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Authors: Paul Pen

El aviso (15 page)

—Le agradezco mucho... —empezó a decir Aarón.

—Ni gracias ni hostias. Hacía tiempo que nadie llamaba preguntando por mi padre. Ni por mi abuelo. Te recibo por eso, no por otra cosa. —Señaló más allá de Aarón—. Solo la pared del fondo de esta fábrica pertenece técnicamente a Arenas, y eso es todo lo que quiero tener que ver con ese pueblo. Es feo ese sitio, ¿eh? —No era una pregunta—. Y aun así doy trabajo a cincuenta de vosotros. Ya es más de lo que el pueblo ha hecho por mí. El director de Recursos Humanos es de allí y no hace más que colarme a su gente. —Dio un trago a una sustancia marrón, que podía ser café, contenida en un vaso de plástico blanco—. Un toque voy a tener que darle a ese tipo.

—A mí —Aarón carraspeó—, a mí me trajeron a la fábrica en tercero de EGB. Una excursión del colegio de Arenas. —Golpeó la mesa con el pie al querer cruzar una pierna sobre otra—. ¿La siguen haciendo?

—¡Qué va! —exclamó Isaac. Lo absurdo de la idea le hizo chasquear la lengua—. Eso era cosa de mi madre, que en paz descanse. Ella volvía a Arenas todas las semanas a visitar la tumba de mi padre. Después de todo lo que pasó, aún recordaba el pueblo con cariño. Una santa. Era vieja y le hacía ilusión ver a los críos de la escuela. Cuando murió, cancelé aquel circo. Mis tres hijos ya son más niños de los que quiero tener cerca. Si quieres te doy uno. —Aarón no supo qué responder—. Te lo regalo. —Ni siquiera sabía si debía responder—. Que sí, hombre. De verdad.

Durante unos segundos se quedaron en silencio. Aarón desvió la mirada. Descubrió otra parte de la nave que parecía utilizarse como almacén de viejas máquinas.

—Esa parte dejó de servirnos —explicó Isaac—. Un día se cayó el techo —señaló hacia arriba con ambos pulgares— y mató a un tipo que llevaba dos días en la fábrica. —Golpeó la mesa con la palma abierta. Algunas manecillas se salieron de la caja de alfileres—. Con mujer y dos críos. Una jodida lástima. Para la esposa, claro, a mí me la sudó desde que resolví el papeleo. Los abogados, que para algo están. Ahora lo tengo todo montado en la nave de al lado. Y mucho mejor. Mira, un poco de distancia con los
cucos
no me viene mal.

Se recostó en el sofá e hizo una panorámica como si a través de sus ojos aquel mugriento y desordenado polvorín fuera un acogedor refugio de montaña.

—Les llamo así porque siempre quieren salir a su hora. Y los que más, los de Arenas. No sé, tendrán prisa por ir a bañarse al lago. ¿De verdad estáis tan orgullosos de esa charca?

De nuevo Aarón no supo qué responder. Finalmente, se echó hacia delante, la barbilla apoyada en ambos pulgares, los codos sobre la mesa. La cercanía de su nueva postura le permitió percibir el ácido olor a sudor que Isaac desprendía.

—Hace unas semanas dispararon a un amigo mío —dijo Aarón—. Fue en el mismo local donde a su padre y a su abuelo... donde...

—Donde los mataron. ¿Y qué más? —Dio un último trago al vaso de plástico y lo lanzó a la papelera, salpicándose la camisa—. Tres puntos —dijo.

—El atraco ocurrió en el mismo sitio, en el mismo local. Ahora es una gasolinera, de esas con tienda. —Aarón se rascó el cuello, la barba empezaba a molestarle—. La lleva un americano que...

—Sé lo que es. Y sé lo que pasó —le interrumpió Isaac—. Te he dicho que aquí trabaja mucha de gente de Arenas. Ya les he oído hablar del tema. Lo de ese sitio es la hostia. Les sigue sorprendiendo, y siguen empeñados en olvidar. La maldición de los Canal, lo llamaron al principio. Supongo que dejarían de hacerlo cuando mataron al siguiente. Porque luego se zumbaron a otro tipo a balazos, lo sabes, ¿no?

