Una sirvienta del castillo, que por casualidad miraba hacia las almenas, vio caer al hombre, cuya capa ondeó en el viento como un enorme gallardete negro, y dijo que, por espacio de unos instantes, llegó a tapar la luz lunar, con lo que la muchacha tuvo la impresión de que sus ojos la engañaban y de que aquello había sido sólo una nube pasajera.
El desdichado fue encontrado en el patio, a la roja luz de la luna, con los abiertos ojos tan vacíos como el cielo que tenía encima.
Nadie, ni siquiera las personas de más edad, habían visto nunca nada semejante.
En consecuencia, los soldados que montaban guardia se asían firmemente a las almenas, llevaban piedras en las sujeciones de sus armaduras, como lastre, y se habían atado unos a otros como escaladores.
Detrás y debajo de ellos, protegidos por las murallas, el patio y el gran salón del Castillo Di Caela brillaban con una luz más segura. Los banderines y doseles ondeaban suavemente, y los carros y los puestos permanecían vacíos hasta la mañana siguiente, cuando de nuevo comenzara el comercio junto a la base de las murallas exteriores. Hoy tenía lugar un acontecimiento especial en Di Caela, y desde el núcleo luminoso llegaba la música de las trompas y los tambores. Los centinelas que ocupaban los puestos más seguros en el umbrío patio del castillo percibían sin duda el dulce aroma de las rosas que, mezclado al de las especias propias del verano y al profundo y atractivo olor del humo producido por la madera, transportaba el viento.
Todo ello —especias y esencia de rosas, música y luces— resultaba insólito en el Castillo Di Caela. El nuevo señor, sir Bayard Brightblade, Caballero Solámnico de la Espada, se atenía de manera estricta a la Medida y, como antiguo caballero andante, estaba de sobra acostumbrado a las dificultades y los apuros de las calzadas. Por lo tanto, estimaba en poco los lujos.
Sin embargo, aquella noche era brillante, festiva y de gala, pese a los peligros de la mañana, a los vendavales y al austero amo del castillo.
Si Bayard permitía ahora los festejos, era porque no se daba con frecuencia que un nuevo caballero ingresara en la Orden.
* * *
Era un buen motivo de celebración. «Aunque la cosa saldrá cara», pensó sir Bayard Brightblade mientras descendía de sus aposentos a la luz de las velas. A su alrededor, un centenar de pájaros metálicos se hallaban silenciosamente posados en sus varas, como si todas las aves aguardasen una señal —una ruidosa protesta, quizás, o un cambio de tiempo— para elevarse por los aires y emigrar.
Bayard apenas les hizo caso; apenas se daba cuenta de dónde ponía el pie. El joven paje, Raphael Juventus, muchacho que prometía por su especial talento, se adelantó cortésmente a su amo para apartar una silla con la que éste hubiese podido tropezar. La mente de Bayard sólo estaba en la ceremonia que se celebraría.
Abajo sonó una trompeta. Bayard se apoyó en la baranda de mármol, con lo que su enguantada mano levantó una pequeña nube de polvo. Raphael estornudó, y un perro que dormía en el rellano inferior despertó sobresaltado. El animal emitió un gruñido, erizado el pelo del lomo, y se retiró a la oscuridad de un pasillo que partía del rellano.
Bayard se dijo que la ceremonia sería molesta. Más tonterías en casa, cuando fuera imperaba la violencia... ¡Quién sabía lo que auguraban aquellos fuegos en las montañas Vingaard, o el espantoso viento!
—¡Basta ya de huracanes y fuegos! —murmuró de forma ininteligible—. ¡Lluvia es lo que necesitamos ahora, mucho más que músicas y especias!
La sequía era preocupante en su segundo año de gobierno, pensó Bayard mientras se ponía en sus grandes manos los guantes de ceremonia. El caballero reanudó el descenso y pasó por delante de otro de aquellos silenciosos pájaros mecánicos, que lo miraba con estúpida expresión desde su percha en el descansillo, y de cuya ala izquierda pendía un resorte.
Bayard se detuvo un momento en la plataforma de mármol blanco que dominaba el corredor por el que los caballeros rezagados se dirigían al ruidoso y fragante salón. Raphael, elegante a pesar de sus fastidiosas reacciones alérgicas, se apoyaba en una vacía percha de bronce y vigilaba, entre sonoras aspiraciones, que su señor no chocase con ningún obstáculo.
«Inquietud encima de la sequía —meditó Bayard—. ¡Esos fuegos y vendavales cuando se pone el sol! Y ahora un cambio de escuderos... Supongo que es lo que conseguí con la salvación de la damisela y levantando la maldición. Y total para nada.»
Sonriente, continuó hacia la gran puerta del salón. Los guardias situados junto a ella se cuadraron al verlo. Uno de ellos lo hizo con tanta brusquedad que se le cayó el casco con tremendo estrépito, y de su interior salieron rodando unos dados del Calantina, de doce caras cada uno, hasta presentar el «Rescate del Rey», los afortunados dobles nueves que significaban la victoria en el juego de azar que gozaba de más popularidad en el palacio.
