Authors: Paul Pen
Aarón miró otra vez a la puerta de entrada del Open. Una moto cruzó la calle con un molesto zumbido del motor. Miró también al lado opuesto, como si buscara algún acceso secreto por el que pudiera colarse un testigo accidental. Se humedeció los labios e hizo más profunda su mirada.
—Esta carta —alzó el sobre a la altura de los ojos de ambos—. Necesito que se la des a una persona.
—Claro, Aarón, si todos los del pueblo me utilizan para eso —dijo—.
Jeez
, me estabas asustando. Mira, el otro día, la mujer de uno de los Moreno me dejó aquí unas maletas. De su marido. Lo echó de casa. Y ni siquiera esperó a que el hombre llegara...
—No —le cortó—. Esto es importante. Más importante que eso. Puedo explicártelo o podemos dejarlo estar. No sé si prefieres saber o no.
Aarón le invitaba a decidir entre la pastilla roja o la azul. Palmer no lo entendió. Solo asintió, esperando a que terminara de hablar.
—Tú me conoces —concluyó Aarón al fin—, desde hace mucho. Sabes que no voy inventando cosas raras por ahí. Lo sabes.
El americano asintió. Era verdad. Aunque de repente entendió por qué Andrea se había mostrado tan preocupada por Aarón la última vez que la vio, con su mirada apagada y escondida tras el cabello que no apartó de su rostro.
—Perfecto —continuó—. Porque esta vez tampoco me estoy inventando nada. Quiero que lo tengas claro. Quiero que me mires y escuches mis palabras. Porque tengo que avisarte —otra mirada de ida y vuelta a las puertas automáticas— de que van a volver a atracar la tienda.
Palmer golpeó el aparato sobre su oreja.
—Deja eso —dijo Aarón—, me has oído perfectamente. Habrá otra vez disparos aquí.
—
Bullshit
! —explotó el americano tras unos segundos—. Aarón, sabes que no tengo bien el... —Se señaló el corazón en lugar de nombrarlo. Estaba frente al joven que le llevaba las medicinas cada dos semanas. No creía necesario tener que explicarle nada—. Si es una broma...
—¿Una broma? Vamos, hombre, ¿te gastaría yo una broma sabiendo cómo tienes el corazón? Yo mismo te traigo las medicinas. —Se detuvo para pensar—. Y la última vez no cuenta —canturreó.
Sonó como el eslogan promocional de alguna cadena de supermercados.
—Aarón, no sé qué te pasa...
—¡Por favor! —exclamó—. ¡Pero si esto es algo bueno! Por eso te pregunté si preferías saber o no.
El americano sacudió la cabeza, cada vez más confundido.
—Confías en mí, ¿no? —dijo Aarón con su mejor cara, muy parecida a la que le dedicaba a Andrea cuando ella le regañaba por no haber tendido la ropa—. Sé que lo haces. Por eso voy a pedirte que guardes este sobre. ¿Ves lo que pone aquí? —Repasó el destinatario con un dedo—. Pone que es para un niño de nueve años. ¿Sabes por qué? Porque es posible, bueno, estoy seguro, de que van a volver a atracar esta tienda. Ya ha pasado muchas veces antes. Cuatro veces. ¿Lo sabías?
El señor Palmer asintió.