—Lo sé, en los setenta. Y ahora a David, a mi amigo. —Se frotó los ojos con fuerza—. Aunque él no ha muerto. Está en coma, en el Hospital Universitario.

Aarón se detuvo a la espera de algunas palabras de condolencia. Isaac permaneció callado.

—Me parece raro que haya ocurrido cuatro veces lo mismo en un mismo lugar.

—Mira, chico, prefiero no pensarlo. Paso del tema. Lo de mi padre fue traumático. Fue una putada. Una gran putada. Mi madre vendió la tienda. Y nos fuimos de ese pueblo de mierda.

Se le encendió la cara al hablar de su madre. Aprovechó la sonrisa para extraer, con ayuda del dedo meñique, algún resto de comida de una muela. Observó el pequeño residuo oscuro adherido a uno de los lados de la uña. La chupó y el fragmento volvió a desaparecer en el interior de su boca. Continuó:

—Mi madre sí que le echó cojones. Empezó con esta fábrica. Había trabajado con mi padre en la tienda y se prometió a sí misma sacar adelante el negocio a pesar de todo. No solo siguió con él, también lo hizo más grande.

Aarón miraba el trozo de comida que ahora se había quedado adherido entre dos dientes superiores. Se imaginó a Isaac comprando sal de frutas en su farmacia, la experiencia le decía que aquel hombre sufría de acidez estomacal.

—Los relojes, cuando haces uno, ya puedes hacer mil. Como con las tías del antro ese de la carretera. Tú ya me entiendes. —Esperó la confirmación de Aarón, quien asintió por obligación—. Mi abuelo hacía relojes de los buenos, con sus manos. Su alma les ponía a veces, pero yo ahora los fabrico en serie. La mayoría son para empresillas que luego les estampan su logo y los regalan a los curritos. Una baratija.

—Isaac —dijo Aarón, y pronunció su nombre como dibujando un punto y aparte que separara lo que iba a preguntar de todo lo anterior—, ¿cuánto tiempo pasó desde... —carraspeó por tercera vez— desde lo de su abuelo hasta lo de su padre?

—Cuarenta años, cuatro meses y quince días. Así de bien lo recuerdo. Mi madre lo repetía continuamente en sus oraciones. Todo el puto día. Ay Dios todopoderoso, decía la pobre, que solo le diste a mi buen hombre cuarenta años, cuatro meses y quince días. Una santa, mi madre.

—No entiendo, ¿cómo qué...?

—¿No entiendes qué, chico? Un día mataron a mi abuelo y, al cabo de todo ese tiempo después, a mi padre. —Con las manos firmes, golpeó y marcó primero un punto, y luego otro, sobre la mesa, con una distancia algo superior a la de sus hombros—. Y ese tiempo fue el que vivió mi padre. ¿No ves que él nació el mismo día que mataron a mi abuelo?

Cuando acabó de decir eso, se miró la mano que había apoyado en primer lugar.

—No tenía ni idea. Entonces, ¿su abuelo no llegó a conocer a su propio hijo?

—No.

Isaac respiró profundamente por la nariz y expulsó el aire por la boca. Aarón no quiso identificar el nuevo olor que detectó.

—Mi abuelo estaba en la tienda, atendiendo a unos clientes. Imagínate cómo sería el pueblo en 1909. —Hizo algún cálculo mental y prosiguió—: Es que hace casi cien años de eso, joder. No sé yo si tendrían ni farolas.

—Sí tenían, pusieron alumbrado eléctrico en el pueblo en 1905-contestó Aarón.

Isaac abrió mucho los ojos.

—He estado leyendo algunas cosas —explicó Aarón.

—Mi familia estuvo siempre peleada con los dueños de un horno de pan, de esa época también. Discutiendo por ver cuál era el negocio más antiguo del pueblo. Y era la relojería de mi abuelo, me juego el cuello. —Isaac levantó una mano extendida y alzó la voz—. Arenas parecía el mejor lugar para abrir un negocio de relojes, ¿no crees?

Aarón captó enseguida el sentido de la frase al imaginar un reloj de arena.

