actual.
Entonces habló él, sin apartar los ojos de sus manos. Yo me levanté y caminé hacia la ventana.
—Supongo que no te lo puedo censurar,
Comadr...,
Galen. No; no tengo derecho a reprocharte nada, porque no fui un buen hermano mayor para ti.
Era difícil discutir con él.
Abrí los postigos, y el denso aire de la tarde invadió mi habitación, cargado de olor a barro y a lluvia lejana.
—En consecuencia, no puedo pedírtelo como hermano, pero sí por nuestro padre, Galen. Ten en cuenta que vive preocupado por mi futuro, allí en la casa del foso, sin lográrselo imaginar. Asegura que será muy negro, si es que para mí existe un futuro.
—Y creo que tiene razón.
Mi hermano apoyó la cabeza en sus manos y alzó los hombros.
—¿Cuál es el verdadero motivo, Alfric?
Él me miró de manera inexpresiva, secos los ojos, como si lo sorprendiera que, después de tan larga ausencia, todavía recordara sus trucos.
—¿Por qué estás dispuesto a ser mi escudero y crearte problemas —pregunté—, cuando puedes heredar el castillo del viejo y pasar el resto de tus días despilfarrando su patrimonio?
Por primera vez en muchos años vi en mi hermano una mirada directa, libre de engaño, mezquindad, malicia o brutalidad. Casi no lo reconocía.
—Chicas, Galen. Quiero ser escudero para tener trato con chicas.
Al momento supe adónde nos conduciría aquella conversación. Alfric había decidido que, en vez de sus acostumbradas coacciones y amenazas, más valía recurrir a un rápido modo de conseguir la escudería, apelando directamente a mi sentido del ridículo.
—Verás... La última de las sirvientas abandonó Coastlund un mes antes de que nosotros viniésemos aquí. Los campesinos la escondieron y, según supe, preferían morir antes que decirme dónde estaba. Y, sin mujeres, la casa del foso resulta muy solitaria. Entonces me dije que... ¿qué puede ser más respetable que la caballería, en la que, además, uno trata con damas como Enid, Dannelle y Marigold...?
Al mencionar a la última, me dirigió una maliciosa mirada antes de proseguir.
—Con tantas revoloteando a tu alrededor... Pienso, pues, que la escudería no es más que una época que hay que pasar antes de tener seguras a las mujeres, y... ¿quién podría estar más seguro de su escudero que mi propio hermano?
Yo me asomé a la ventana para contemplar el lecho del gran foso que Bayard había mandado cavar alrededor del castillo para aliviar la presión del enorme pozo artesiano de donde el castillo extraía el agua necesaria. Aún no estaba terminado, pero la lluvia lo había llenado a medias y, por un momento, tuve la tentación de saltar a él, atravesarlo y escapar a un país bien lejano, donde no hubiese padres ambiciosos ni hermanos mariposones, ni tampoco Marigoldes de todos los tamaños, estilos y... apetitos.
Me figuro que ese país estará en alguna parte. Cerca del mejor de los mundos, sin duda alguna.
Se levantó una templada brisa procedente del oeste, que arrastraba consigo un débil olor a humo, así como en lo más profundo del invierno podía uno notar el que llegaba de las chimeneas de una ciudad situada a kilómetros de distancia, el remoto aroma de oscuros árboles de hoja perenne y la tibieza transportada por el viento y que pasaba junto a ti por casualidad. Pero ahora era pleno verano, una época de terrible calor, con su bochorno de las mañanas y una sequía que parecía no acabar nunca. Y, además, con un olor a humo que ahora no venía de una población, sino de fuegos incontrolados.
Al oeste, las montañas Vingaard surgían de un lecho de oscura niebla, como si flotaran a lomos de una descomunal tormenta.
—Muy bien —dije, y mis palabras me sorprendieron más a mí mismo que a mi hermano—. Tu escudería empieza en este mismo instante.
Así fue como me vi castigado con el escudero que, según algunos, tanto merecía.
Debo reconocer que mi decisión de emplear a mi hermano no surgió del más puro de los corazones. Porque es difícil ingresar en la Orden si los familiares de uno son unos sinvergüenzas o unos tontos. Sólo necesitaba mirar a padre para ver lo que había sufrido con la vileza general de sus hijos y saber que la caballería era implacable y cruel. Con la historia en contra, ya no me perjudicarían mucho las fechorías que Alfric pudiese cometer.
Ni tampoco a mi padre. He de admitir que el pobre me daba pena: el hijo mediano, un místico retirado a las montañas; el menor únicamente había entrado a formar parte de la caballería gracias a las artimañas de sir Bayard, y el primer vástago y heredero prometía ser el más preocupante de los tres. En buena parte, si había tomado como escudero a Alfric era por mi padre.
Claro que sería mejor que mi hermano tuviera cierto espíritu de escudero. Pero... ¿y si sólo aspiraba a ser caballero por la simple —y no demostrada— razón de que las mujeres se sentían atraídas por los hombres que llevaban armadura? Por otro lado, algunos héroes habían comenzado su carrera en circunstancias peores y por motivos aún más egoístas.
Por muy cínico que yo fuese, sobre todo tratándose de Alfric, todavía tenía alguna esperanza de que el chico cambiara y, una vez bajo la estricta vigilancia de la Orden, llegara a algo.
Pero esa ilusión sólo duró hasta que mi hermano empezó a trabajar.
Fue un verdadero desastre. Al mediodía, Alfric había arrancado uno de los estribos de mi silla de montar y provocado el derribo de tres departamentos en la cuadra, al almohazar con demasiada brusquedad el caballo elegido por mí.
Poco después perdió mi armadura.
—¡Hermano! —había exclamado yo, lleno de enojo, mientras dos mozos retiraban de la cuadra las maderas rotas.
Un tercer muchacho estaba sentado fuera, a la luz del sol, todavía aturdido por la coz recibida al querer meter la nariz.
—Hermano —agregué—, te mandé preparar mi caballo, y haces estragos en la cuadra...
Alfric arrastró los pies y procuró parecer arrepentido.
—¡Y guárdate esa expresión compungida para quien no la haya conocido y odiado desde la niñez! Padre puede perdonar tus monstruosidades porque eres el heredero de la casa del foso, pero, como mi escudero, tienes que responder de tus actos ante mí, y yo no estoy dispuesto a aguantar fingidas pesadumbres.
—Fue culpa de ese maldito caballo que tú elegiste,
Comadreja.
¡No mía! Te diré incluso que, de no conocerte, creería que lo habías hecho expresamente, para que esa bestia me matara y así ya no tuvieras que tenerme como escudero.