Authors: Paul Pen
—O sea que no se entiende. Y yo pensando que, puesto así, se entendería a la primera.
Andrea movió los labios, pero no dijo una palabra.
—Ahora lo veo tan claro que no sé cómo pude tardar tanto en darme cuenta —dijo él—. Ni siquiera la primera vez que hablé con Samuel Partida caí en lo del 3 de febrero de 1971.
Hizo una pausa y señaló a Andrea con el dedo.
—Y tú tampoco. No me salgas ahora con que te diste cuenta la primera vez que te lo conté, la noche en el lago —le recriminó.
—¿En qué se supone que tengo que caer? —preguntó. Caviló un instante—. Ah, vale. —Recordó a Aarón vestido con los calzoncillos de Superman que le regaló por su cumpleaños—. ¿Y qué importa eso?
—Más de lo que imaginas —dijo él. Proyectó las palmas de las manos hacia la mesa, sin llegar a apoyarlas—. Puede ser casualidad que yo naciera ese día, vale. El mismo día que Davo. Es más que curioso, sí, pero, bueno, digamos que es casualidad. Pero es que aquí hay algo más. Te conté que fui a ver a Isaac Canal, ¿verdad?
—Llevas dos semanas sin llamarme —respondió Andrea.
Durante ese tiempo había preguntado por él a la hija de Dolores Pino cuando iba de compras por el pueblo, al abuelo de los Cañizares al salir de su partida de dominó semanal y a la mujer del señor Palmer, y siempre obtuvo la misma respuesta: nadie había vuelto a ver a Aarón atendiendo la farmacia.
La cara de Aarón se encendió con un gesto de sincera sorpresa, al que siguió un pestañeo de incredulidad. Carraspeó antes de seguir hablando.
—Bueno, pues fui a la fábrica de relojes de la carretera. La del polígono. Hablé con el dueño. Es hijo y nieto de los que tenían la pequeña tienda aquí, en Arenas, hace años. Los mataron a los dos, ¿recuerdas el periódico? —Esperó a que ella asintiera—. Mataron a los dos en el mismo sitio, en la tienda.
—Donde el americano.
—En el Open, sí. ¿Y sabes qué pasó el día que mataron al abuelo del dueño? —Formuló la pregunta sin dar posibilidad a que ella respondiera—. Que nació su padre. Al que luego matarían en la relojería un 29 de enero de 1950. —Dejó caer la mano con el índice extendido sobre uno de los folios—. Andrea, Roberto de la Maza también nació ese día.
—No sé quién es Roberto de la Maza —dijo Andrea. Sus labios dibujaron varias vocales antes de continuar—. ¿De qué me estás hablando?
—Roberto de la Maza, al que mataron en 1971. En el atraco que me contó Samuel Partida. Lo mataron en la gasolinera el día que yo nací —explicó en un tono más agudo de lo normal, extrañado de que Andrea no le siguiera.
—Para. —Ella se masajeó las cejas y se colocó el pelo por detrás de las orejas—. Para un segundo. Estoy perdida. Es demasiada información.
Aarón se echó a reír. Hacía dos semanas, él sí había tenido demasiada información que ordenar. Ahora todo le parecía de una coherencia apabullante. Dejó de reír cuando ella se deshizo de la silla con un violento movimiento de piernas, se dirigió al sofá y se dejó caer sobre él de brazos cruzados.
Aarón fue hacia ella. Se aproximó a su cara y la obligó a alzar la barbilla con dos dedos.
—Drea —le dijo—, tienes que verlo. Tienes que decirme que crees lo que te digo porque yo lo veo y es real. Todas las fechas coinciden. No hace falta que entiendas nada, olvídate de los datos —señaló la mesa—, pero confía en lo que te digo. Los Canal, Roberto, Davo... Todos ellos nacieron el mismo día que mataron a la víctima anterior.
Terminó de decirlo y se sintió aliviado. Aflojó la presión de la mano con la que agarraba una de las rodillas de Andrea.