Mientras escuchaba a Aarón, el americano lo recordó de niño, de la mano de su madre, una joven educada de labios gruesos y caderas generosas. Como si hubieran transcurrido pocos días desde entonces, la rememoró arrodillada en el suelo de la tienda, con la falda por encima de las rodillas, para limpiar con la manga los labios de Aarón, que se había comido algunas golosinas sin pasarlas por caja. Debió de ser unos años antes de que se popularizaran las ratas de mentira que los niños devoraban imitando a los lagartos de la tele. Recordó también cómo se disculpó ante él y le ofreció más dinero del que Aarón había podido ingerir, con una sonrisa tímida y la mirada firme, y cómo salió de la tienda, tirando del niño y de la puerta, a la que aún faltaba mucho para ser automática. El Aarón de la barba descuidada que ahora tenía frente a él, era el mismo chaval que se había presentado con un carné falso en la tienda con la idea de comprar unas cervezas para él y para su chica, la Andrea que ya era hermosa entonces, cuando muchas niñas aún no se atrevían a ser mujeres. El mismo chaval que había salido triunfante de la tienda con las latas bajo el brazo, adulto por primera vez en su vida, seguro de haber engañado al americano, aunque el americano supiese que solo tenía diecisiete años porque le había visto crecer y mancharse los labios con golosinas robadas. El mismo chaval que había besado a su chica a las puertas, entonces giratorias, del Open, celebrando aquellas bebidas con un beso que silueteó el sol anaranjado de una tarde agonizante en Arenas en la foto más perfecta que Palmer observaría nunca del amor adolescente y los veranos llenos de posibilidades. Qué más daba lo que mandaran las leyes de este país, extranjero para él, si aquellos pocos grados de alcohol iban a refrescar el primer calor nocturno de dos sexos jóvenes torpes y ansiosos que se encontraron bajo una noche estrellada para permanecer juntos durante más tiempo del que duró cualquier sistema de apertura de puertas del Open.
—Pues si estabas enterado de los atracos anteriores —dijo Aarón, sacándolo de su ensoñación—, entenderás que podría volver a ocurrir. Es lógico, ¿no te parece? Lo malo es que la próxima vez le dispararán a un niño.
Mientras hablaba, volvió a repasar con el dedo índice lo que había escrito en el sobre. No intentó suavizar sus palabras. No creyó necesario disminuir la gravedad de una frase en la que se conjugaban las palabras Niño, Muerte y Disparos.
El americano volvió a desconfiar del aparato sobre su oreja cuando escuchó aquello. Sacudió la cabeza. Enfocó la mirada. Aún hábil en lo físico, rodeó el mostrador y salió para acercarse a Aarón. Torpe desde siempre en las muestras de afecto, pensó en abrazar a aquel chico; pero lo único que hizo fue agarrarle un brazo a la altura del codo.
—Aarón. —Lo sacudió para que dejara caer el sobre que sujetaba en la mano—. ¿De qué estás hablando? ¿Estás bien? Si es por David, sé que se va a recuperar. El otro día pasó por aquí la hermana de una de las enfermeras que...
—Espera-le interrumpió—. Dime, ¿qué día naciste? —Aarón sabía su edad, la habían publicado en el periódico para sorpresa de todo el pueblo. Cincuenta y tres años, los mismos que siempre tenía una de las personas en todos los atracos anteriores—. Dímelo. Es solo para reconfirmar unas cosas, unos asuntos. Dime la fecha.
—Pero qué...
—Que qué día nació usted —repitió con exagerado tono cansino.
Aarón liberó su brazo del cepo. Hizo con él un movimiento de reverencia, teatral, el gesto desproporcionado que hace un mago para obligar a su invitado a que diga la carta en la que está pensando.
—El diez de marzo de 1947 —dijo Palmer. Tuvo que pensar unos segundos cómo decir el año, pues instintivamente le salía en inglés—. ¿Qué tiene eso que ver con nada?
Rápido como había sido siempre con los cálculos, algo chirrió en la cabeza de Aarón.
No puede ser.
De repente, no le quedaron ganas de seguir con el espectáculo. El señor Palmer lo observó en silencio. No sabía qué más decir. Aarón advirtió cómo se le arrugaba el entrecejo. Se sintió incómodo. Agarró el sobre de nuevo. Lo colocó entre las manos del americano, apretándolas contra las suyas. La cercanía física violentó a Palmer.
