Authors: Paul Pen
—Papá, los mensajes son reales —dijo con voz temblorosa—. Son verdad.
Hizo una pausa, como quien se prepara para decir algo importante. Se humedeció los labios y señaló:
—¿Quién iba a saber que yo vendría aquí esta noche? Al final están teniendo el efecto contrario, papá; al final están haciendo que venga al sitio al que no tengo que venir.
Apenas pudo terminar de pronunciar la última palabra, atropellada por la entrecortada respiración de su boca.
—No digas... —intervino Victoria.
Leo tragó saliva y alzó la voz sobre la de su madre.
—Papá. —Sintió las lágrimas rodar por sus mejillas—. Papá, tengo miedo.
Trató de contenerse. Luego se rindió. Lloró con la cara entre las manos, de la forma escandalosa en que lo hace un niño. Pataleó. Golpeó el respaldo del asiento delantero con los puños cerrados. Amador llevó una mano al cierre de su cinturón de seguridad. Victoria se la agarró e impidió que lo desabrochara.
—Déjale, se siente culpable —dijo, sin inflexión en la voz.
Consiguió, como pretendía, que Amador recordara las palabras del psicólogo.
Escucharon a su hijo vaciarse en el asiento trasero hasta que se le secó la garganta y dejó de sorberse la nariz. Si hubiera podido, Amador se habría arrancado los oídos. Cuando Leo respiró profundamente por última vez, su espalda estaba apoyada en el asiento formando un ángulo imposible. Se secó los ojos con las palmas de las manos. Los apretó con ellas hasta que vio dos enormes puntos blancos.
—¿Por qué me obligáis?
Amador se mordió el puño de la mano izquierda. Giró la cara hacia la ventanilla.
—Cielo —dijo Victoria—, es para que veas que toda esa historia sobre el catorce de agosto no es más que una fantasía tuya. El doctor Huertas nos apoya en esto. Casi renuncia a sus vacaciones para estar contigo hoy. Nosotros le dijimos que no era necesario. ¿Te das cuenta del lío que estás montando?
—Me prometió que no hablaba con vosotros si yo no estaba.
—Bueno —su madre giró la cabeza para mirarle—, supongo que hoy vas a aprender muchas cosas. Siempre has querido ser un adulto.
—Yo nunca...-Se detuvo.
Se hizo un silencio. Leo aflojó la presión de las manos sobre sus párpados. Se reacomodó en el asiento, mientras la realidad se envolvía en puntos de colores que flotaban a su alrededor. Sus padres intercambiaron algunos gestos que no alcanzó a ver.
—Nosotros vamos a esperarte aquí. Estaremos aquí todo el tiempo. Pero tienes que ir tú solo, comandante. La nave es tuya. Entrar y salir, eso es todo.
Amador no quiso mirar a su hijo. Sabía que si lo hacía, podría pisar el acelerador y llevárselo lejos de aquella locura. A la playa tal vez. Seguro que a
Pi
le gustaría conocer el lugar donde nació.
«¿Y si está diciendo la verdad?», se había atrevido a preguntar Amador al psicólogo una tarde en la consulta, delante de Victoria, apoyando los codos sobre la mesa junto a la carpeta roja con el nombre de Leo escrito en una etiqueta. Victoria había descruzado las piernas con violencia sobre la silla de piel del despacho, haciendo que sus medias crujieran y que Amador recordara otros tiempos. Luego, había fingido una de sus risas exageradas, de esas que le otorgaban éxitos profesionales y le ahorraban ciertas conversaciones matrimoniales. «Entonces estaría usted perdiendo su tiempo y dinero, porque a quien tendría que consultar sería a un parapsicólogo», había contestado el doctor.
—Mejor si te quedas unos minutos dentro y piensas en por qué te has inventado todo esto —dijo su madre.
La uña de su dedo índice sonó al chocar contra la del pulgar.
—Victoria, por favor.
