No pude completar la frase porque a la ráfaga de viento siguió una fría neblina que olía a agua estancada y helada y a cavernosa penumbra. En cierto aspecto arrastraba consigo una terrible soledad y tristeza, de modo que, al pasar por encima de mí la niebla, hubiese querido gritar, gemir y lloriquear sin motivo explicable.
Toda la habitación pareció ponerse en tensión, como si esperase cualquier transformación monstruosa.
Fue entonces cuando surgieron las formas. Emergieron del corazón de los ópalos y del humo de la vela extinguida. Primero creí que era un efecto de la luz reflejada: que el vapor se había desprendido del aire nocturno, a causa de la confusión de viento y temporal, para posarse en el ópalo central. Pero la oscuridad envolvía el broche, una negrura más intensa dentro de la negrura, que se arremolinó hirviente hasta adoptar una forma sólida.
De repente, las piedras parecieron abrirse delante de mí, y en la lobreguez de las joyas aparecieron unos Hombres de las Llanuras que avanzaban en silencio, con suaves movimientos propios de las estepas, donde corrían con el ciervo y el leopardo. Aún demasiado sorprendido para asustarme, entrecerré los ojos para verlos mejor a aquella traidora luz.
Las figuras eran seis, altas, demacradas y polvorientas, envueltas en pieles y con antiguos adornos de cuentas, garras y correas de cuero. Debajo de los pliegues de la niebla —¿era piel?— que los cubría, pude ver su tez bronceada y áspera, como si sobre ellos hubiera descendido un siglo de vientos y lluvias.
Su jefe era el más alto y viejo. Sobre la cabeza llevaba el cráneo de un antílope, y por delante de sus vacíos ojos le caían grises mechones. La elevada cornamenta aumentaba su estatura y le confería el impresionante aspecto de un ser de otro mundo, como si no fuera un Hombre de las Llanuras sino algo sobrenatural.
Ese hombre escudriñaba con cuidado lo que tenía enfrente, como si hubiera olvidado o dejado atrás algo. Luego, su mirada perforó la superficie de la piedra y se posó en mí. Por espacio de unos segundos, sus ojos llamearon como lejanos fuegos de artificio, verdes, rodeados de silencio y apenas visibles.
Yo tragué saliva y me agarré a los brazos de mi sillón. Si aquella persona esperaba que dijese algo, yo ignoraba de qué podía tratarse. Empecé a llamar a las espectrales figuras que tenía ante mí, con intención de saludarlas pero, sobre todo, para averiguar quiénes eran y qué querían. Abrí la boca, dispuesto a formular mis preguntas, pero el jefe me mandó callar con un gesto de la huesuda mano, a la vez que me miraba sin maldad ni odio. Ni siquiera creo que me prestara mucha atención. Parecía buscar algo situado detrás de mí, aunque asimismo me observaba.
De pronto me hizo una señal, lenta y dramática. Era evidente que me invitaba a seguirlo al centro de la piedra.
—¡Ni loco! —murmuré yo, y mi mano se movió rápidamente del sillón a la mesa, para asir la espada.
Pero entonces, en el negro centro de la piedra situada más alta, apareció el gran salón del Castillo Di Caela. Yo pestañeé y miré de nuevo. Como si quisiera guiar mi vista, la escena iba de una pared a otra para detenerse por fin en el alto balcón vestido con cortinajes, desde donde, hacía ya varios años, yo había visto, durante una pesadilla, cómo el Escorpión anunciaba su diabólica presencia en un salón lleno de solemne oscuridad.
Y allí, donde la historia de Huma se hallaba perpetuada en el friso de mármol que cubría el borde del balcón, la forma de mi hermano Brithelm se había unido a los caballeros, los dragones y los oscuros zarcillos de la complicada obra de cristalina piedra caliza.
Mientras yo miraba, la pétrea forma se volvió y fijó la vista en mí.
