Authors: Paul Pen
Leo se lanzó contra las puertas automáticas. El filo de una de ellas le raspó el hombro a través de la camiseta. Se dejó caer entre los brazos de su padre sin dejar de gritar. Cuando el gordo del pantalón caído prosiguió su marcha hacia el mostrador, Amador vio al hombre encargado de la tienda aparecer al otro lado de las puertas. Agarró la cabeza de Leo para protegerle. Aquel tipo delgado permaneció unos instantes ahí parado. Cuando las puertas se cerraron, levantó un brazo en dirección a la caja.
—¡Que ya voy, hombre! —le gritó al gordo que se estaba quejando y llevaba cuatro latas de cerveza en una mano—. Además va primero el estudiante. Y ya son más de las diez, así que no se puede comprar alcohol.
Los pies de Victoria giraron sin orden a un lado y a otro.
La humedad de la saliva de Leo llegó hasta el pecho de su padre. Amador se recordó a sí mismo echándose agua en la cara y diciéndose: «Tu hijo es completamente normal, todo va a aclararse». Un eco lejano empezó a resonar en su cabeza.
Alma está loca, Alma está loca
. Eran las voces de un montón de niños.
Alma está loca
. Amador y sus compañeros se lo habían gritado a la niña que no era más que un puño agarrado con fuerza a la pata de una mesa. Las voces empezaron a subir de volumen dentro de la cabeza de Amador.
¡Alma está loca!
Quiso taparse los oídos. No lo hizo porque hubiera implicado dejar de abrazar a Leo, que temblaba ahora entre sus brazos.
—¿Era todo mentira? —balbuceó el niño contra el pecho de su padre.
Amador apretó a su hijo mientras seguía escuchando el sobrecogedor coro infantil. Entonces, una voz más grave, la de un adulto, sobresalió entre la jauría de gritos.
¡Alma está loca!
Era su propia voz, que continuó repitiendo la consigna con la que tantas veces hizo llorar a Alma.
¡Alma está loca!
, volvió a gritar la voz, tan grave ya que Amador la sintió retumbar en sus oídos. De improviso, el montón de voces infantiles se fue distorsionando poco a poco. Más lento y más suave. Más lento y más suave cada vez. Hasta apagarse. Hasta apagarse y dejar que la voz grave se quedara sola. Hasta que Amador se vio obligado a escuchar su propia voz.
Tu hijo está loco
, se oyó decir a sí mismo.
Amador se deshizo de Leo con un movimiento brusco. Lo dejó de pie mirando al suelo junto a Victoria, que no miraba a ningún sitio. Corrió de vuelta al coche, cerró las dos puertas que seguían abiertas. El aviso intermitente dejó de pitar. Rodeó el BMW. Apoyó el trasero contra el maletero. Se dejó caer hasta esconderse.
Amador se sentó en el suelo para que su hijo no le viera llorar.
Leo quiso adelantar un pie y dirigirse hacia el BMW. Su madre lo agarró de un hombro para impedírselo.
—Dale un momento —le dijo—. Deja de pensar en ti.
El hombre de las muletas observó toda la escena desde el interior del coche. Cuando vio al niño y a sus padres regresar al BMW y marcharse del Open, adelantó el vehículo para acercarse a la muleta que había patinado sobre el suelo. La agarró.
Se alegró ahora de haberse tropezado al intentar salir del coche para detener al niño. Se alegró también de haberse despistado durante la llamada y de no haberlo visto regresar a la tienda.
—Esto era absurdo desde el principio —dijo.
Después se agachó y, tanteando, recuperó el móvil de entre los pedales.
AARÓN
Domingo, 11 de junio de 2000
Cuando Aarón abandonó el Hospital Universitario de Arenas, las ruedas de su coche rechinaron sobre el asfalto caliente. Un hombre vestido de verde corría tras él. Levantó los brazos en su dirección antes de detenerse. Aarón soltó una carcajada. La exageró y la deformó. Regresó por la misma carretera, sin prestar atención a la velocidad. Comprobó en el retrovisor que aquel coche de policía que había visto en el aparcamiento no le perseguía. La nueva carcajada duró poco. Se interrumpió cuando Aarón tuvo un pensamiento aterrador.
No nació ningún niño ese día.
Lo había dicho el recepcionista del hospital. Aarón pestañeó con fuerza y sacudió la cabeza.
—¡No puede ser! —gritó al coche.
Podría haber nacido en otro lugar
, fue el siguiente pensamiento. Se obligó a rechazar la idea ante la imposibilidad de comprobar todos los hospitales.
Sintió vértigo en el estómago. Notó cómo sus pensamientos comenzaban a dispararse. La luz del día pareció hacerse más intensa. Bajó el parasol del coche. Repasó sin necesidad de pensar en ellos los números escritos en las hojas sobre la mesa, en el salón del apartamento. Una corriente de cálculos le atravesó de dentro afuera, como haría un chorro de refresco a presión disparado a la boca de un niño. Sintió el olor a manzanilla.