Ella no cambió el gesto. Él desvió la mirada al suelo.
—Aarón. —Agarró su mano y esperó a que él la mirara, como haría la madre que espera en silencio a que su hijo reconozca que se lo está inventando todo—. Aarón, ¿de qué estás hablando? ¿Te estás escuchando?
—No —respondió en voz alta—, Quiero que
tú
me escuches. Lo que estoy encontrando son matemáticas, uno nace cuando muere el anterior —repitió.
—Y yo te estoy escuchando. Pero no entiendo nada de lo que me dices. No tiene ningún sentido.
Andrea soltó su mano, se levantó y se dirigió al baño. Cerró la puerta tras de sí. Apoyada con las palmas y los brazos extendidos sobre el lavabo, se miró en el espejo. «Cada uno sufre a su manera, déjale que lo haga a la suya», le había dicho una noche Ruth, a los pies de la cama en la que su hijo seguía tumbado boca arriba, respirando con la misma cadencia con que lo había estado haciendo desde hacía casi un mes, y en la penumbra de la habitación de hospital que poco a poco iba convirtiéndose en su nuevo hogar. «Solo dile que nadie le culpa de nada», había añadido Ruth mientras subía la manta hasta la barbilla de David, apoyaba las manos sobre su pecho y sonreía a Andrea llena de esperanza. «Buenas noches. Y gracias por venir. Yo me voy a quedar a dormir esta noche también. Con él.» Aquella noche Andrea había besado una de las mejillas de Ruth y había decidido que dejaría a Aarón tomarse el tiempo que él creyera necesario. Si quería culparse, que lo hiciera. Si quería agotarse buscando una explicación a lo ocurrido, que lo hiciera.
—¿Drea? —preguntó él desde fuera—. Vamos, tienes que ayudarme con...
Pero Andrea se tapó los oídos, no escuchó el final de la frase. Cuando dejó de apretar, sonaron los nudillos de Aarón contra la puerta.
—Qué, Aarón, qué.
Él la oyó tragar al otro lado.
—Hay mucho más —dijo.
Escuchó el suspiro de ella, el agua del grifo correr. Esperó hasta que la puerta se abrió. El mechón de Andrea salió primero, y tras él, su amplia sonrisa.
—Venga —le dijo, sorbiéndose la nariz y agarrándole la cara—, termina.
Apagaron la luz del baño. El piso regresó a la penumbra de la luz del flexo. Una súbita corriente de aire acarició los papeles. Andrea sintió frío bajo los párpados, en las sienes, la nuca, allí donde se había aliviado con el agua helada que también había dejado correr sobre sus manos hasta que empezaron a dolerle las uñas. Notó un hormigueo ahora que empezaba a recuperar la sensibilidad. Se sentaron de nuevo en el sofá. Aarón cogió varias hojas de la mesa antes de hacerlo. Andrea pensó en el doctor Huertas, el psicólogo del pueblo que acabó haciéndose amigo de su madre tras los dos años de terapia que ella siguió cuando su padre se marchó.
Animado por la sonrisa de Andrea, Aarón dijo:
—El propio Isaac me lo contó el día que le conocí. Su padre había nacido el mismo día que mataron a su abuelo. Pude haber deducido entonces que era algo que se repetía. Pero me llevó algo más de tiempo. —Se recordó empapado en sudor, en calzoncillos, un charco de escarcha bajo el talón—. Tuve que conseguir más fechas, las fechas de las muertes y los nacimientos de casi todos.
—¿Las sacaste de los periódicos?
—Sí. De los periódicos. También volví a hablar con Canal, y llamé a más gente del pueblo. —Aarón hizo un gesto con las cejas que Andrea no reconoció—. Y en el cementerio, claro.
—No me digas que fuiste...
—¿Dónde hubieras ido tú?.
Andrea se frotó los labios. Asintió de forma exagerada sin decir nada.