Los ojos de Brithelm parecían vacíos y oscuros, y su piel y el cabello, apagados, como si yo lo observara a través de un velo de telarañas y niebla. Lentamente, surgiendo del friso como una cobra dispuesta a atacar, se alzó de la piedra envuelta en humo una pálida mano que empuñaba un cuchillo. Y, volviéndose hacia mi hermano, le aplicó la afilada hoja al cuello.
La blancura del mármol se rajó para formar una oscura línea roja. Al mismo tiempo, toda la luz y el sonido se alejaron y creí ver a mi hermano en el extremo de un gris y turbulento túnel.
Di un grito. Los ojos de Brithelm se posaron en mi persona.
Y entonces, como si me hubiese oído, se retiró encogido a la oscuridad de la joya para transformarse silenciosamente en niebla y roca, a la vez que los lados del ópalo convergían encima de él como el agua confluye para cubrir una piedra que se hunde. Los Hombres de las Llanuras desaparecieron con él, como si lo siguieran a las tinieblas. Uno de ellos llevaba una antorcha de mortecina llama verde, que sólo arrojaba su luz sobre las figuras que se retiraban, como si éstas aspirasen su resplandor y lo absorbieran, dejando a oscuras el resto de la habitación. Yo me tambaleé, aturdido, cuando los Hombres de las Llanuras penetraron en la negrura del objeto que tenía en mi mano.
Desde donde yo estaba, parecían pilares de luz que se desvaneciesen. Esa luz fue lo último que recordé hasta que vi a Bayard encima de mí, despertándome a sacudidas.
Debo decir, ante todo, que las visiones nunca fueron mi fuerte.
Huelen a magia, y la verdad es que yo no creo mucho en eso.
Porque vi en muchas ocasiones a los ilusionistas, ataviados con sus centelleantes túnicas bordadas de lunas, estrellas, pentágonos y extraños dibujos astrales, sentados a caballo en el borde del puente levadizo —siempre envuelto en niebla— del hogar de mi niñez, en Coastlund, o acampados en sus misteriosas y geométricas tiendas montadas en los llanos que rodeaban el Castillo Di Caela.
Cada vez que vi a los magos, procuraban entrar en un edificio.
Y cuando lograban meterse y se sentían calientes, habían comido y cobrado y se veían atendidos, creedme que sus trucos eran algo digno de tener en cuenta. Presencié un día cómo un mago ya mayor le pegaba fuego a su aprendiz. El chico se movía por el salón de nuestra casa, pasando graciosamente entre loza rota, perros que le gruñían y mesas volcadas. Tenía los cabellos y los dedos en llamas y, sin embargo, no se quemaba.
En otra ocasión vi una gran piedra reluciente que salía de los pliegues de una túnica roja. El que la llevaba pronunció ciertas breves e inaudibles palabras, y el cristal se empañó. De pronto distinguí, entre la luz y la niebla que había en su centro, un cuarto lleno de huevos y unas raras y grotescas figuras saliendo del cascarón: medio hombres y medio lagartos o dragones o algo semejante. Y luego, antes de desaparecer la visión, vi la piedra, o una igual, que resplandecía en tonos verdes y ámbar, empotrada en el pecho de un hombre joven.
Todo junto fue un maravilloso entretenimiento nocturno, ya que superó mis más fantásticas imaginaciones.
No obstante, es innegable que existe la hipnosis. Hay espejos que un hombre listo puede colocar en el ángulo justo para que reflejen la luz del fuego. Hay cuerdas y poleas, bolsillos y paneles secretos.
Yo siempre fui propenso a explicar cualquier cosa mediante trucos y mecanismos ocultos. Efectivamente, y aunque mis propias aventuras me habían demostrado que en el mundo existe verdadera magia, cosa comprobada a veces en el mismo umbral de mi casa, yo tendía a olvidarlo en mi busca de una interpretación razonable.