Recordó que Palmer acababa de decirle su fecha de nacimiento: el 10 de marzo de 1947.
—¡No puede ser! —gritó otra vez—. ¡Coincidían todos!
¿Todos?
, se encendió la duda en algún lugar de su cabeza.
Llegó a la calle principal de Arenas. La atravesó. Tuvo que detenerse frente al colegio cuando un hombre descamisado, con el pecho quemado cubierto de pelo blanco, le mostró una señal de STOP. Tras él, dos hombres levantaban un semáforo junto al paso cebra. Aarón miró al lado opuesto de la calle. Otro semáforo, extendido a lo largo de la acera, esperaba a ser izado. Casi podía oír el zumbido que la corriente de imágenes y números generaba en el interior de su cabeza. Se apretó ambos ojos con las palmas de las manos y no las quitó hasta que alguien hizo sonar un claxon detrás de él. Su vista tardó en acomodarse a la nueva realidad. Reconoció al hombre de la señal agitando los brazos. Aceleró. El coche avanzó en sacudidas.
Volvió a dejar la ventanilla abierta cuando detuvo el coche ante su casa y salió corriendo en dirección al portal. Pulsó el botón para llamar al ascensor. Un segundo después se lanzó escaleras arriba.
Dejó la puerta sin cerrar, con las llaves en la cerradura. Alcanzó la mesa. Extendió los papeles sobre ella. Con el dedo fue señalando cada uno de los círculos dibujados en cada uno de los atracos. Comprobó las fechas de nacimiento y muerte de cada una de las personas. Su mente realizaba el cálculo de forma automática, sin necesidad de esforzarse. Empezó con los del primer atraco y terminó con los del último.
—No puede ser —dijo otra vez, cuando su dedo repasó el nombre de Palmer, en el papel encabezado con el 12 de mayo de 2000.
Sintió que las rodillas le iban a fallar, igual que cuando había entrado en el hospital no mucho tiempo antes. Solo que esta vez le fallaron de verdad y tuvo que agarrarse a la silla para no caer. Apoyó los codos sobre la mesa.
—Tienes que llegar hasta el final. A veces te crees más listo de lo que eres.
Aarón pronunció las palabras al aire, las palabras del único profesor que le suspendió en la universidad.
—No puede ser.
Se golpeó la frente varias veces con la mano izquierda convertida en puño.
La mano empezó a temblarle con fuerza cuando la puso sobre el papel que representaba la noche que dispararon a David. El 12 de mayo de 2000. Colocó la punta de un bolígrafo sobre el círculo en donde había escrito el apellido de Palmer. El periódico había publicado que el americano tenía cincuenta y tres años. Y Aarón había dado por hecho que debía coincidir con una de las edades que siempre se repetía: «53 años, 3 meses y 2 días». Atendiendo a las reglas numéricas de aquel montón de papeles que tenía sobre la mesa, para que el señor Palmer hubiera tenido justo esa edad el pasado 12 de mayo, debería haber nacido...
—El 10 de febrero de 1947 —dijo. Leyó lo que había escrito, comenzando a atisbar el error cometido—. Porque a veces me creo más listo de lo que soy.
El bolígrafo cayó sobre la mesa cuando se tapó el rostro con ambas manos.
«De nada me sirve que me pongas el resultado correcto del problema si no me explicas cómo lo has hallado», le había dicho el profesor, con los pies encima de la mesa de su despacho. «Hay cosas que sé sin necesidad de entenderlas», había sido la defensa de Aarón. A lo que el profesor había contestado: «Yo creo que a veces te crees más listo de lo que eres. Y ningún hombre de ciencia puede permitirse ese lujo. Corres el riesgo de acabar cambiando la realidad para que se ajuste a tus cálculos, y no al revés».
Volvió a mirar por entre los dedos el nombre de Palmer y la fecha que le había adjudicado para que todo coincidiera.
—Cambiar la realidad para que se ajuste a mis cálculos...
Recordó las palabras del profesor.
Aarón saboreó el trago amargo de su propia equivocación.
Y entendió lo grave que podía ser aquel error.
Se levantó para cerrar la puerta del apartamento, como el científico que cierra la del laboratorio cuando está a punto de descubrir algo importante. De vuelta a la mesa, recogió el bolígrafo y tachó la errónea fecha de nacimiento que le había adjudicado al americano. A su lado, escribió la verdadera, la que él le había dicho en la tienda esa misma tarde: «10 de marzo de 1947».
Un mes más tarde.