El guardia se agachó, dejó su pica y recogió los dados. Después de alzar el arma, volvió a echar los dados.
De nuevo consiguió un «Rescate del Rey».
Su compañero, que no había perdido el casco y era hombre de más escrúpulos, lo miró con recelo cuando Bayard y Raphael pasaron por su lado.
Se abrieron las puertas del comedor. Bayard vio el resplandor de las velas sobre la oscura madera de caoba del salón. Un violonchelo construido por elfos entonó una complicada melodía del sur, entrelazada con elegancia y tristeza a la vez.
—No obstante, es una noche alegre —murmuró Bayard en voz más alta de lo que hubiese querido—. No importan el viento ni el fuego, ni el peligro ni los rumores de un caos en las montañas. Tampoco importan el polvo, el desorden o el resultado de los dados del centinela. Pase lo que pase, esta noche es algo especial. Lady Enid ya se encargará de que sea una fiesta.
* * *
Pese al creciente viento del anochecer y al frío y húmedo aire que penetraba en el gran salón por las ventanas, agitando tapices y apagando alguna que otra vela, la ceremonia empezó tal como Bayard sabía que sucedería: sin incidentes, retrasos ni equivocaciones.
Era gracias a lady Enid, sentada a la cabecera de la mesa, que, pese al fuego y a los retumbos en las tierras que rodeaban el castillo, las tradiciones se celebraban debidamente.
Mientras su marido Bayard se preocupaba por cosas que quedaban fuera de su control y estaba en ascuas a causa de remotos misterios y de otras perturbaciones más próximas, Enid había organizado el banquete y enviado las invitaciones, cuidando asimismo de que los huéspedes estuvieran bien acomodados, y sus habitaciones apropiadamente iluminadas. Las mesas de caoba del gran salón relucían de limpieza.
Finalmente se había arreglado ella. Su rubia melena le caía cual cascada sobre los hombros, y el vestido elegido era de su bisabuela: una centenaria prenda en la que fulguraban increíbles joyas y que lady Enid consideraba demasiado ostentosa para el uso diario, e incluso para una noche de fiesta.
En su opinión, el gusto de su bisabuela Evania había sido siempre desastroso.
Sin embargo, todo el mundo esperaba que Enid luciera ese vestido.
Y el colgante. Siempre el famoso colgante, porque la gente deseaba verlo.
A Enid no le había resultado fácil complacer al pueblo que ansiaba admirarla tan engalanada. Ni tampoco le hacía gracia acoger a aquellos invitados. Bayard, aún no acostumbrado a su papel de señor del castillo, continuaba comportándose como un caballero andante y gustaba de rodearse de los tipos originales y a veces un poco sospechosos que había conocido en sus años de aventuras. Enid ya había tenido que atender a tres bandas de enanos, a un tropel de kenders —que por cierto se habían llevado alegremente parte del servicio de plata de Di Caela— y a diversos Hombres de las Llanuras de Que-shu, hombres callados que, en vez de utilizar las sillas, se sentaban en el suelo.
Hasta había tenido que acoger a uno o dos centauros. Uno de ellos, un individuo de barba gris llamado Archala, que bebía en exceso, logró subir de noche a su aposento, pero a la mañana siguiente fue incapaz de descender la escalera, tanto a consecuencia de la resaca como por la constitución de sus rodillas, de modo que tuvo que ser bajado del rellano mediante cuerdas y poleas, si no querían que se quedara allí para siempre.
Tampoco el muchacho que iba a ser nombrado caballero aquella noche era un modelo en cuanto a conducta. A pesar de su aspecto serio y de sus protestas como «¡Por todos los dioses, Bayard! Yo lo haré mejor», el comportamiento anterior del jovenzuelo rozaba la felonía, y lady Enid estaba convencida de que el formal rostro que veía en los salones del Castillo Di Caela sabía mucho más de lo que daba a entender.
La lista de invitados del chico era muy variada. Interesante, sin duda, pero no del todo respetable. A algunos de los que figuraban en ella, Enid los conocía sólo a través de la leyenda. En su mayoría, sin embargo, los había tratado directamente, y sabía de qué pie cojeaban varios de ellos.
Para empezar estaba allí sir Andrew Pathwarden, padre del muchacho, medio dormido en la mesa y con la larga barba roja extendida como un abanico sobre la superficie de caoba. El añoso caballero estaba fatigado y bastante bebido después de su largo viaje desde Coastlund. Todavía llevaba puesta la enfangada armadura que usaba en sus traslados. Un mastín roncaba enroscado a sus pies, y, aunque Enid no creyese que la sonora presencia del perro fuera necesaria, no dijo nada. Ignoraba qué dictaba la etiqueta en Coastlund respecto de esos animales. De todos modos se dijo que aquel hombre, aunque famoso por su valentía, no estaba nada acostumbrado a un comportamiento refinado.
