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Authors: Paul Pen

El aviso (25 page)

Leo miró a ambos lados.

Los coches aparcados parecían animales perezosos pastando a lo largo de la calle, engullendo la acera con sus grandes bocas de metal. Las puertas automáticas de la tienda del americano se abrían y cerraban al ritmo frenético de las entradas y salidas del torrente de críos sobreexcitados. Algunos adelantaban solo un pie, regresaban al grupo para abrazar a sus compañeros y celebraban el triunfo de haber engañado al mecanismo. Otros, sin camisa, fingían pelearse. Las chicas los miraban en grupitos. El resto concursaba para descubrir quién podía escupir más lejos o formar el charco de color más extraño con la saliva resultante de masticar diferentes chucherías.

Leo distinguió a Claudia, que chupaba un helado. Brecha llevaba la corbata alrededor de la cabeza. Su nariz resultaba inconfundible. Se paseaba con una gorra en la mano, haciendo que los demás depositaran algunas monedas en su interior. Gritó a uno de los más pequeños, el que había cruzado la calle a bordo de un caza.

Leo sintió lástima por lo que iba a tener que aguantar esa tarde el viejo de la tienda, el que les atendió a él y a su padre cuando fueron a buscar leche una noche del verano anterior. El que no le había cobrado la golosina robada. Entonces, su pensamiento se interrumpió por la fuerza de una imagen que se proyectó con tal luminosidad en algún lugar de su cerebro que le hizo entornar los ojos: la extraña sensación de reconocimiento que experimentó en la mirada de aquel viejo la noche en que su padre se olvidó las monedas.

La noche en que apareció la primera carta.

Un sudor frío cubrió a Leo en aquella calle a treinta grados de temperatura.

Edgar y Brecha estaban en la puerta del Open. No podía cruzar descalzo el paso de cebra. Todos le mirarían. O harían algo más que mirar. El suelo quemaba. Leo levantó los pies de forma alterna, primero el izquierdo, luego el derecho, como si tuviera ganas de hacer pis. Le ardían las plantas. Buscó a su alrededor. Se desplazó hasta la línea de sombra que proyectaba el semáforo. Encajó los pies en la exigua banda negra sobre la acera.

Esperó.

Escuchó un clic cuando el semáforo de los peatones cambió a rojo.

Vio a Edgar entrar en la tienda vitoreado por el corrillo que se había formado junto a las puertas. Lo vio salir un minuto después con dos botellas, una a cada lado del cuerpo. Los demás gritaron, rieron, aplaudieron.

El semáforo volvió a cambiar.

Y el pie izquierdo de Leo dio un paso al frente antes de que él hubiera tomado la decisión de hacerlo. Cuando el pie derecho siguió al izquierdo, Leo supo que ya no había marcha atrás. Apretó con fuerza una de las correas de su mochila, casi a la altura de los hombros, con la mano que tenía libre. Pensó en la fina costra que formaron en su mejilla los tres arañazos del bofetón que le dio su madre. Pensó en
Pi
durmiendo al otro lado de la puerta de su cuarto mientras el cielo de Arenas se encendía en una lluvia de fuego sobre su cabeza. Pensó en otro año buscando el sitio más alejado para sentarse a comer solo en el comedor. Otro año esperando a su madre todas las tardes junto al semáforo cuya angosta sombra protectora acababa de dejar atrás.

Bajó el desnivel de la acera. Colocó el pie sobre la pintura de la primera banda blanca. Estaba igual de caliente. Pisó con fuerza. Mantuvo la mirada al frente. La masa informe que formaban sus compañeros latía más allá, como la del monstruo de aquella película tan vieja que vio con su padre a escondidas de su madre. Pasó por encima de la segunda franja blanca. Se imaginó atravesando un puente de madera sobre un río enfurecido. Si pisaba fuera de los tablones, de las bandas blancas, caería al vacío. Sorteó el asfalto entre la segunda y la tercera.