Así fue también cuando me hallaba a salvo en mi propia cama, tratando de entender la enigmática visión de los Hombres de las Llanuras. Todas las velas de mi cuarto estaban encendidas, y la leña del hogar ardía con tanta fuerza como el pobre Bayard había podido conseguir en un momento. Después de descubrirme en el suelo, me había despertado, y ahora rebuscaba ceñudo en mi habitación mientras reunía mis pertenencias, cada vez más impaciente, ya que yo, preso todavía de mis pensamientos, dejaba que él y el paje que había traído consigo hiciesen todos los preparativos.
—Quiero claridad a mi alrededor —dije—. Quiero poder ver las cosas...
Casi por reflejo, el chico encendió otra vela.
—No es momento para dramatismos, Galen —observó Bayard sin alterarse—. Si no por otra razón, serás armado caballero simplemente por buenos modos.
Bayard resultaba realmente intimidante en su completa armadura solámnica. Se alzaba ante mí como un rey surgido de las antiguas historias, y no como el hombre al que yo había visto empapado de lluvia, arrojado de su caballo en las montañas o adormilado junto a incontables fuegos de campamento, en nuestras largas y difíciles andanzas.
Era como si la armadura aumentara su estatura y lo hiciese parecer más de lo que era o, por lo menos, más de lo que aparentaba mientras roncaba o resistía estoico la lluvia y el barro. Ahora tenía un aspecto formidable, y de mi mente desapareció casi por completo el recuerdo de mis seis espectrales visitantes.
Me incorporé.
Bayard se cruzó de brazos.
—Ponte la armadura —me ordenó con severidad—. Supongo que te das cuenta de lo poco honroso que es dormitar en la Noche de las Reflexiones...
—Perdón... ¿Dijisteis que yo estaba... dormitando?
Bayard me tumbó nuevamente de un brusco empujón. Temiendo un enfrentamiento, el paje se escurrió hacia el extremo opuesto de la pieza.
—Dormitando, sí; o dando una cabezada, como prefieras. ¿Cuánto rato llevabas dormido? —preguntó Bayard con rudeza.
Volví a incorporarme, esta vez de manera más vacilante.
—¡No estaba dormido! —protesté—. Yo...
Otro empujón me hizo caer sobre el lecho.
—Creí que ya no me darías más sorpresas —declaró, centelleantes sus grises ojos y apretados los dientes.
En aquel momento comprendí lo que significaba hallarse delante de la punta de su espada, y ya no pude reprochar a ningún goblin u ogro o caballero enemigo que diera media vuelta para escapar.
Por desgracia, yo no tenía esa posibilidad, pero tampoco podía ceder. Los aposentos quedaron en un terrible silencio, sólo interrumpido por el crepitar del fuego y por el diligente frote del trapo empleado por el paje para limpiar el repujado metal. Cuando el muchacho hubiese terminado su inadvertida tarea en un rincón, el escudo brillaría como Solinari.
Bayard permanecía totalmente callado, con aquel implacable silencio de quienes, cuando todo está dicho y hecho, son evidentemente mejores que tú. La luz de las velas parecía debilitarse por momentos.
—Sí, creía conocerte lo suficiente —continuó Bayard de modo reposado, aunque su voz delataba una creciente irritación—. Un desastre en los torneos y a caballo... No hubo veterano solámnico que no opinara que deberías ser dejado de lado y devuelto a Coastlund. Aun así, yo no hice caso, porque algo en mí se empeñaba en creer que tenías alma de caballero, que lo vivido en los pantanos y las montañas, así como en el desfiladero de Chaktamir, había constituido una lección para ti, y que después de esas aventuras eras más honesto y juicioso y sentías más deseos de hacer las cosas bien. Eso esperaba yo —dijo con franco disgusto—, pero ni siquiera fuiste capaz de pasar la noche en vela.
