Authors: Paul Pen
Isaac hablaba con la mirada desenfocada, como si en algún lugar detrás de Aarón se estuvieran proyectando las imágenes de lo ocurrido.
—El de la pistola pegó un par de patadas a la puerta antes de perder los nervios y gritar a mi padre para acojonarle. Mi padre se echó las manos a los bolsillos, buscando la llave. La tenía en un llavero junto con otro montón. Cuando consiguió sacarlo, el otro se lo arrancó de las manos. Mi padre estaba temblando. Los dos estaban temblando.
Dejó de tamborilear y apretó el puño.
—El cabrón le apuntaba con la pistola y le gritaba. Que no jugara con él, que se había pasado de listo, y todo eso. No dejó de chillar mientras probaba cada una de las llaves del jodido llavero. Entonces apareció por allí la Guardia Civil. Ni siquiera estaban allí por el robo, no tenían ni puta idea, claro. Pero pasaron por la calle y mi padre gritó. Ese fue su error. El ladrón, acorralado, empezó a insultar a mi padre. Al final de alguno de esos insultos fue cuando disparó. Le dio en un ojo. Se lo cargó ahí mismo, encerrado, con los oficiales de la Guarda Civil al otro lado y el montón de llaves en el suelo. Y se quedó encerrado para siempre. De la tienda a la cárcel, hasta que se murió, creo que lo mataron también. Solo deseo que su madre siguiera viva entonces.
Durante unos segundos, se asomó al rostro de Isaac el gesto duro de antes. Aarón temió que se diera cuenta de que había pasado ya la media hora. Para su sorpresa, Canal se recostó aún más en la silla y prosiguió su relato.
—El segundo miembro de la familia Canal que mataban en el mismo sitio. La gente de Arenas comenzó a hablar de la maldición de los Canal, y mi madre vendió el establecimiento. Estuvo cerrado mucho tiempo, hasta que alguien lo compró para abrir la gasolinera. Antes que el americano. Para mí, Arenas dejó de existir. La maldición de los Canal, decían. La maldición de Arenas, la llamaría yo.
—¿Solo había dos personas aparte de su padre en la tienda? ¿El pastor y el frutero? ¿Solo eran cuatro?
Sentado con la libreta en la mano, Aarón se sintió ridículo. Tan irreconocible para sí mismo que hubiera deseado poder desaparecer en aquel mismo momento. Se imaginó afeitándose. Rompiendo los periódicos, las fotocopias y los recortes para dejar de buscar paralelismos e hilvanar teorías que al final acababan siendo estúpidas. Como la teoría de que siempre había cinco personas en aquella escena mortal que se representaba en el mismo sitio con una frecuencia impredecible. Una de ellas un niño. Isaac Canal acababa de dejar claro que en 1950 habían sido solo cuatro los actores. Ninguno de ellos un niño. Adiós a la estupidez del número cinco.
—No he dicho que fuéramos cuatro. Yo vi cómo mataban a mi padre.
El rostro de Aarón empalideció de golpe. Abrió la boca y tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no tartamudear.
—¿Quiere decir que... usted estaba ahí?
—Sería difícil recordarlo con tanto detalle si no. Estaba sentado en el lado opuesto de la tienda, me quedé detrás del de la pistola cuando entró. Mi padre me guiñó un ojo junto a la caja. Tenía la situación controlada.
Isaac bajó la cabeza. Miró los círculos que dibujaba con un dedo sobre la mesa.
—Pero bueno, es una gilipollez seguir dándole vueltas. —Parpadeó con fuerza, casi como quien despierta—. Y al final me has sacado mucho más de media hora. Sé medir bien el tiempo, no creas que no me he dado cuenta.
Volvió a levantarse guiado por su tripa. La silla crujió, como si suspirara aliviada.
—Me voy a ver a los
cucos
. Que la gente de Arenas no es de fiar.
—¿Ninguno de aquellos dos tíos pudo hacer algo para reducir al asesino?
—No sabes lo grande que era el frutero aquel. En fin. Tú también te vas. Ya sabes dónde está la puerta —dijo, volviendo a ser el Canal de siempre, aunque el verdadero se las apañaba para demostrar que también existía—. Verás como tu hermano se pone bien.
—Solo una cosa. La última —dijo Aarón. Tras levantarse, se quedó con la mano en el aire cuando Isaac no se la estrechó—. ¿Qué edad tenía usted entonces?
—Nueve. Nueve años, tres meses y dos días. De mi padre aprendí a hacer relojes. Pero de mi madre aprendí algo mucho más importante: a contar y valorar el tiempo —dijo.
Se alejó sin volver a mirar a Aarón.
—Chico —gritó Isaac en algún momento—, tu pueblo apesta.