Paseó la mirada por los círculos que representaban al resto de individuos presentes en el último atraco. Comprobó los datos del niño, el pequeño de los Cañizares, hijo de la dueña de la librería universitaria. Aarón la había visitado en la tienda para saber cómo se encontraba el pequeño tras el incidente del Open, y de alguna forma había conseguido preguntarle qué día había nacido su hijo. Ella había respondido la fecha que Aarón esperaba. Subrayó ahora ese dato para corroborar su autenticidad. Moviendo el bolígrafo sobre la hoja, comprobó también la fecha de nacimiento del ladrón que disparó la pistola. Héctor Mirabal la había obtenido directamente de su ficha policial. Aarón la subrayó también. Pasó al círculo que representaba al hombre que había hecho la llamada de aviso con su móvil, el mismo que tapó el pecho de David mientras su vida se le escapaba por entre los dedos en una marea caliente y rojiza. Aarón había conseguido el teléfono de su domicilio. Tras un par de conversaciones en las que se aprovechó de su condición de amigo de la víctima, tuvo confianza suficiente para dejar caer la pregunta sobre su fecha de nacimiento. Otra fecha correcta. Aarón subrayó de nuevo la información.
Esas tres edades, esas tres fechas de nacimiento, estaban correctamente anotadas.
Entonces Aarón se centró en la única persona que faltaba por comprobar. Un nuevo temor se condensó en algún lugar, a la altura de su pecho, cuando posó el bolígrafo sobre el nombre de David. Porque ya sabía lo que se iba a encontrar.
Los datos del señor Palmer y los de David eran los más fáciles de obtener. Por eso Aarón los había dejado para el final. Y por eso, cuando llegó a ellos, exaltado por la forma en que los datos y los números habían coincidido en las dieciocho personas precedentes, Aarón había bajado la guardia. A Palmer le había adjudicado una fecha de nacimiento y una edad dando por hecho que cumpliría el patrón. En el caso de David, de quien sabía de sobra que había nacido un 3 de febrero de 1971, exactamente igual que él, no había creído necesario detallar su edad añadiendo los meses y los días. Por eso, al lado de su nombre, había apuntado, simplemente, «Veintinueve años».
Se le volvió a encoger el estómago.
Miró las anotaciones junto a las personas que tenían esa edad en los atracos anteriores. «29 años, 4 meses y 9 días» tenía uno de los testigos en 1909. Los mismos que el atracador que disparó a Isaac Canal II en 1950. Y exactamente los mismos que el chico que atendía la gasolinera en 1971: «29 años, 4 meses y 9 días».
La mano de Aarón empezó a cubrirse con un sudor frío y espeso cuando calculó, por primera vez, la edad exacta de David el día en que recibió un disparo dirigido a Aarón.
David tenía ese día «29 años, 3 meses y 9 días».
Un mes menos de lo que debería. Un mes menos que todos los anteriores.
Un mes.
Las edades del señor Palmer y de David no respondían al patrón por un mes de diferencia.
—¿Y qué significa esto ahora? —preguntó Aarón.
Se levantó y se quedó de pie mirando la mesa. Sintió el frío recorriéndole la espalda. Suponía que seguiría siendo de día, porque el sol había hecho que el volante de su coche quemara hacía unas horas. Recordó el pecho enrojecido del hombre que le había detenido en la calle del Open. Se tocó la nuca y comprobó que la tenía caliente. Una corriente eléctrica que no dolía, pero cansaba, se desató en el interior de su cerebro.
Se giró sobre sí mismo.
Se asustó cuando empezó a entender.
No ha nacido ningún niño ese día, no en este hospital.
Cruzó el salón en dirección a la cocina. Se acercó al cubo de basura y pisó el pedal. Revolvió entre cajas de cartón y restos de comida. Recogió uno a uno los trozos de los billetes a Cuba que había roto el día anterior. Los dispuso sobre la mesa. Resolvió el improvisado puzle casi sin error, colocando los pedazos en su lugar al primer vistazo hasta recomponer los cuatro billetes. Dos suyos y dos de David. Su corazón empezó a palpitar con fuerza, adelantándose a lo que iba a encontrar.
Miró la fecha de salida del vuelo: diez de junio.
—Ayer-dijo.
El sudor comenzó a brotar en forma de perlas en su frente, como si fuera resultado del calor eléctrico que emanaba de su cabeza. Regresó a la mesa del salón. Cogió un folio en blanco. Escribió en caracteres grandes una nueva fecha. Estaba dibujando un nuevo atraco. Trazó cinco círculos. Puso al lado de cada uno de ellos las edades que siempre habían coincidido. Junto al círculo que había situado a un lado del mostrador escribió el nombre del señor Palmer. Y, esta vez, la edad correcta: «53 años, 3 meses y 2 días». Al círculo al que había adjudicado la edad de «29 años, 4 meses y 9 días» le añadió debajo la palabra «Víctima». Cuando a un lado de ese mismo círculo quiso poner un nombre, creyó que la mano no iba a responderle. Finalmente, lo hizo.
Y el nombre de la víctima que Aarón escribió fue: «Aarón Salvador».
Él mismo.
En la parte superior del folio había escrito 12 de junio de 2000.
—Mañana —dijo al aire.
Las rodillas volvieron a fallarle. Se desplomó sobre la silla y se agarró a la mesa con toda la longitud de sus brazos. Un nuevo pensamiento se encendió en su cabeza y se escapó de entre sus labios.
—Por eso Davo no ha muerto. —Se mordió el interior del labio—. Davo no ha muerto.