—Cuando comprobé las fechas, lo vi claro. Tantas coincidencias no pueden darse por azar. —Agarró una de las manos de ella, la acarició con un movimiento del pulgar—. Tú me preguntaste una noche si todo esto iba a servirme para salvar a Davo. Eso está claro que no. —El pulgar se detuvo—. Pero puede que al próximo sí. ¿Qué ves aquí? —preguntó de repente, a traición.
Extendió como pudo los cuatro papeles entre el sofá y sobre las piernas de ambos. Andrea miró el montón de círculos, las «X» que tachaban uno de ellos en cada fecha. Se colocó el pelo por detrás de una oreja. Se llevó dos dedos a los labios y negó con la cabeza.
—Mira —dijo él. Señaló las cuatro veces que estaba escrita la palabra «Niño»—. Siempre hay un niño. Un niño diferente. Pero siempre tiene nueve años. Eso me dio el primer aviso. Luego vi que no solo él tiene la misma edad en todos los atracos. Drea, es increíble, pero las cinco personas, joder, las cinco personas son como personajes que se repiten en una misma escena, con gente diferente cada vez. Las veinte personas que han formado parte de alguno de estos atracos tienen siempre, todas las veces, la misma edad. —Miró a los papeles y a ella. A ella y a los papeles—. ¿Crees que puede ser casualidad?
Andrea despegó la mirada de entre sus piernas. La fijó unos segundos en los ojos de aquel Aarón desconocido. La dejó caer de nuevo sin responder.
—Y no es que coincida la edad del niño en años. —Saltó a la mesa, revolvió algunos papeles y regresó al sofá con el cuaderno de notas en la mano—. Coincide en años, meses y días.
Aarón pensó en Isaac Canal, en su madre en concreto, mientras hacía pasar con el pulgar todas las páginas del bloc, una nube de cifras, tinta y obsesión, frente a los ojos de Andrea.
—El niño que es testigo de los asesinatos siempre tiene nueve años, tres meses y dos días. Siempre. Los ha tenido en las cuatro ocasiones: los tuvo Samuel, los tenía Isaac, el nieto de Cañizares... —guardó silencio. Sus dientes rechinaron dentro de la boca cerrada—. ¿Sabes lo que eso significa? —Se le marcaron los músculos de la mandíbula—. Que ya sabemos la edad que tendrá el niño cuando pase la próxima vez. Y si contamos desde el doce de mayo...
—¿El doce de mayo? ¿Cuando dispararon a David? —espetó Andrea. Resultó más despreciativo de lo que quiso hacerlo sonar—. ¿Qué próxima vez?
—Está claro, esto va a pasar una quinta vez. Y esta vez matarán al niño. Es el único que falta.
—Aarón, no...
—Siempre son cinco personas —elevó la voz—. Cada vez ha muerto uno de los personajes de distinta edad. Murió el tipo de cincuenta y tres años, que era el abuelo de Isaac Canal, el tío de cuarenta que era su padre, Roberto que tenía veintiuno, y...
—No lo digas, Aarón. No te atrevas a decirlo —suplicó Andrea.
—Y a Davo le dispararon y tenía veintinueve. —Apretó los dientes. Andrea sintió la saliva salpicándole—. Exactamente los mismos que tengo yo. Porque yo debería haber muerto en ese momento y debería haber sido el cuarto porque eso es lo que estaba escrito. —Inspiró con fuerza para recuperar el aliento—. Estaba escrito desde el día que nací. Y como a él no voy a poder salvarlo, tú me lo has dicho muchas veces, tendré que conformarme con salvar al niño, porque esto pasará una quinta vez, y esta vez lo matarán a él. Y Drea, si llega el día en que un niño muera en el Open sin que yo haya hecho todo lo posible por evitarlo, sabiendo lo que...
Se detuvo en seco para tomar aire y seguir hablando.
Pero no continuó.
Bajó el dedo con el que había estado señalando de forma alterna a los papeles y a Andrea. Era la primera vez que decía todo aquello en voz alta. Y le sonó extraño.