Alguien gritó:

—¡Eh, mirad! ¡El tarado!

Se produjo un silencio. Enseguida volvieron a estallar las risas. Brecha hizo una señal a Edgar y a Jota. Corrieron hasta el paso de cebra. Animaron a Leo como si fuera un atleta en los últimos metros de una gran carrera.

Leo miró al suelo.

Se obligó a pensar en el viejo. En el sobre de correo aéreo. En las esquinas del otro sobre, el que le había entregado Linda, clavándose en su entrepierna. En los ojos cada vez más vacíos de su madre.

Necesitaba una explicación. Y el viejo podía saber algo.

—¿Qué pasa? —le gritó Brecha desde el otro lado—. ¿Ahora quieres ser normal?

Escuchó los choques de manos felicitándose por el insulto.

—Pues no es muy normal ir a un loquero, tarado. Este no es tu sitio. A los miedicas sus mamas les recogen en el otro lado.

Edgar hablaba imitando el balbuceo de un bebé.

Leo llegó al otro lado del puente. El dolor estalló como una ráfaga de luz desde el pulgar hasta el tobillo cuando Brecha le pisó. Sorbió saliva de forma sonora.

—¿Vas a llorar?

La cara de Brecha se asomó por debajo. Sus largos rizos negros caían hacia el suelo. Distinguió las pecas de su nariz. En la barbilla, la cicatriz que lo había convertido en un héroe hacía años, desde el ahora lejano primer día de clase.

Leo giró la cabeza.

—Digo que si vas a llorar —repitió, más alto.

Otra sacudida de dolor, o quizá la misma, regresó al pie izquierdo de Leo.

—Bah —escupió Brecha—, no es divertido ni para esto. —Lanzó el dedo índice contra su oreja por detrás—. Vamos.

Los pies desaparecieron.

Leo atravesó la zona de los surtidores. Alargó la zancada para evitar pisar un charco de gasolina y se tambaleó mientras recuperaba el equilibrio. Escuchó más risas. Reconoció los calcetines rosa de Claudia cuando sus pies se acercaron junto a los de otros niños. Luego regresaron con los demás para hacer comentarios.

—¿Adónde va?

—¿Qué está haciendo?

—¿Es verdad que lleva los zapatos en la mano porque...?

—Edgar y Brecha se pasan con él.

—A mí Edgar una vez me...

—Es que es un poco raro.

—Yo siempre le he visto solo.

Tres niños le interrumpieron el paso. Llevaban los dedos extendidos formando pistolas imaginarias.

—¡Pium, pium! —le gritaron—. ¡Recuerda lo que pasó en el Open!

Después, como si lo tuvieran ensayado, cada uno de ellos exclamó una sílaba diferente:

—¡Ta!

—¡Ra!

—¡Do!

El golpe de aire frío congeló el sudor de la frente de Leo, de las sienes y los lados de la cara. Las puertas del Open se cerraron tras él. Tres figuras ahora cristalinas enfundaron sus pistolas. Se tiraron al suelo con las manos agarradas al pecho. El más dramático fingió algunos espasmos antes de dar un estirón final y quedarse quieto. Los pies de Leo recibieron el frescor del suelo pulido de la tienda como debe de recibir el último beso un hombre agonizante que jamás pensó que aguantaría vivo hasta que llegara la dueña de esa agridulce despedida.

El corazón empezó a latirle fuerte en el pecho.

Pensó en el viejo.

Se encaminó hacia el mostrador.

Al otro lado, encontró a un hombre delgado, con la tripa pronunciada de quien se ha alimentado toda su vida con los asados de una madre sobreprotectora en la infancia, sobreprotegida en la vejez. Observaba intranquilo el jaleo en el exterior de la tienda mientras ordenaba varios paquetes de pilas contenidos en una enorme caja de cartón.

Leo colocó los zapatos encima del mostrador.

