* * *
Me había embarcado con toda mi buena fe en la Noche de las Reflexiones. Aquella misma mañana había corrido a la cámara del tesoro de Di Caela, la pieza desde donde el anciano sir Robert todavía administraba a su modo los fondos de dominios y propiedades, y allí, en presencia de dos severos viejos sentados a la mesa de la contabilidad —y que debían de haber vivido personalmente el Cataclismo—, entregué de buena gana todos mis terrenales objetos de valor.
—Con gusto los doy para bien de la Orden —comencé, luchando contra todos los impulsos que pudiesen quedar de mi pasado—. Para bien de la Orden, gustoso los doy.
A la vez me imaginaba a
Comadreja —
a mí mismo, apenas tres años atrás— mirando por encima de mi hombro con cara de asombro, desconcertado ante la perspectiva de entregar todo el dinero en efectivo y todos los objetos.
Pero yo era un hombre nuevo, sincero, solámnico y noble. Tres años de instrucción a las órdenes de Bayard Brightblade habían hecho el milagro. Porque, sea cual fuere tu opinión y no obstante tu firme convicción de que ante todo has de salvar tu propia piel, la constante disciplina de cabalgar hasta que luego no puedes sentarte a la mesa, y la práctica con la espada hasta que te tiemblan los antebrazos cuando alzas el cucharón, por no mencionar ya la lectura de los casi veinte pesados volúmenes de la Medida Solámnica, tienden a reducir tus propias opiniones hasta el punto de que el honor y el deber te suenan bien.
Lo comprendí cuando me di cuenta de que había colocado, sin pena, mis monedas, el anillo que llevaba mi nombre y una docena de otras cosas de valor sobre la mesa vigilada por el distinguido sir Elazar y el no menos distinguido sir Fernando. Los ancianos caballeros contemplaron con escepticismo mi donación. Sin duda ignoraban que, dos años antes, Bayard se les había adelantado, ordenándome dar a los campesinos de las fincas cercanas todo cuanto yo poseyera, con excepción de lo más esencial.
Yo estaba seguro de que Fernando, que conservaba prácticamente toda la corpulencia de sus épocas juveniles (aunque tenía ya la espalda un poco encorvada), estaba dispuesto a ponerme cabeza abajo y sacudirme para ver si caía algo que yo llevara escondido.
—¿Esto..., esto es todo? —inquirió, juntando las espesas cejas grises de modo que parecieron dos ardillas apareadas.
—Todo, sir, salvo un trofeo de la escudería y mi armadura —respondí.
Y, como había sucedido durante los últimos seis meses, la verdad sonó muy bien en mi voz.
Evidentemente, no sonó tan bien a los oídos de Fernando.
—Es lo que nos advirtió sir Robert —le dijo a sir Elazar cuando los dos individuos se enzarzaron en una discusión, tan indiferentes a mi presencia como si yo fuera un taburete o, simplemente, un ligero cambio en el tiempo—. Esta
Comadreja
sería capaz de retener cualquier fortuna que le correspondiese a la Orden, si contara con un lugar donde esconderla y con un tesorero complaciente.
—Perdón, señores, pero...
—Nadie te ha dado permiso para hablar, muchacho —me interrumpió sir Elazar, con calma pero severo, removiendo mis pertenencias con una mano enguantada—. ¿Y qué es, si se puede saber, ese «trofeo de la escudería» del que hablas con tanta... reluctancia?
—Yo no noté esa... «reluctancia», como vos la llamáis, sir Elazar. El trofeo es un sencillo broche con ópalos, que me dio el propio Escorpión en pago de mi traición a Bayard Brightblade, señor de este castillo a quien en los últimos años serví con cierta dignidad, según creo.
—Si ése es el caso,
Comadr...
Galen, ¿por qué tanto empeño en conservar esas piedras? —quiso saber Elazar, cuyos parpadeantes ojos azules escudriñaban mi rostro en busca de mentiras.
Yo ya conocía de sobra esos parpadeos y escudriñamientos. En un momento u otro, los había visto en todas las caras, desde la de mi padre hasta la de la encantadora Dannelle. En el mismo Bayard había descubierto yo una expresión de desconfianza. Todo había empezado por la competencia, y quienes se quejaban de mi torpe manejo de la espada y de mi poca habilidad con la lanza tendían a olvidar que, cada vez que había empuñado las armas en el último año, combatía tanto a mi oponente en la liza como a la vieja
Comadreja:
el chico que yo era tres años antes, una mezcla de fraude y cobardía, exactamente el chico que todos esperaban ver en cada fase de mi escudería.
La verdad era que yo estaba cansado de sus expectativas.
—Me quedo con las piedras —declaré con frialdad, apoyado en el alto respaldo de una silla de caoba—, pero sólo para la Noche de las Reflexiones. Me recuerdan mi sospechoso pasado y, al mismo tiempo, la primera vez que me mantuve en mis trece y no cedí ante ningún soborno. Las donaré a la Orden después de la ceremonia de mi ingreso en la caballería. Si los dos, con vuestra experiencia y sabiduría, habéis decidido que retengo aún más tesoros que corresponden a las arcas de Solamnia, estáis en libertad de registrar mi persona desde el interior de mi boca hasta mis partes inferiores.