—¿Y cómo piensas salvarlo? —preguntó Andrea.
Durante unos segundos, Aarón estuvo seguro de que ella le había dicho que estaba loco. Que la culpa le había vencido. Que ese niño no era más que un invento de su cabeza para sustituir al amigo a quien no había podido salvar de verdad. Pero Andrea no había dicho eso. Andrea le había preguntado cómo iba a salvar al niño.
Porque ese niño existe y ella te cree
. — pensó Aarón.
—Contando los días —dijo—. Si ese niño va a tener nueve años, tres meses y dos días en la fecha del próximo atraco, lo único que hay que hacer es empezar a contar desde el día en que dispararon a Davo. Puedo saber qué día va a pasar, Drea. —Sonrió—. Podemos saber cuándo ocurrirá la próxima vez.
Sin que ella se diera cuenta, un nuevo folio apareció sobre las piernas de ambos, entre los otros cuatro. Lo encabezaba una fecha que solo miró de refilón. Suficiente para reconocer que se trataba de algún día de algún mes del año 2009.
—Supongo que el sitio será la tienda del americano.
—No tendría sentido que ocurriera en otro lugar.
—¿Y sabes también por qué pasa esto aquí, a ti, a nosotros?
—No lo sé, Drea. Pero no puedo negar lo que veo. Esto —levantó el montón de hojas escritas—, esto es real.
Andrea tragó saliva. Volvió a pensar en el doctor Huertas. Trató de mantener una media sonrisa. Quiso mirar a Aarón con calma. Observó sus ojos. Le resultaron desconocidos.
—Además, como la víctima siguiente nace cuando muere la anterior —prosiguió, rascándose la barba—, ese niño ya ha nacido. Nació la noche en que dispararon a Davo, el doce de mayo de este año. —Enseñó los dientes pero no sonrió—. Puedo ir al hospital y comprobarlo. Puedo avisar a los padres de ese niño hoy mismo. Andrea.
Aarón la cogió de las muñecas y se acercó tanto a ella que Andrea pudo ver la piel reseca bajo la barba.
—Puedo... —respiró por la boca— salvarle... —se humedeció los labios con la lengua— la vida.
Y entonces Davo me perdonará.
Siguió apretando sus muñecas.
—Pero no vas a hacerlo —dijo ella.
—¿Cómo que no voy a...?
Andrea liberó sus manos. Recogió cada una de las hojas que había entre ellos. Formó un pequeño montón ajustando las esquinas con habilidad de profesora. Dobló los cinco folios por la mitad. Se cortó un dedo con el filo de uno de ellos. Se lo llevó a la boca y lo chupó. Puso el cuaderno sobre el montón. Se levantó.
Lo colocó todo, de un golpe, sobre la mesa, encima del ordenador portátil.
—Porque no. Porque no te voy a dejar ir al hospital. —Ahora era ella quien señalaba con el dedo—. Mírate qué pinta. No pienso permitir que vayas a preguntar por un niño al que ni siquiera conoces, ni a decirle a unos pobres padres que a su recién nacido lo van a matar dentro de diez años basándote en un montón de tonterías... —sacudió las manos para hacerlo parecer todo más confuso—, en un montón de números e historias raras sobre la reencarnación. Por Dios, Aarón, ¿te das cuenta de lo que dices?
—Yo no he dicho nada de la reencarnación —soltó desde el sofá.
—Pues es a lo que suena.
Uno nace cuando muere el anterior
. —Su boca hablaba por ella y la imitación se le escapó sin pretenderlo—. Lo siento —dijo, cuando se dio cuenta—. Aarón, mírate... No estás bien. Y quiero ayudarte.
Se acercó y le agarró una oreja.
—¿Me vas a dejar?
Le rascó el pelo.
—No has creído nada de lo que te he dicho.
Sacudió la cabeza para librarse de la mano de Andrea.
Ella respiró con fuerza. Dejó escapar el aire dibujando una gran O con los labios e inflando los carrillos.