Authors: Paul Pen
Aarón prefirió callarse.
Miguel se colocó un lápiz entre los dientes. Se dispuso a teclear en el ordenador que tenía enfrente. Después de varias pulsaciones, dijo:
—Claro. —Se quitó el lápiz de la boca y lo dejó, húmedo, junto al teclado—. No puedo acceder a esos datos. Es por seguridad. Yo aquí registro las entradas, pero los datos personales están en las fichas de los pacientes. A esas solo acceden los médicos. Tiene sentido, ¿sabes? No llevo ni un año trabajando aquí, y supongo que todavía no se fían de mí.
Hizo un movimiento circular con los ojos.
Aarón miró el lápiz lleno de saliva que Miguel había dejado sobre la mesa. Le pareció normal que sus jefes no se fiaran de alguien que aún masticaba lápices como si fuera un niño. Pensó en cogerlo. En las posibilidades de infligir dolor con aquella punta afilada.
—Mira —dijo Miguel, enfrascándose de nuevo en el ordenador tras señalar el monitor—, puedo ver los ingresos en maternidad de esa semana. —Hablaba a la vez que tecleaba—. Pero cuando quiera darle al nombre del paciente, me va a pedir una contraseña y... —se interrumpió.
Miró la pantalla arriba y abajo. Aarón lo vio mover el brazo con el que manejaba el ratón. Notó cómo trataba de disimular la mirada de reojo que se le escapó antes de volver a clavar la vista en el monitor. Las arrugas de su frente volvieron a bailar.
Ante su silencio, Aarón dijo:
—¿Qué?
Quiso que su voz sonara natural, pero un matiz intranquilo se apoderó de la sílaba.
—No hubo ningún ingreso esa semana.
—¿Cómo que...? Sí, no, no puede ser...
—No nació ningún niño en toda esa semana. No en este hospital.
Aarón se pellizcó la pierna con la fuerza con la que habría deseado retorcer los dedos de Miguel cuando había echado cuentas. Con la fuerza con la que habría cogido el lápiz babeado para...
—¡Tiene que haber nacido ese día! —gritó de repente—. ¡Te dije que buscaras el doce de mayo, no toda la puta semana!
El puño se le escapó, y golpeó el mostrador con fuerza.
Aarón, no vas a hacerlo
, resonó en su cabeza la voz de Andrea.
Miguel se echó hacia atrás. Levantó las manos a la altura del pecho de forma instintiva.
—¿Has mirado bien? —preguntó Aarón, controlando esta vez el volumen de su voz.
Se frotó la barbilla con la mano derecha. La barba crepitó bajo sus dedos.
—¿Qué es lo que quiere?
—Quiero que me digas el nombre del niño que nació en este hospital el doce de mayo.
Pronunció las palabras sin dejar espacio entre ellas. Ahora se apretaba con dos dedos el inicio del tabique nasal, entre los ojos.
—No ha...
—Sí que ha nacido. El doce de mayo. ¡Claro que ha nacido! —Lanzó la mano con la que había golpeado el mostrador hacia Miguel. Lo agarró del brazo. Tiró de él—. Mataron a mi amigo, ¿sabes?
—No... —balbuceó el recepcionista.
—¡Casi! —exclamó de forma exagerada, cerrando los ojos, como quien se obliga a recordar algo—. Casi lo matan. Una bala por la espalda. Y entonces nació el niño. ¡Tuvo que nacer ese niño! Ha ocurrido todas las veces anteriores. Yo lo he descubierto. —Pareció sonreír, la voz sonó más aguda—. Ha ocurrido siempre así. ¡No puedo equivocarme! —gimió, con un matiz desgarrador.
—Voy a tener que avisar a seguridad —dijo Miguel, las palabras temblando en su garganta, el corazón latiendo en su brazo alrededor de los dedos de Aarón. Alargó la mano libre, lentamente, hacia el teléfono—. No existen ni esa madre ni ese bebé con fiebre, ¿verdad? —dijo.
La mano de Aarón saltó desde su brazo. Le agarró la cabeza por detrás. Tiró de ella con violencia para acercar su cara a la suya.
La mujer mayor se levantó de su asiento y comenzó a caminar a través del pasillo todo lo rápido que le permitía la cadera. Al fondo había dos hombres vestidos de verde.
—Mira —masculló Aarón—, me estoy dejando la vida en salvar a un niño que nació el doce de mayo y al que alguien se va a cargar dentro de nueve años, tres meses y dos días. —Pronunciaba las palabras en voz baja, vocalizando sin separar los dientes—. El catorce de agosto de 2009 ese niño va a morir de un balazo si no consigo avisarle de lo que va a ocurrir. Y ni tú, ni diez como tú, ni Andrea, ni nadie, me va a impedir hacerlo. ¿Me has entendido?
Le apretó más fuerte la nuca hasta que las narices de ambos casi se tocaron. Aarón clavó la mirada en sus ojos.
—Le voy a salvar, ¿me entiendes? Ningún recepcionista de hospital me lo va a impedir.
Pequeñas perlas de saliva alcanzaron el rostro de Miguel, que no tuvo valor de pestañear y fijó la atención en el derrame en el ojo de Aarón.