—¿Y a ti qué te pasa ahora? Os he dicho que ya está bien —dijo el hombre, con el semblante serio, como si temiera que aquellos críos fueran a amotinarse y saquearle la tienda—. Y los zapatos, quítamelos de ahí.

Leo cogió los zapatos. Se disculpó con los ojos. No era el viejo de la otra vez. El nuevo dependiente se asomó por encima del mostrador y miró los pies desnudos de Leo, los pulgares elevados.

—¿Qué haces descalzo, hijo? —preguntó.

Leo miró en dirección a sus compañeros.

—¿Ellos? ¿Te han hecho algo? —Su voz subió por lo menos una octava—. ¿Han sido ellos?

Leo asintió.

—¿Qué es lo que te han hecho?

—Me han tirado por el váter.

—Ya, claro.

El dependiente no pudo contener la risa.

Leo mantuvo la mirada. Luego la dirigió al suelo.

La sonrisa del dependiente se fue desdibujando.

Edgar y Brecha le habían sujetado por los hombros. Jota y otro le habían obligado a mantener las piernas en el interior de la taza. «¡A ver si te traga y el año que viene no apareces!», le había gritado Edgar mientras accionaba el pulsador y la primera corriente de agua helada empapaba sus zapatos. «No cabe. Una rata que no cabe. Cuando mi madre tiró el pájaro, se lo tragó enseguida», añadió Brecha. Siguieron empujándole hacia abajo en un intento absurdo de que lo succionara la tubería mientras pulsaban sin parar el botón de vaciado y la presión en los brazos de Leo comenzaba a doler de verdad.

—Estaba buscando al señor mayor que trabaja aquí —dijo.

—¿Mayor como yo, o mayor como un viejo?

Se arrugó la cara apretándola con las manos por ambos lados. Consiguió que Leo sonriera.

—Como un viejo —contestó. Se pasó la mano por encima de la cabeza y añadió—: Con el pelo blanco.

—¿Te refieres al señor Palmer?

Leo encogió los hombros.

—¿Esto te parecen pilas normales o de las pequeñas? —preguntó el dependiente.

Le acercó uno de los paquetes a la cara. Tenía los dedos huesudos, amarillentos en la punta.

—De las pequeñas. Ahí pone triple A.

El dependiente miró el paquete. Cogió otro. Los comparó forzando los ojos.

—Sí, es él. —Tiró las pilas de vuelta a la caja, como si hubieran dejado de importarle—. Pero ya no trabaja aquí. Hará más de un mes que traspasó el negocio. Me lo ha dejado tal y como lo tenía, con el rótulo de neón y todo. Me parece que esta va a seguir siendo
la tienda del americano
durante mucho tiempo. —Utilizó el calificativo con cierto desdén, consciente de que no iba a poder luchar contra tres décadas de costumbre—. Y todavía no sé si he invertido bien mi dinero.

Miró a su alrededor y suspiró.

—Cuarenta años para esto... Tú estudia, que tienes cara de listo y a mi edad ya deberías ser presidente —añadió.

—¿Vive en el pueblo ese señor? —preguntó Leo.

—Su casa está, pero él no. Él no está.

—¿No está? —repitió. Luego entendió—. Ah, que no está.

Su voz se fue apagando en un susurro inaudible.

—No, pero no es por eso —dijo el dependiente agitando una mano—. ¿Has pensado que...? —Recorrió su cuello con el dedo índice—. Nada de eso.

Se dio la vuelta hacia el cristal a través del que cobraba la gasolina. Echó un ojo a la bandada de críos. Los vio alrededor de uno que parecía mayor que el resto, de nariz pronunciada. Arrodillado, manipulaba algo sobre el suelo.

—El viejo debe de estar en la gloria. Vino a Europa a hacerse rico con la tienda... y al final lo ha conseguido. No como él esperaba, pero lo ha conseguido. Todos los días pasa por aquí un ciego, de los de la ONCE, con cupones. El señor Palmer compraba uno todos los días. Bueno, fíjate.