ANDREA
Viernes, 27 de febrero de 2009
Andrea se quitó la camiseta. Se desabrochó el sujetador. Notó que el frescor aliviaba el pliegue inferior de sus pechos y las axilas. Si hubiera conducido un poco más, habría encontrado un hostal mejor en donde parar, incluso podría haber llegado hasta Arenas; pero la necesidad de un baño y una cama habían agotado su paciencia. Además, prefería no pasar la noche en el pueblo. Estiró la espalda y el cuello. Dibujó una mueca de dolor cuando los oyó crujir. Eso era lo que se conseguía al conducir ocho horas seguidas sin apenas descanso. Con el sujetador en la mano y los brazos extendidos, se dejó caer de espaldas sobre una cama blanda cuyas sábanas sabía que no abriría. Entonces su teléfono móvil comenzó a sonar.
Miró la pantalla y suspiró al leer el nombre de Emilio.
—¿Te vas de casa y solo me dejas una nota? —dijo él—. Dime por lo menos que no me has abandonado para siempre. —La voz de Emilio sonaba entrecortada, pero Andrea intuyó el tono bromista en las palabras de su marido—. Te dejaste el desayuno en la mesa y la radio encendida.
—Ya, perdona por haberme ido así. Pero llamó mi madre esta mañana —mintió— para preguntarme cuándo podía ir a vernos. Y decidí darle una sorpresa. Creo que es justo que vaya yo a verla a Arenas alguna vez, ¿no? Siempre la hago venir a ella. Y ya sabes lo poco que le gusta estar en la misma ciudad que mi padre.
—Haces bien, Andrea. —Ella le había prohibido que la llamara Drea desde la primera vez que lo intentó—. Ya era hora de que regresaras. Antes o después ibas a tener que volver.
Andrea odiaba a Emilio cuando era tan comprensivo. Su reacción ante cualquier situación era siempre la misma pose de normalidad y entendimiento. Sintió ganas de gritarle que en realidad su madre ni siquiera sabía que iba. Pero entonces pensó en que aquel hombre, al que conoció en una entrevista para un estudio español de arquitectos en Toulouse (optaban ambos al mismo empleo, que al final obtuvo él), había sido el único rayo de luz en la agónica oscuridad que se cernió sobre su vida durante los dos años posteriores a lo de Aarón. Un hombre, Emilio, que nunca le hizo sentir en la cama, ni compartiendo una de copa de vino, lo que Aarón era capaz de conseguir con un sencillo movimiento de su labio inferior. Pero también un hombre que le había salvado la vida cuando ella huyó de Arenas para refugiarse en casa de su padre en Francia. Su progenitor la acogió como si continuara siendo la niña de siete años a quien dejó agarrada a la jamba de la puerta un día, llorando en el porche mientras su madre intentaba disuadirla con un vaso de refresco y ella veía cómo su padre se marchaba de casa, sin entender por qué mamá era incapaz de perdonar a papá.
—Gracias por ser tan comprensivo —se contradijo Andrea, como solía hacer cuando se daba cuenta de que siempre estaría en deuda con Emilio, el hombre cuya corrección a veces la exasperaba.
—Pero ¿tenías que ir en coche? Son casi ochocientos kilómetros. Si hubieras cogido un vuelo por la tarde, ya habrías llegado.
Andrea no supo qué responder. Ni cómo explicarle que le había aterrado la llegada del año 2009. Y que una mañana cualquiera de ese año que un día tuvo que empezar, justo en el momento en que daba el primer mordisco a una tostada mientras la radio pronosticaba frío para el fin de semana, tuvo que levantarse, coger el coche y conducir hacia Arenas. Solo que no era una mañana cualquiera, porque al día siguiente era el último sábado de febrero. Y Andrea sabía que todos los niños del pueblo estarían en el Aquatopia. Notó un sabor amargo en la boca.
—Quería volver como me fui. Por tierra —improvisó, tumbada boca arriba sobre la cama.
Alejó el teléfono de su cara extendiendo el brazo en toda su longitud, como si el aparato pudiera quemarle el rostro.
—Estupendo entonces.
Escuchó la voz metálica de Emilio a lo lejos.
Andrea sintió ganas de vomitar.
—Hablamos mañana. Estoy deseando darme una ducha —consiguió decir.
Ahora que estaba tan cerca de Arenas, hacía un esfuerzo brutal por acallar la avalancha de recuerdos que martilleaban su frente casi como algo físico. No iba a poder decir ni una sola palabra más.
—Está bien, pero conduce con cuidado —aconsejó él—, y llámame cuando llegues. Te quiero.
Emilio colgó sin esperar respuesta. Por eso no oyó el gemido que surgió en el estómago de Andrea, que sonó como el de las tenistas femeninas al golpear la bola.
Cuando Andrea despertó a la mañana siguiente, fue incapaz de recordar si había dormido o no. Salió del hotel, a la soleada mañana de sábado, sin siquiera mirarse al espejo, y subió al coche. Agarró el volante con fuerza. Pegó la nariz a su hombro izquierdo y se olió. Al final no se había duchado. «Pues quítate la camiseta, me gustaría verte conducir en sujetador», imaginó en la voz de Aarón. Emilio no decía ese tipo de cosas. El pobre Emilio.
Andrea arrancó el coche.