El sonido amortiguado de las suelas de goma contra el suelo llegó hasta ellos. Los dos hombres de verde corrían hacia la recepción, alertados por la mujer mayor que ahora intentaba recuperar el aliento con la espalda apoyada en la pared.
Aarón movió los ojos hacia un lado sin girar el cuello ni disminuir la presión sobre Miguel.
—Lo siento —susurró cuando volvió a mirarlo.
Entonces le soltó. Los pasos sonaban cada vez más cerca. Abrió la boca para decir algo, pero sacudió la cabeza y escapó hacia la puerta. En su huida a la carrera, mientras sorteaba de nuevo los coches del aparcamiento, gritó algo indescifrable para apartar de su mente la imagen de David agonizando en una cama de ese mismo hospital.
Desde su posición en el mostrador, Miguel oyó el rechinar de las ruedas sobre el asfalto caliente. Tenía los brazos extendidos, apoyado el peso del cuerpo sobre las palmas de sus manos, la cabeza hundida entre los hombros. Uno de los enfermeros salió corriendo al aparcamiento, detrás de Aarón. El otro se acercó hasta el mostrador para comprobar si Miguel estaba bien.
—Sí, todo en orden. No me ha hecho nada.
—Hay un policía en el hospital.
—Estoy bien, solo quiero —infló los pulmones— respirar —y expulsó todo el aire.
Minutos más tarde narraba lo ocurrido a un oficial fuera de servicio de la policía local de Arenas que visitaba a su madre en el hospital. Miguel le contó lo que recordaba, mientras se masajeaba de forma alterna el brazo y el cuello. Se calló lo que aquel chiflado había dicho sobre un niño al que alguien iba a matar, quizá para evitar que el asunto se convirtiera en algo más grande y él tuviera que pasarse unas cuantas tardes testificando en comisaría. Quizá porque le asustaba reconocer un ápice de cordura en la mirada ensangrentada de aquel lunático.
LEO
Viernes, 14 de agosto de 2009
Cuando Leo despertó, con un libro aún abierto sobre su pecho, descubrió a Victoria de pie junto a él.
—¿Cuántas veces te he dicho que no puedes leer en la cama?
Leo había cogido el libro la noche anterior, poco después de que la hora en el despertador cambiara. El resplandor de cuatro dígitos iguales había bañado de luz verdosa la habitación en la medianoche que daba inicio al 14 de agosto. Y Leo había comenzado a temblar bajo la sábana. El gato, a los pies de la cama, había levantado la cabeza, peleando contra sus párpados para mirar a Leo. «Pi, prométeme que no me dejarás ir hoy al Open pase lo que pase», le había dicho.
—Venga, baja a desayunar y vístete. Nos vamos a pasar el día al lago —le insistió su madre. Tras pensarlo unos segundos, añadió—: Con tus amigos de clase.
Leo miró el despertador.
Volvió a temblar bajo la sábana.
Cuando Victoria salió del cuarto después de ordenarle que estuviera listo en quince minutos, Leo se levantó y caminó hacia la habitación que su padre usaba como despacho. Llevaba las manos entrelazadas a la altura del estómago. Abrió la puerta lentamente. Su padre estaba sentado en la butaca. Tenía los codos apoyados sobre el escritorio, la cara escondida entre las manos, igual que un niño que se la hubiera tapado para no ver una escena sangrienta de una película de terror. Unos enormes auriculares cubrían sus orejas.
Leo simplemente se quedó allí. Mirando a su padre. Sin saber cómo decirle que estaba muerto de miedo.
Victoria apareció de repente y se colocó detrás de su hijo.
Apoyó las manos sobre sus hombros. Leo respiró hondo para hacerse el fuerte.
—¡Amador! —gritó Victoria. Golpeó con los nudillos la puerta abierta. Enseguida volvió a gritar—: ¡Amador!
Esta vez, su marido encogió los hombros. Retiró las manos de su rostro. Cuando vio a su mujer y a su hijo, se quitó los auriculares de forma nerviosa. Una ranchera casi imperceptible se escapó a través de ellos. Amador se incorporó en la butaca.
—¿Qué hacéis ahí? —dijo.
Miró a ambos lados antes de enfocar al frente.
—Nosotros nos vamos ya —dijo Victoria.
Leo vio algo en el gesto de su padre hacia ella. Una mirada profunda. Un asentimiento contenido. Después, lo observó bajar la mirada hacia él. La bajó aún más cuando descubrió las manos del niño apretándose la tripa. Y la bajó todavía más, hasta el suelo, para no tener que hacer frente a la mirada de su hijo.
Leo quiso decir algo. Pero no supo qué.
—¿Cómo puede gustarte tanto esa música mexicana? —preguntó entonces Victoria.
Amador no contestó. Volvió a colocarse los auriculares y cerró los ojos. Pensó en María.
—¿Pero sigues en pijama? —dijo Victoria a Leo—. Nos vamos en diez minutos.
Cuando llegaron al lago, Victoria miró a los niños lanzarse al agua desde el sauce llorón de la orilla. Para los niños de Arenas, el lago nunca fue artificial.