Entre todos los votos de la caballería, el más difícil de tragar ha sido siempre para mí el respeto a los mayores. Y, después de mis insolentes palabras en la cámara del tesoro de Di Caela, también a sir Elazar y sir Fernando les costaría tragar eso. Los dos se levantaron con ruido de metal y roce de cuero, bajo lo cual, si uno prestaba atención, percibía el crujido de gastadas rodillas. Tanto uno como otro miraron al joven escudero como aves de rapiña.
Yo les devolví la furibunda mirada, y quisiera poder decir que mi franqueza y mi valor derrotaron aquella mañana de verano a los dos vejestorios, pero eso no son más que cuentos de los antiguos romances, en los que la virtud de un muchacho resplandece a través del humilde ambiente que lo rodea. Además, aquello era el Castillo Di Caela.
Fernando se apoyó en la mesa y, con ojos entrecerrados, dijo con voz sibilante:
—¡Para empezar, no te queremos en la Orden!
Yo hice un gesto de afirmación, pero mis reprobadores aún no habían terminado.
—¡No; no te queremos! —agregó Elazar—. Te asombraría saber cuántos favores tuvo que pedir sir Bayard para conseguirte las espuelas.
La verdad era que eso no me asombraba nada.
Aquella noche, dejado solo con mis reflexiones y colocadas en orden mi espada y la armadura, así como los demás efectos personales de un caballero, pensé que, sin duda, Bayard tenía que haber hecho valer todos los favores concedidos, aparte de los préstamos o apuestas pendientes.
Alcé la pesada tizona. La hoja centelleó cuando la hice girar en mis manos.
Ciertamente, sir Bayard había arriesgado bastante por mí; arriesgado desde el principio, al encargarse de demostrar que el tercer hijo de una desastrada familia de Coastlund, más acostumbrado a las diabluras que a la Medida, podía ser convertido en un caballero presentable. Debo admitir que las pasadas aventuras que siguieron a esa decisión —la aventura vivida en las montañas Vingaard, hasta el elevado desfiladero de Chaktamir, en que acorralamos al Escorpión y conseguimos levantar la maldición que pesaba sobre el Castillo Di Caela— parecían dar la razón a Bayard.
El problema fue que, una vez pasada la aventura y llegado el momento de la instrucción diaria, Bayard quedó consternado al descubrir que la mayor parte de mis recursos sólo se manifestaba en momentos de súbita tensión. Parecía ser que yo no tenía talento alguno para aquellas cosas que se esperaban de un escudero.
¡Con cuánta frecuencia recuerdo la pesadilla que constituyó aquel año de entrenamiento!
«¡No sostengas la espada como un plumero, Galen!»
«¡Lo que llevas en el brazo es un escudo, y no una tienda de campaña!»
«¡Esto es lo que sucedió durante el resto del torneo, Galen, después de caer de tu caballo y quedar inconsciente...!»
Así habían ido las cosas, con una serie de contratiempos y heridas en la cabeza, hasta que, escasamente un mes atrás, Bayard me llevó aparte y, agarrándome con fuerza por los hombros, me expresó su confianza en que, por fin, yo pudiera ser armado caballero, cosa que había perseguido con tanto afán.
—Aunque no sé qué hacer contigo, Galen —dijo—. La Orden de la Espada queda fuera de tu alcance, como demuestras cada vez que empuñas las armas o montas a caballo. Y la Orden de la Rosa, con su dedicación a la sabiduría y a la justicia, pues...
Yo hice un gesto afirmativo. Al menos era lo suficientemente listo para entender aquello que Bayard no expresaba por delicadeza.
—Pero queda la Orden de la Corona —prosiguió él—, cuyos principales deberes son la lealtad y la obediencia. Claro que la obediencia es... lo que más te cuesta a ti, pero ¡por los dioses! Tú nos eres fiel a mí y a lady Enid, fiel a tu familia y a la idea de llegar a caballero, lo que te ha ayudado a soportar vergüenzas y humillaciones que ningún muchacho debiera aguantar.
Yo traté de sonreír con valentía y gozo. Bayard me miró pensativo durante un rato, y luego me sacudió con fuerza hasta que mi mellado yelmo resbaló para quedar apoyado en el caballete de mi nariz.
—Desde luego eres un chico leal,
Comadreja.
Tres años atrás no te habría creído capaz de lo que hiciste. Y, si algún día consigues la mitad de lo que yo considero que se puede esperar de ti, serás un excelente caballero.
Aquella alabanza me hizo parpadear.
—En consecuencia, permanece quieto y no hagas
nada —
concluyó Bayard—, aunque pienses que tal o cual cosa puede mejorar tus posibilidades de alcanzar el grado de caballero, porque apuesto lo que quieras a que la pifiarías. Deja el asunto en mis manos, y pon sólo de tu parte la fidelidad.