Menos de una hora después, a su izquierda apareció la antigua fábrica de relojes Canal. Las líneas recién pintadas de la carretera ya le habían hecho entender que nueve años era tiempo suficiente para sentirse como una extraña en el pueblo que fue su hogar, pero fueron el montón de letras rotas colgando del letrero de la fábrica las que revivieron los últimos recuerdos que guardaba de Arenas. Recuerdos abismales que relampaguearon en su mente, y que a punto estuvieron, hacía tanto tiempo, de borrar todos los años de felicidad vividos en aquel pueblo. Días sin apetito ni ganas de vivir que la hicieron salir huyendo de Arenas antes de que los últimos acontecimientos terminaran por pudrir todo lo que de ella tuvo alguna vez que ver con el pueblo.
Ven al agua.
Pisó con fuerza el acelerador para no dejarse escapar, incapaz de recordar ahora ninguna de las razones que de forma tan poderosa la habían empujado la mañana anterior a dejar el desayuno sobre la mesa, escribir una nota a Emilio y echarse a la carretera dejando la radio encendida.
Justo después de la fábrica apareció, esta vez a la derecha, el cartel que anunciaba la entrada a Arenas de la Despernada. La presión del pie sobre el acelerador disminuyó de forma inconsciente. Andrea bajó las ventanillas. Disfrutó del repentino golpe de aire frío. Necesitaba distraer su pensamiento con sensaciones físicas.
Estás hablando como las adolescentes que se hacen cortes en los antebrazos
, pensó. Y necesitó también repetirse por qué estaba ahí.
—Vas a buscar a ese niño. Le vas a decir lo que Aarón quería decirle. Y te vas a ir. No quieres saber más —dijo. Necesitaba escucharse para hacerlo real—. Lo haces por Aarón. Y por ti. Porque si no, te ibas a volver loca si de verdad pasaba algo. Que no va a pasar.
El coche que iba delante frenó en seco. Andrea tuvo que hacer lo mismo. Casi golpeó el volante con la cabeza, el pelo se le echó sobre la cara. Hacía años que había dejado de oler a manzanilla. La fila de coches llegaba hasta ese punto de la carretera, casi quinientos metros antes de la salida que llevaba hasta el parque acuático.
—Todo el mundo estará en el Aqua —se convenció—. Todo el pueblo.
Como ocurría año tras año durante la presentación de la nueva atracción para la temporada de verano. Como Andrea había esperado que ocurriera. Todo el mundo asistía al evento.
—Estará allí —dijo en un suspiro.
Miró desde el coche a ambos lados del pueblo, evocando con cada parpadeo recuerdos e imágenes de cualquier rincón sobre el que posara la mirada. Al fondo, a lo lejos, descubrió la silueta de varias urbanizaciones nuevas que estaban proyectadas cuando se marchó. Antes de poder evitarlo, pues de verdad quería evitarlo, giró el cuello y sus ojos se detuvieron en el edificio de tres alturas donde había estado el apartamento de Aarón. Solo pensar en él, en la última vez que abrió la puerta de aquella casa, la hizo marearse.
La salida hacia el parque llegó por fin. Pero Andrea la dejó a su derecha y aceleró con fuerza. Tenía que hacer algo antes.
El Hospital Universitario de Arenas la recibió con el golpe de olores a desinfectante y medicamento. No había nadie esperando para ser atendido en la recepción. Caminó por los asépticos suelos de mármol. Al fondo vio a un anciano renquear flanqueado por dos hombres vestidos de verde. Se dirigió al mostrador. Tras él encontró a un hombre, el rostro todo pómulos, con el pelo rapado para disimular la calvicie y las orejas demasiado perpendiculares a la cara.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —preguntó tras colgar el teléfono para cortar una conversación que a Andrea le pareció personal, por el modo en que enredaba con los dedos el cable en espiral del aparato. La miró de arriba abajo y se corrigió—: ¿En qué puedo ayudarte?
Andrea dudó si le había mirado o no el escote. Avergonzada, apoyó el codo derecho en la mano izquierda y se acarició el cuello con fuerza. Permaneció callada sin saber qué decir. Se había presentado en el hospital sin ninguna historia preparada. Sin excusa ni coartada para dar sentido a la pregunta que iba a hacer.
—Hola... —seguía pellizcándose la piel del cuello y deseó llevar algún collar para retorcerlo entre los dedos—, quería saber... —desvió la mirada para no ver la cara de incredulidad que se dibujaría en el rostro de aquel hombre—, necesitaría...
Entonces alzó los ojos y los dirigió directamente a los de él.
—¿Usted me podría decir si nació un niño en este hospital un día determinado? —soltó, sin más.
Y supo que había metido la pata. Que las ocho horas de conducción y de duelo con la cordura quedaban reducidas a esa pregunta estúpida.
—Y tú, ¿qué me darías a cambio? —replicó el recepcionista. Se humedeció el labio inferior con la lengua y se echó hacia delante—. Y no me hables de usted. —Volvió a su posición original—. Llevo diez años en esta recepción y créeme, he visto de todo. Una vez un tío me agarró del cuello y casi llegó a pegarme. Pero eso no me convierte en alguien respetable.
Miró a los lados, se colocó una mano junto a la boca y susurró:
—Hasta mi título de administrativo es falso.