—Papá, no quiero hacerlo.
—Hijo. —Amador seguía mirando más allá de la luna delantera. Quería dejar de sentir la mano con la que Leo le agarró el hombro—. Tienes que ir. Si no, todas las tardes de consulta no habrán servido para nada. Luego, en casa, podemos comer galletas y mirar por el telescopio. —Sonrió al imaginar la escena—. Mira, ya no está nublado como la otra noche. A lo mejor todavía vemos alguna estrella fugaz.
Amador escuchó el ruido de la puerta trasera al abrirse. Y cerró los ojos.
Al ver salir al niño, el hombre de las muletas se enderezó en el interior de su coche, detenido en el otro extremo del aparcamiento. Agarró el volante con fuerza y acercó el rostro al retrovisor. Vio al niño acercarse a la tienda a sus espaldas.
Leo recorrió el camino a través de los surtidores. Como había hecho dos meses atrás, el último día de curso. Recordó el calor en la planta de los pies. Le molestaba en la garganta el esfuerzo del llanto ahora reseco en su cara y su boca. Había visto a su padre con los ojos cerrados dentro del coche. Quiso darse la vuelta y gritar que les odiaba. No lo hizo.
El asfalto se convertía en grava amarilla, azul o violeta al reflejar la luz del letrero de neón que el señor Palmer trajo desde Kansas. Un mosquito explotó en la fluorescente luz asesina que colgaba junto a él. Leo contuvo la respiración.
Dentro del BMW, Amador pensó que se arrepentiría siempre de no haber hecho nada por salvar la vida de su hijo y se le escapó la mano hacia el seguro de la puerta.
—Ni lo intentes —dijo Victoria.
Los dedos decididos de Amador, dispuesto a salir corriendo detrás de su hijo para abrazarle y decirle que lo sentía, que no era necesario pasar por todo aquello, perdieron fuerza con las palabras de Victoria. Dejó caer la mano hasta apoyarla sobre una pierna. No quiso mirar a su mujer, prefirió mantenerla en un plano desenfocado. El sonido de sus uñas era todo lo que necesitaba para constatar su presencia.
El radiador del coche se quejaba a espaldas de Leo, quien respiró profundamente y olió a gasolina. Una brisa tímida se coló por debajo de su bañador, entre la camiseta y el cuerpo. La prenda se infló unos instantes y volvió a pegarse a su cuerpo cuando cesó el aire que también hizo balancearse el cartel luminoso del Open. Avanzó con paso lento pero decidido, los brazos extendidos a los lados sin moverlos apenas. Sus padres se arrepentirían de aquello. Primero le aterró la idea. Luego empezó a disfrutarla. Tanto, que durante un segundo dejó de asustarle lo que pudiera ocurrir. Iban a descubrir la verdad de la forma más dura. Sabrían que él no había escrito ni inventado ninguno de esos mensajes. Y ya sería demasiado tarde para pedir perdón.
El hombre de las muletas vio que el niño se acercaba demasiado a la tienda. No quiso esperar más. Abrió la puerta de su coche. Dejó sobre el asfalto el aparato ortopédico que luego usaría para levantarse. Sacó una pierna tirando de ella con la mano izquierda. El nerviosismo de sus movimientos hizo que la pierna patinara sobre la muleta, lanzándola unos metros más allá.
—No, no, no —dijo.
Con la mano extendida y el tronco inclinado hacia un lado, intentó alcanzarla sobre el asfalto. Entonces miró por el retrovisor izquierdo y vio al niño frente a la puerta. Apoyándose con el otro brazo en el volante, sacó la cabeza del vehículo para gritarle que se detuviera justo en el momento en que el aire frío del interior de la tienda envolvía a Leo por sorpresa.
Leo empezó a temblar.
A continuación, echó a correr como nunca había corrido.
Al verlo escapar, un grito quedó ahogado en la garganta del hombre de las muletas, que suspiró con fuerza y se dejó caer sobre el asiento.