El dependiente alargó el brazo por debajo de la caja registradora. Tanteó entre los estantes sin mirar siquiera. Al sacarlo, sostenía en la mano un sobre de estrellas adhesivas luminosas. Leo pensó en su techo.

—Esto no —dijo, y volvió a meter la mano hasta que encontró lo que andaba buscando—. Mira el montón de cupones antiguos que tenía aquí guardados. Encima los coleccionaba. Están aquí todos. —Deslizó el pulgar por el filo de un taco sujetado con una goma, haciéndolo sonar como si fuera una baraja—. Menos el del premio, claro. Ese sí que se lo ha llevado el jodido. Treinta años trabajando aquí, echa cuentas.

—Siete mil ochocientos cupones —dijo Leo enseguida.

El dependiente arqueó las cejas.

—Se me dan bien los números.

—Tenía que tocarle alguna vez. Treinta años comprando es mucho tiempo. No sé cuánto le tocó, pero lo suficiente como para dejar de trabajar. Así que se ha vuelto a Estados Unidos.

Cuando el señor Palmer regresó a casa aquella noche se sentó en el sofá, como si tal cosa, a ver la última edición del informativo junto a su mujer.
«Wha's with the smile
?», le preguntó ella. Con el corazón acelerado y el estómago emocionado, el señor Palmer aguardó pacientemente a que el presentador anunciara los números premiados de los diferentes sorteos. Entonces extrajo el cupón doblado del bolsillo de su camisa y lo extendió frente a los ojos de su mujer. Prometió que con el dinero del premio harían únicamente lo que ella quisiera. La señora Palmer no tardó ni un segundo en decidir:
«I just wanna go back to Kansas».

El dependiente olió el fajo de cupones antiguos no premiados y lo devolvió a su lugar bajo el mostrador.

—Así que ya sabes —le dijo a Leo—, si ves a ese ciego por la calle, dile a tu madre que le compre un cupón, que lleva la suerte. —El dependiente lo pensó unos segundos. Después abrió la caja y sacó un euro—. Mejor, cómpratelo tú.

Le ofreció la moneda.

Leo negó con la cabeza.

—Venga, así, con todo el dinero que ganes, podrás comprarte unos zapatos nuevos —dijo. Acercó la cara a la de Leo y susurró—: Y los que te han hecho eso verán quién ríe el último.

—Creo que se seguirán riendo ellos —dijo el niño.

—Tú quédatela. Verás como un día la cosa cambia.

Leo le dio las gracias. Cogió los zapatos y sostuvo la moneda entre los dedos. Dio un pequeño salto para recolocar la mochila sobre sus hombros, sonrió a aquel hombre y se dirigió a la puerta. Ahora el calor que hacía fuera de la tienda resultaba apetecible. Mientras, el dependiente volvió a asomarse al cristal para controlar a los críos. Dejó escapar el aire en un silbido cuando vio un BMW blanco detenerse frente a uno de los surtidores.

—Algún día —se dijo—, algún día.

Las puertas automáticas se abrieron para dejar paso a Leo.

Colocó ambos pies sobre el caliente hormigón. Reconoció el coche de su madre aparcado junto a uno de los surtidores. Suspiró aliviado. Entonces vio que ella lo miraba de arriba abajo. A esa distancia, y mirando desde el coche, Victoria no estaba segura de que su hijo estuviera descalzo de verdad. Leo miró al suelo, avergonzado.

Fue entonces cuando sintió el chorro golpearle la cara. La espuma se le metió a través de la nariz hasta llegar a la garganta. Le ardieron las fosas nasales. Tosió. Le costó seguir respirando. Un sabor dulce le inundó la lengua. Los párpados se le quedaron pegados. El ojo izquierdo, en el que había impactado el refresco a presión, comenzó a latir en rítmicos espasmos de dolor. Oyó como si un roedor hurgara en su cerebro cuando el líquido se introdujo en sus oídos. Abrió la boca para intentar respirar.

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