—¿Te acuerdas cuando compré aquí mis primeras cervezas? Lo sabías. Sabías que no llegaba a la edad. Y yo me creí que te había engañado. Qué orgulloso estaba de mi bigote. Por eso este pueblo te quiere tanto. ¿Crees que otro me las hubiera vendido? Yo no, no lo creo. —Aarón bajó el tono de voz y adelantó la cara—. Haz como que me crees otra vez. Solo confía en mí. Guarda esta carta. Por favor. Lo más seguro es que nunca vayas a necesitarla. Yo me encargaré de este asunto. Pero guárdala. Y no la leas. Así no serás cómplice de lo que pone. No te preocupes. Te aseguro que lo que pone es algo bueno. Algo... —buscó la palabra exacta— algo importante. Es muy posible que nunca tengas que entregarla.
Su voz quedó reducida a un silbido.
Palmer tuvo que acercar su oreja a los labios de Aarón para poder escucharlo.
—Y si llega el día en que tengas que hacerlo —continuó, salpicando de saliva el vello de las orejas del americano—, bueno, supongo entonces... que simplemente lo sabrás.
Aarón permaneció un segundo callado mientras escuchaba en su cabeza:
uno nace cuando muere el anterior
. Acto seguido, añadió:
—Es posible que ese niño te recuerde a Davo.
El rostro de Palmer se desencajó.
Tiró de sus manos para escapar y regresó detrás del mostrador. Sujetaba el sobre arrugado en uno de sus puños cerrados. A la vista de Aarón, colocó el sobre, con desprecio, bajo un montón de papeles apilados en un hueco entre el mostrador y una de las paredes.
Aarón le sonrió. Palmer suspiró y negó con la cabeza.
—Cuídate —le dijo.
Sin esperar respuesta, agarró el mando a distancia y subió el volumen al máximo. Miró a la pantalla del televisor. No quiso saber más.
Aarón le dio las gracias, pero el americano no lo oyó.
—Y dale un beso a tu mujer —agregó.
Con un golpe en el mostrador, una sonrisa involuntaria en la cara y una emoción desconocida en el estómago, Aarón se encaminó hacia la salida.
Sabes que su fecha de nacimiento no...
Pero no dejó que terminara el pensamiento.
Antes de cruzar la puerta, hizo visera con la mano izquierda sobre sus ojos. El aire acondicionado era muy exagerado en el Open. Por ese motivo Aarón recibió aliviado el calor de la calle. Al tomar la acera, con la mirada dirigida al suelo huyendo del sol, arrolló con su cuerpo a la mujer que había visto antes dentro de la tienda. Sin querer, las manos de Aarón agarraron su barriga.
Una chispa de electricidad estática saltó al hacerlo.
—Perdone, de verdad, lo siento —dijo.
La mujer lo miró con desprecio exagerado, el labio superior levantado mostrando la encía. Aarón retiró las manos como si le quemaran. Se disculpó otra vez y huyó hacia el coche.
—¡A ver si miras por dónde vas! —le gritó Amador Cruz. Después, se dio la vuelta, colocó una mano sobre la tripa de Victoria, otra sobre su hombro, y preguntó—: ¿Estáis bien?
LEO
Viernes, 19 de junio de 2009
El último día de curso, Leo salió del colegio con los zapatos en la mano. En el interior de uno de ellos había metido los calcetines, hechos una bola. Andaba con los pies descalzos, sintiendo el calor del suelo. Su tutora, Alma Blanco, despedía el año observando a los niños desde la ventana de un aula vacía. A ella, desde pequeña, le hacía sentir bien el final de cada curso. Junto al portalón de salida de la escuela, grupos de niños de todos los cursos alborotaban la tarde con gritos, carcajadas, despedidas y los últimos pases de balón del año.
Leo avanzó junto al resto de sus compañeros. Miraba al suelo. Notó cómo algunos se paraban a observarlo. Veía sus zapatos acercarse, detenerse, marcharse. Los de Edgar, Brecha, Jota o cualquiera de los demás. Atravesó el patio frontal en dirección a la calle. Donde siempre esperaba a mamá. En la acera opuesta a la tienda del americano. Quienes le miraron desde atrás advirtieron el color negro de la suciedad en las plantas de sus pies.
—¡Todos al Open! —gritó alguien—. Brecha va a hacer su especial de fin de curso.