—Había tres clientes —continuó Isaac—. Uno era un crío que se debió de llevar un susto de cojones. Si lo sabré yo. Alguien avisó a mi abuelo de que su mujer iba a dar a luz al décimo de sus hijos. Él se quedó a terminar de atender el negocio, uno ya no sale corriendo por el décimo hijo. —Aarón pensó que era un chiste, pero como Isaac no sonrió, permaneció impasible—. Entonces entró el cabrón que acabaría matándolo. Por lo que contaba mi familia, le amenazó con un cuchillo. La hoja era del tamaño de un brazo. Quería los relojes más valiosos. Tonto no era, no. Ya te digo que mi abuelo hacía relojes de los buenos, habría mucha pasta en aquella tienda. Mucha.

Isaac se echó hacia delante y preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Ahora vas a apuntar lo que digo?

Aarón ni siquiera había terminado de sacar un cuaderno de su bolsa.

—¿Le molesta?

Aarón recordó el día de su conversación con Samuel Partida. Cómo, después de salir del Aquatopia, había regresado corriendo al coche y había anotado los datos del asesinato de Roberto con una caligrafía aún peor que la de los médicos, de los que tanto se quejaba al recibir algunas recetas. No le había resultado fácil escribir a la velocidad a la que pensaba su cabeza, presa de uno de esos accesos de pensamiento acelerado que no sabía controlar. Tampoco ayudó el hecho de estar sentado frente al volante, golpeándose el codo contra la puerta a cada cambio de renglón.

Isaac se lo pensó unos segundos. Después negó con la cabeza.

—Le clavaron el cuchillo ahí mismo. Mi abuela se quedó esperando en casa. No fue mi abuelo el que llamó a la puerta dos horas después. Fue otro viejo del pueblo. Le comunicó a mi abuela la muerte de su marido antes incluso de que el niño, mi padre, llorara por primera vez. Así que no, mi abuelo no conoció a su hijo. Yo tuve más suerte. Al menos conocí al mío. Poco, pero lo suficiente para recordar su cara.

Isaac debió de darse cuenta de cómo había bajado el volumen de su voz hasta hacer creer a Aarón que el Isaac de las manchas en la camisa y las prisas no era más que una fachada tras la que se escondía un buen hombre endurecido por la vida.

Se incorporó de repente, recuperó el aplomo en sus palabras, trató de agarrar el cuaderno de Aarón, y dijo:

—Me dijiste que no eras periodista.

—Y no lo soy. Trabajo en una farmacia de Arenas. Es... —se mordió el interior de los labios— largo de explicar. Y usted solo tiene media hora. Pero si quiere se lo cuento.

—Deja, chico, deja.

—¿Ha dicho que había tres clientes cuando atracaron a su abuelo?

—Sí, eso he dicho. Creo que eran tres.

—Cinco en total. Con el de la pistola y el abuelo. —Aarón repitió la información en un murmullo mientras apuntaba—.

Uno de ellos un niño.

—Seguro que ahora me vendrás con que también quieres que te cuente lo de mi padre.

—Por favor.

—Entonces voy a necesitar otro café. Pero tu tiempo sigue siendo el mismo. Reza para que la máquina se porte bien.

Isaac se levantó impulsando la tripa hacia delante y arriba, obligando al resto del cuerpo a seguirla. Caminó hasta la esquina opuesta de la estancia. Su silueta se recortó contra las partículas de polvo que brillaban azuzadas por los rayos de sol y que atravesaban la nave en diagonal desde las sucias y escasas ventanas superiores. Se subió los pantalones tirando de la hebilla del cinturón en dos ocasiones antes de llegar a la máquina, y una tercera en su camino de vuelta. El aparato se portó bien, pero el paso cansado de Canal alargó la espera de Aarón.

—No te he preguntado si querías. Pero ya te digo yo que no. No te lo recomiendo, es agua con mierda de rata. Me juego el cuello a que son estos cafés los que me dan acidez toda la noche. —Se frotó la barriga—. Veamos. —Expulsó el aire, apoyó ambas manos sobre la mesa, y se dejó caer sobre la silla—. La historia de cómo mataron a mi padre.

—Siento tener que hacerle recordar.