Bayard volvió a levantar la mano, pero, antes de que pudiera pegarme, yo me había dejado caer al suelo, desde donde lo miré acurrucado y con los puños cerrados. Bayard abrió mucho los ojos, sorprendido, y yo percibí un quedo ruido cuando el paje se escondió detrás del escudo que limpiaba.
De pronto, el silencio reinante en el piso inferior se rompió para dar paso a una rápida danza palanthana, que no tardó en convertirse en un alegre desorden cuando los músicos se dieron cuenta de que conocían diferentes versiones de la melodía. Desde el extremo opuesto de mi pasillo sonó, súbitamente, el desafinado trino de un pájaro mecánico, que luego calló.
Al oír eso, Bayard sonrió por fin.
—Enid parece haber olvidado uno —dijo con voz suave pero audible.
—¿Olvidado, Bayard?
—Ese pájaro del extremo del corredor...
—¡Superviviente del Gran Desmantelamiento del Dos Veintiocho! —exclamé, y los dos nos echamos a reír.
—En su mayoría siguieron el camino de los espíritus de los enanos y de los perros —agregó Bayard—, desde que lady Enid se hizo cargo del castillo, después de su padre.
Pero entonces me miró ceñudo.
—Si no estabas dormido, ¿qué cuerno hacías,
Comadreja?
—¡Galen! —lo corregí, a la vez que cogía las grebas. El chico se me acercó despacio, manteniendo delante el escudo como..., bueno, justamente como un escudo.— Sir Galen, voy a ser, y de ahora en adelante quisiera que me llamarais sencillamente «Galen», salvo que hagáis caso de vuestros mayores y me mandéis de nuevo a las provincias.
—¡Sea «Galen», pues! ¡Ayuda al chico, Galen, diantre! —dijo Bayard, enérgico, al ver que el paje no atinaba a colocarme las piezas de la armadura.
Tal había sido mi respuesta.
Suspiré profundamente cuando el muchacho me ajustó mejor el peto y, a continuación, tomó de mis manos las viejas grebas, demasiado grandes para mí.
Bayard se dirigió a la puerta y miró impaciente hacia el salón.
—¡Arréglate tú mismo! —gruñó—. No hace todavía una semana, eras mi escudero...
—¡Y uno bueno, por cierto, sir! —mentí, a la vez que observaba de reojo al pobre chico, que empezaba a sudar y temblar, dada la torpeza de sus dedos con los cordones.
—¡Ata tú mismo lo que sea! —insistió Bayard.
—La armadura fue siempre mi debilidad, sir —contesté, asiendo mi yelmo de ceremonia como si perteneciera a otra persona y, al hacerlo, tiré de los cordones de las grebas, que el muchacho tenía en sus manos.
El paje gimió y se dobló sobre su estómago.
—Recuerdo a otros —replicó Bayard—, junto con varios a los que tú ni siquiera conociste. Consuélate con que, al menos, los años no se llevaron consigo el verdadero talento relacionado con la escudería... ¡Raphael!
Bayard le arrojó una llave al paje.
—Ve a mis aposentos y tráeme una espada... Cualquiera, excepto
Nerakan,
la destripadura, que me llevé como trofeo del desfiladero de Chaktamir.
—Cosa que sería un poco rara —me atreví a observar con aspereza, y Bayard se volvió hacia mí.
—Como dije, Raphael —prosiguió, aunque sin apartar los ojos de mi persona—, servirá prácticamente cualquier espada, siempre que la hoja y la empuñadura se diferencien de manera reconocible.
* * *
En el gran salón reanudaron su concierto las trompas y los tambores, atacando ahora un aire de danza que los campesinos de Coastlund solían tocar cuando una vaca paría. Los músicos estaban cansados y habían tocado tanto, que ya casi no tenían piezas para interpretar. Cuando Raphael hubo salido del cuarto, Bayard me miró dispuesto a hacer de mí, para aquella velada, lo más semejante posible a un caballero.