Alfric Pathwarden, el hijo mayor de sir Andrew, se hallaba sentado a la mesa con la misma dejadez que su padre, todo él un montón de lodo, pelirrojo y torpe a la luz de las candelas. El joven se frotó la manga, ceñudo. Tenía edad sobrada para ser un caballero independiente, pero no hacía ni un mes que había sido nombrado escudero de su padre.
Enid pensó que era como si tu propio hermano te sacara a bailar porque nadie más lo hacía.
¿Qué edad tendría ahora Alfric? ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco? No lo recordaba, pero desde luego sobrepasaba en mucho la edad apropiada para la escudería. Bastaba con mirar lo descuidada que estaba la armadura del padre para ver que pasaría aún mucho tiempo antes de que alguien organizara una ceremonia como la de aquella velada para el hijo mayor de Pathwarden.
Razón de más para enviar un paje a los aposentos de sir Andrew. Valía la pena asegurarse de que el caballero estaría cómodo, si el pobre hombre tenía que depender de la habilidad de su hijo mayor.
El padre de Enid, sir Robert Di Caela, se hallaba sentado a la izquierda de la dama. Impecablemente vestido e instalado con gran tacto a suficiente distancia de los demás comensales, removía abstraído el vino que quedaba en el fondo de su copa de estaño. Dado que había puesto en manos de su yerno el gobierno del Castillo Di Caela, con objeto de «tener la libertad de cultivar ocupaciones varoniles», tales como ir de caza y escribir sus memorias, sir Robert ya no prestaba mucha atención a lo que sucedía a su alrededor. Pasaba las mañanas durmiendo, y por las tardes se acicalaba, insultaba a los huéspedes si lo fastidiaban demasiado, y practicaba la cetrería. Por la noche, cosa muy embarazosa, salía con su armadura completa para perseguir a las más jóvenes y bonitas criadas del castillo hasta caer exhausto en la sala y tener que ser trasladado a su lecho por los robustos cortesanos que habían perdido en los juegos de la velada.
Enid había tenido ocasión de echar una ojeada a las memorias en cuestión, y ya se imaginaba cómo serían en su totalidad. Empezaban así: «Nací en la casa de mis padres...».
Mientras tanto, las plumas, la tinta y los papeles —adquiridos en monumental cantidad seis meses antes, al traspasar el control del castillo a su yerno— formaban grandes pilas sobre su escritorio y, de momento, sólo servían para acumular telarañas y polvo.
Pero, al menos, el hombre no daba la lata antes de la puesta del sol.
Por el castillo corría el rumor —y el propio Bayard creía en él— de que el afán de distracción existente en la familia Di Caela se manifestaba de lleno en sir Robert.
—Más tarde o más temprano —le decía Bayard últimamente a su esposa—, tu padre se figurará ser una especie de reptil o anfibio. Cualquier día tendremos que bajarlo de las almenas, donde estará tomando el sol como un lagarto, o sacarlo del foso.
Enid contestaba que lo que su padre echaba de menos era una ocupación que lo hiciera sentirse útil: un cargo en el meollo del castillo.
A lo que solía responder Bayard: «Aquí no siempre hay algo interesante que hacer» y, con un suspiro o un gruñido, arrojaba su cena a los perros, ya de por sí gordos.
La dama jugueteó con el colgante que le adornaba el cuello. Otrora un objeto peligrosamente mágico en manos del Escorpión, y ahora un artefacto de la vieja maldición de Di Caela, había sido rescatado del derrumbamiento del Nido del Escorpión en lo alto del desfiladero de Chaktamir; rescatado por su padre, al que habían guiado sabían los dioses qué impulsos... Quizá lo quisiera como trofeo, quizá como reliquia, o quizá para recordarle lo ocupados que en otro tiempo tenía sus días.
De oro, grande y pentagonal, cada una de sus esquinas representaba uno de los antiguos elementos: tierra, aire, fuego, agua y memoria. Aquellos elementos que, según los sabios actuales, no eran más
elementales
que la hierba o la luz o los perros que dormían debajo de las mesas.
El colgante había estado a punto de matarla, en una ocasión, pero eso era otra historia. Privado ahora de su magia, resultaba decorativo y elegante, sin más poder que el del recuerdo.
Más de uno había olvidado ya que la pieza fuese mágica en su día.
Enid sólo conocía a algunos de los caballeros por su reputación. Sir Brandon Rus era primo lejano, un joven de veintidós o veintitrés años. Era la primera vez que emprendía una aventura solo, lejos de los campamentos de su madre en las colinas Verkhus. Brandon ya había conseguido una reputación como buen cazador en toda Solamnia. Si lo que contaban era cierto, sus flechas sólo habían errado el blanco dos veces en los últimos siete años. En una ocasión (según se decía), su impetuoso proyectil no había dado en el venado elegido, pero había traspasado en cambio a un asesino que acechaba escondido entre los cercanos matorrales.