—Vamos, ve con ellos —dijo a su hijo.
Leo recordó la sensación pegajosa del refresco sobre su cara. No había vuelto a ver a sus compañeros desde el incidente de la Coca-Cola a final de curso. Se separó de su madre con la toalla sobre los hombros y el libro que había comenzado la noche anterior bajo el brazo. Victoria sintió un pinchazo en el estómago.
Leo se tumbó a la sombra de un árbol, sobre la toalla, boca abajo, sosteniendo el peso de su cuerpo con los codos. Apreció la suavidad del tejido y la mezcla de olores a hierba, humedad y detergente. La última nota le hizo pensar en Linda. Con un movimiento de su mano izquierda, abrió
Brevísima historia del tiempo
por la hoja donde se había quedado dormido, y comenzó a leer.
Leyó durante todo el día.
Hasta que, sin darse cuenta, se encontró forzando la vista para descifrar las palabras escritas sobre el papel, a causa de la poca luz. Alzó la mirada y descubrió que el lago estaba ya prácticamente vacío. Había comenzado a anochecer. Parpadeó como si despertara de un sueño que lo hubiera mantenido ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. A quince metros, o cien kilómetros, Victoria reía. Hablaba con Sandra, las dos sentadas sobre su toalla. Más tarde le contaría a Amador que Sandra era de las que se daba atracones a medianoche para luego dejarse las rodillas moradas vomitándolo todo.
Leo quiso sonreír al pensar que el día acabaría como todos los anteriores. Entonces las cartas, las llamadas y las lágrimas de aquella mujer pelirroja no serían más que recuerdos de una pesadilla que se había alargado demasiado. Este no sería su último verano, y todavía tendría tiempo de aprender a disfrutarlos. Habría más lluvias de estrellas. La del año pasado se había estropeado por el castigo de sus padres, y la de este año, que se produjo dos días antes, por una inesperada noche nublada. Si el 14 de agosto acababa como un día más, Leo aún podría ver una estrella fugaz. Su madre y su padre pensarían que él se había inventado la historia del Open. Y tendría que seguir visitando al doctor Huertas después del verano. Pero el dolor de la desconfianza paterna y la molestia de las consultas con el psicólogo era un precio que Leo estaba dispuesto a pagar si el 14 de agosto acababa como todos los días anteriores.
Y estaba a punto de hacerlo.
La bocina de un coche sonó lejana. Enfrascado en sus pensamientos, Leo no la oyó. Tuvo que ser su madre, enredándole el pelo con la mano, quien le alertara del sonido.
—¿Es que no lo oyes? —dijo—. Es tu padre. Ya está aquí.
—¿Papá?
—Sí, papá. Vamos, vístete. —Victoria miró a su hijo, sentado con la misma ropa con la que había llegado—. Coge la toalla, anda.
—¿Para qué ha venido papá? —preguntó, sin moverse.
Algo empezó a retorcerse en su pecho. Leo recordó el gesto extraño que había advertido en su padre esa misma mañana. El asentimiento contenido. Observando a su madre desde abajo, sobre la toalla, pidió por favor que no tuviera nada que ver con la única cosa que no debía hacer ese día.
—Vamos a ir a la tienda del americano —dijo Victoria. No retiró la mirada de su hijo.
—¿Hoy? —musitó, la palabra ahogada en su garganta. —Precisamente hoy.
Leo sintió un sabor metálico en la boca cuando el labio inferior cedió a la presión de sus dientes y una herida se abrió en el tejido. Notó que sus ojos se habían humedecido porque también notó agua en el interior de su nariz. Igual que percibió cómo su madre se había dado cuenta de ello. Aunque intentara disimularlo.
—Tu padre nos está esperando. —Victoria se dio la vuelta y caminó hacia la salida del parque—. Sé que no eres tan tonto como para escaparte corriendo —dijo a Leo mientras se alejaba.
Sonrió con la mitad de la boca cuando oyó tras ella los pasos del niño.
Leo subió al coche sin saludar a su padre.
—Hijo, tienes que entenderlo —explicó Amador.
—Da igual si lo entiende o no —replicó Victoria—. Es lo que vamos a hacer.
Amador detuvo el BMW blanco frente a la tienda del americano, apelativo del que el establecimiento no lograba desligarse por mucho que el señor Palmer hubiera desaparecido.
Un torrente de imágenes cruzó por la mente de Leo, casi como algo físico. Empezó detrás de los ojos y se extendió al resto de la cabeza. Un montón de ideas que no necesitaba pensar para entender. Como una corriente eléctrica que no dolía pero cansaba. Mantuvo los ojos muy abiertos, clavados en sus rodillas, desnudas y huesudas como las montañas de la sierra madrileña que se divisaban en el limpio horizonte de Arenas. El torbellino de pensamientos concluyó. Todo el voltaje culminó en una idea que brilló en su cerebro con la misma intensidad que el neón amarillo y violeta del Open, reflejado ahora en el capó del coche.
—Es mi destino —murmuró.
Se agarró a los cabeceros de los asientos delanteros. Impulsó el cuerpo hacia delante, y metió la cara entre ellos.