Así lo había hecho yo, y ahora había llegado la Noche de las Reflexiones. Dejando a un lado la espada, había tomado el yelmo. Estaba mellado y acribillado, pero no tenía otro mejor. Y no era la apariencia lo que me preocupaba, sino la manera de conseguir con qué adornarlo.
Poner en condiciones un yelmo es un asunto complicado, sobre todo entre las Ordenes Solámnicas, acostumbradas como están a la caballerosidad, la pompa y la espectacularidad, así como a rendir homenaje a las damas. En las grandes ocasiones, de un caballero se espera que luzca un favor en su yelmo: un detalle perteneciente a la vestimenta de su dama, que puede ser un guante, un pañuelo o, en algunos casos, incluso una chinela. Esto significa un especial afecto entre tal caballero y tal dama..., sentimiento de acuerdo con la cortesía y el romanticismo y la benevolencia general.
Yo tuve que arrancar prácticamente un guante del puño de Dannelle Di Caela. La verdad es que, en los últimos tiempos, había nacido en mí un inquietante y a la vez delicioso interés hacia ella. Ayer, de rodillas al pie de la gran escalera de mármol, en medio del bullicio de los caballeros que llegaban y del ir y venir de los criados interrumpido, de vez en cuando, por el grito de un cuclillo mecánico, tuve el atrevimiento de desafiarla a que me avergonzara delante de todo el mundo rehusándose a concederme el favor, un favor que yo sabía que me habría negado de habérselo pedido en privado.
Ruborizada y con cierto enojo, la damisela se había detenido en lo alto de la escalera mientras yo pedía a grandes voces su generosidad, en pleno corredor, y tanto padre como Alfric, que me aguardaban en la entrada del gran salón, miraron boquiabiertos a la encantadora joven pelirroja que parecía querer perforarme con sus ojos. No había quien no estuviese atónito ante mi violación de la etiqueta.
—Oí contar... muchas cosas de vos, maese Galen —contestó Dannelle con voz tensa y seria que, sin embargo, delataba que yo ya había ganado.
—Me satisfaría que no repitieseis unos rumores sin fundamento delante de mi estimado padre —exclamé con alegría, al mismo tiempo que señalaba al vejestorio situado junto a la puerta—, con el fin de no estropearle la dicha que siente de ver armado caballero a un querido hijo en el crepúsculo de su vida.
Dannelle clavó en mí una mirada de enfado, pero sin perder por ello la prudencia. Dio media vuelta, con lo que el borde de su gris vestido se levantó como movido por un ciclón, y se alejó a grandes pasos hacia sus aposentos, ubicados más arriba, deteniéndose sólo un instante para arrojarle un guante a su galán.
Convertida en un nudo de seda y lentejuelas, la pieza golpeó enérgicamente el peldaño que yo tenía delante, cosa que interpreté como una prueba del creciente interés de la chica por mí.
Pero el favor de Dannelle no era el único alcanzable. Porque encima de la mesa, delante de mí, hallé algo de carácter más íntimo, procedente de cierta Mangóla Celeste, prima lejana de lady Enid y un formidable tipo de mujer con quien contar.
Como ya había hecho otras veces, juré no pensar en Marigold y aparté mis pensamientos de aquella prenda de encaje negro sin preguntarme siquiera por qué ni cómo llevaba alguien semejante cosa.
* * *
Lentamente, y muy pensativo, yo había alzado mi broche de ópalos de entre mis demás pertenencias, menos destacadas: un silbato y un par de viejos guantes de cuero, endurecidos por el sol. En medio de tan humildes objetos, el broche sobresalía como los ópalos entre el círculo de plata en que estaban engarzados.
Las piedras habían caído en mis manos largo tiempo atrás y constituían el soborno de un traidor enemigo. Ahora, engastadas en un círculo de plata, parecían más respetables. Casi
domadas,
como si su oscuro origen nada tuviese que ver con el tiempo actual ni con el muchacho que las sostenía.
Algo incómodo, acerqué la joya a la luz de la vela. Apenas hacía una semana que había extraído las piedras de la vieja bolsa de cuero, en la que habían permanecido desde que me habían sido entregadas, para enviarlas al orfebre local con el encargo de que las montara en un broche. Me había costado muy caro, pero valía la pena. En las últimas noches, cuando el vendaval soplaba sobre el castillo desde las colinas, aullando entre las almenas y a través de la ventana, los objetos de mi propiedad se agitaban en sus perchas, estantes y otros sitios de almacenamiento. En esas noches, yo habría jurado que, en la oscuridad, oía chocar entre sí a mis ópalos, como si intentasen hablar.
En eso, el viento se levantó de nuevo. La vela chisporroteó y, en cosa de un segundo, se apagó.
—Había oído hablar de castillos donde las corrientes de aire eran terribles —musité—, pero éste...