Amador tardó solo unos segundos en reaccionar. Respiró primero, sonrió después, y entendió el grito de su mujer un poco más tarde.
—
¡Cógelo!
—había chillado.
La mano de Amador regresó a la manilla, impulsada por la misma voz que antes la había anulado. La puerta se abrió. La ancha anatomía de Amador salió disparada detrás de su hijo. Victoria también abandonó el vehículo y fue tras su marido. Caminaba con paso acelerado pero sin llegar a correr. El coche se quedó con las dos puertas delanteras abiertas, las luces encendidas, y un sonoro aviso pitando con una frecuencia intermitente.
Amador alcanzó a su hijo y alargó el brazo para agarrar el cuello de su camiseta. Inclinó el tronco hacia delante más de lo posible y acabó perdiendo el equilibrio. Se precipitó contra el suelo arrastrando con él a Leo, a quien apretó sobre su cuerpo para que solo fuera la espalda del más grande de los dos la que recibiera el impacto contra el asfalto.
—Eres rápido —resopló Amador, con las rodillas aún sobre el suelo.
Mantuvo a Leo agarrado por la camiseta. No se levantó del todo para quedarse a la misma altura que él. Le peinó un poco y le colocó la ropa en su sitio.
—Escúchame.
Los pasos de Victoria se oían cada vez más cerca. Leo miró en esa dirección y se le amargó el gesto.
—Vamos a hacer esto, ¿vale? Tenemos que hacerlo. Si de verdad hay alguien ahí dentro que quiere hacerte daño, yo voy a estar en la puerta. —Hizo una pausa, respiró tres veces seguidas para recuperar el aliento, y miró hacia Victoria para calcular la distancia a la que estaba, el tiempo que le quedaba—. No voy a permitir que te pase nada. Leo, tu padre no va a dejar que nadie te haga nada, ¿entendido? Eh, comandante, ¿entendido? —Leo asintió—. Esto también es bueno para ti. Cuando salgas de esa tienda vas a dejar de tener miedo.
—Pero, cielo, ¿cómo demonios se te ocurre? —regañó Victoria a más de veinte metros de distancia.
—Lo prometo —murmuró Amador—. Esta vez te acompañaré hasta la puerta.
Cuando Victoria llegó, se quedó de pie y cruzó los brazos.
—¿Entras tú o te obligamos?
Leo miró al suelo y después a su padre. Estaban los tres bajo una farola, dentro del círculo anaranjado que dibujaba en la calle.
Arropados por un coño luminoso, como si fueran a ser abducidos por una nave extraterrestre. Una polilla flotaba borracha de luz junto a ellos.
—Si... si me lo estuviera inventando, no tendría miedo de entrar —dijo Leo, en un intento por razonar. Se sorbió la nariz—. No me importaría entrar ahí. Papá, si me lo estuviera inventando sabría que no me va a pasar nada.
Victoria agachó la cabeza y buscó el rostro de su marido. Arqueó las cejas.
—¿Ves? —le dijo. Luego se dirigió a Leo—: Si hubieras entrado así, sin más, nos habrías dado la razón. Estaría claro que no tenías miedo y que todo era un invento tuyo. Necesitas hacer esto, todo esto, ponerte a llorar en el coche y escapar en el último segundo a las puertas del Open para que tu historia sea creíble. —Pronunciaba de forma exagerada, gesticulando como la protagonista de una película de serie B—. A lo mejor te crees muy listo, pero estás haciendo todo lo que el doctor dijo que harías. Todos los pasos. Uno detrás de otro. —Marcó las últimas palabras juntando el pulgar y el índice, como si sostuviera un lápiz imaginario. Amador apretó los hombros de Leo y repitió: —Voy a acompañarte hasta la puerta, ¿entendido?