El pelotón cambió de dirección. Varios alumnos se cruzaron por delante de Leo en diagonal, de derecha a izquierda, jaleados por Brecha, quien seguía anunciando el espectáculo con desparpajo circense. Madres apresuradas, y mujeres vestidas con uniformes similares al de Linda, tiraban de algunos niños que pataleaban por tener que marcharse.
—Quita de en medio, atontado —le dijeron.
Hubo más colisiones. Hubo más regaños.
Entonces apareció una mano que le agarró de la muñeca. Tiró de ella hacia abajo.
—Leo —dijo la voz—. Leo, soy Claudia. Claudia dio un traspié hacia delante cuando la empujó uno de los ansiosos espectadores.
—Hola —respondió Leo.
Alzó la mirada. Descubrió a Claudia. Ella miraba los zapatos que él sujetaba en una mano.
—¿Por qué...? —No terminó la pregunta.
—¿Vas al Open? —preguntó él—. Van todos, mira.
Jota pasó entre ellos, huyendo de alguien que le perseguía. Golpeó a Claudia en un hombro. Sus gafas estuvieron a punto de caer. Leo la recordó apoyada en el suelo, con la falda subida hasta la cintura.
—Brecha va a hacer otra vez lo de los Mentos y la Coca-Cola. Dice que este año la espuma llegará más alto que nunca. Dice que su padre le ha traído Mentos de China. Que allí les meten algo de pólvora para que sepan mejor.
—Eso no puede ser. No pueden meterle pólvora a unos caramelos.
—No sé. Es lo que dice él. ¿Tú vienes?
Leo bajó la cabeza. Miró los dedos desnudos de sus pies. Los movía arriba y abajo.
—Yo nunca voy al Open —respondió.
Claudia abrió la boca para decir algo. A unos metros, sus amigas empezaron a cantar algo. Risitas entrecortadas acompañaron la melodía. Claudia las miró entornando los ojos.
—Hasta después del verano —dijo—, a lo mejor nos encontramos otra vez en el Aqua. Mi padre va a llevarme este domingo. Aún no he probado la atracción que vimos en febrero.
Claudia corrió junto a sus amigas, y a una le puso la mano sobre la boca. Las cuatro miraron a Leo y explotaron en una carcajada.
La corriente humana arrastró a Leo hasta el semáforo. El mismo por el que tanto había luchado la Asociación de Padres de Alumnos, exigiendo que el paso de cebra se pintara dos veces al año. Como casi siempre, estaba en verde para los peatones. La bandada de críos, impulsada por la urgencia de otro verano eterno por delante, cruzó la calle como una manada de ñus en busca de agua. Los adoquines de la acera ardían bajo los pies de Leo. Metió la mano en uno de los zapatos. Seguían empapados. Oyó su nombre varias veces. Algunos niños imitaban pistolas con sus manos. Recibió el golpe de una mano abierta sobre la nuca. Agarró las correas de la mochila espacial y se imaginó impulsado hacia la Luna. Aún con la vista clavada en el suelo, deseó que su madre se diera prisa en llegar.
La jauría empezó a disolverse a este lado de las rayas blancas. Los más rezagados cruzaron la calle a velocidad punta. Un chico con la voz asonante ante una inminente adolescencia se tumbó en el asfalto y cruzó ambos carriles rodando sobre sí mismo. Gritaba consignas militares sin ningún sentido. Una pelota viajó de un lado a otro sin botar, lo hizo sobre el techo de un todoterreno estacionado junto a la acera. El último en pasar, un niño más pequeño que Leo, llevaba los brazos extendidos en paralelo al suelo, imitando las alas de un avión. Un proyectil debió de alcanzarle, porque pegó el brazo derecho a un costado y viró su trayectoria. Después, el ruido se alejó. Apenas cincuenta metros separaban a Leo del césped que se extendía a la salida del Open, a un lado de los surtidores de gasolina, pero era una distancia suficiente para que el ruido sonara amortiguado y menos amenazador.