Sin dar opción a que Victoria objetara, se levantó y cogió a Leo de la mano. Se dirigieron al Open desandando los metros que habían recorrido en el intento de fuga. Ella se quedó un rato de brazos cruzados. Los observó caminar hasta que se convirtieron en dos siluetas oscuras, a veces parecían la misma. Negó al aire con la cabeza.
De nuevo frente a las puertas del Open, Leo notó la presión de la mano abierta de su padre sobre la espalda. Él percibió que la tenía húmeda. El niño lo miró cuando sintió el empujón. Amador asintió en silencio, cruzó las manos a la altura de la entrepierna y ensanchó los hombros, como quien se dispone a entrar a una entrevista de trabajo.
Echado sobre el volante, con la cara dirigida al salpicadero y un teléfono móvil en la oreja, el hombre de las muletas no vio que el niño había regresado acompañado de su padre.
Leo dio un paso adelante.
Las puertas se abrieron con el mismo crujido plástico que antes. Un chico alto empapado en sudor, con pantalón deportivo corto, una sudadera granate con el emblema de la Universidad del Noroeste y cables alrededor del cuello, apareció por detrás y entró en la tienda.
Leo le siguió.
Escuchó el crujido plástico a su espalda.
Fuera, Victoria se colocó junto a su marido, de pie, a un lado de la entrada.
Leo contó dos personas en la tienda además de él y el chico que venía de correr. Cuando reconoció al dependiente del día de fin de curso, subió la cuenta a cinco en total.
El universitario del pantalón deportivo se paró frente a la zona de refrescos. Recorrió la estantería con la mirada. El dependiente leía una revista abierta sobre el mostrador, a la vista de los clientes, con el mentón apoyado en una mano. Pasaba las páginas sin ningún interés. Un hombre trajeado, de pelo blanco, con la chaqueta colgando de un hombro, abrió la nevera de las bolsas de hielo. Con una sola mano, comenzó a tirar de una de ellas, que se había quedado pegada a la que tenía debajo. Leo giró la cabeza en ambos sentidos. No encontró a la quinta persona. Sabía que la había visto al entrar.
Un escalofrío recorrió su columna.
Estaba seguro de haber visto a un tipo gordo vestido con ropa oscura. Una camiseta enorme, con las mangas que le llegaban por debajo del codo. Y el pantalón caído. Por debajo del culo. Ese hombre estaba ahí cuando había entrado. Volvió a recorrer la tienda con los ojos.
El dependiente alzó la mirada cuando al tipo del traje se le cayeron un montón de cubitos de hielo al suelo. La bolsa de plástico se había rasgado al arrancarla. Entonces vio a Leo, a lo lejos. Levantó una mano. La agitó para saludarle. El movimiento pilló a Leo por sorpresa y le hizo sentir algo raro en los testículos.
El dependiente se puso de puntillas. Sacó medio cuerpo por fuera del mostrador para sortear el expositor de caramelos PEZ que interrumpía su visión. Dirigió la mirada a los pies de Leo y extendió el pulgar en señal de aprobación cuando comprobó que esta vez sí llevaba los zapatos puestos. Leo no reaccionó, tan solo movía la cabeza de un lado a otro. El dependiente recogió el dedo, extrañado.
—Disculpa un segundo —le dijo al universitario de la sudadera que se había acercado con una botella de Aquarius en la mano.
Cuando el dependiente dio la vuelta y salió de detrás del mostrador, el hombre de la camiseta enorme cuyas mangas le llegaban más abajo de los codos emergió de algún lugar. Su enorme figura apareció como una mancha negra frente a él. Leo quedó escondido tras ella.
Entonces el dependiente oyó gritar al niño.
No llegó a ver nada.
Fuera, el hombre de las muletas también escuchó el grito del niño. Sintió cómo se le contraía el pecho cortándole la respiración. Alzó la mirada hacia el retrovisor. El teléfono móvil le resbaló de las manos sin que hubiera conseguido establecer contacto. Giró el tronco hacia atrás y miró a la tienda del americano sin entender.