—Te he dicho que ni gracias ni hostias. Y sobre todo no me digas que lo sientes. A mi padre lo mató otro cabrón. El mundo está lleno de esos, ¿verdad? Un ladrón de mierda que no supo ni hacer bien su trabajo. Muy caro lo tuvo que pagar. Nunca salió de la cárcel. Él mismo se lo buscó. Y yo me alegro. —Isaac tosió en varias sacudidas, la última de las cuales sonó ahogada en alguna mucosidad. Giró la cara sin ánimo de esconderla para escupir algo espeso en la misma papelera, sobre el vaso de plástico blanco—. No sé para qué he dejado el tabaco. Solo estoy peor. —Pegó un trago largo a su segundo café, que bien podía ser el décimo—. El tipo se pudrió en la cárcel. Espero que su madre siguiera viva entonces, para que sufriera como sufrió la mía. Pobre mujer. Alguna vez le dijo a mi padre que le preocupaba que siguiera trabajando en la misma tienda donde había pasado lo de mi abuelo. Pero él siempre le respondía preguntando qué probabilidad había de que ocurriera lo mismo en el mismo lugar. Y ya vamos por cuatro muertos, ¿no?

—Mi amigo no está muerto, aún sigue...

—Pensé que habías dicho que era tu hermano. Cuatro veces ya. Como los puntos negros de las carreteras, la hostia de gente cascando en el mismo sitio. Joder. Hace que a uno se le pongan los pelos de punta. —Pasó la palma de una mano por su brazo derecho. El vello quedó adherido a la piel por el sudor en un efecto opuesto al que el hombre describía—. Mi madre se lo avisó —continuó—, pero en los años cuarenta todavía no se hacía caso a la parienta. Bueno, qué coño estoy diciendo, si yo tampoco le hago caso a la mía.

—Tenía entendido que esto ocurrió en 1950 —le corrigió Aarón.

—El veintinueve de enero de 1950 pertenece más a los cuarenta que a los cincuenta, chico. Hace falta más de un mes para que la gente se sacuda de encima el peso de diez años. Te digo que mi madre tenía miedo. Pero vivíamos felices en Arenas. Hasta aquel día de invierno.

Pensativo, tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Mi padre atendía el negocio siguiendo los valores que habían hecho famosos a los Canal en todo el pueblo desde hacía años. Dedicación y amabilidad absoluta. Vendía los relojes, pero también los arreglaba. Aún le recuerdo, encorvado sobre su mesa de trabajo muchas noches. Y yo a su lado. Me gustaba estar con él en la tienda. Recuerdo el olor a madera y esmalte. —Aarón aspiró inconscientemente, como si pudiera percibir los aromas de los que hablaba Isaac, para encontrarse de nuevo con la desagradable esencia del propio Isaac—. Me gustaba estar en la tienda, pero me cansaba mucho antes que él. El tiempo es lo más importante que tiene la gente, solía decirme. Luego volvía a concentrarse en el trabajo, en el reloj de algún vecino.

Esta vez Isaac no se dio cuenta de que su entonación y su ritmo habían descendido de nuevo. Su rostro incluso parecía más redondo. Aarón observó con detenimiento al hombre sin disfraces que antes vislumbró durante unos segundos. Continuó escribiendo sin decir nada.

—Aquella noche ya había cerrado. Quedaban dos personas en la tienda, pero mi padre había apagado la luz del escaparate. Arenas tendría ya una decena de tiendas. Un hombre golpeó el cristal y le enseñó a mi padre un reloj. Un Perrelet clásico. Joder, como para no abrir la puerta ante eso. —Se rio, y Aarón hizo lo mismo sin entender a costa de qué—. Una vez dentro, mientras él volvía detrás del mostrador, el maleante agarró a uno de los hombres que estaban en la tienda, un pastor, amigo de mi padre, y amenazó con volarle la cabeza con el revólver que se sacó de alguna parte en un segundo. Eso sí lo hizo bien el cabrón, como en las películas. —Isaac levantó un brazo y extendió los dedos imitando un arma—. El pastor no abrió la boca. El otro hombre, más ancho que un armario, trabajaba en la frutería o algo así, no sé, levantó las manos como una niña. Mi padre le ofreció al caco todo el dinero que tenía. Era mucha pasta, casi la de toda una semana. El ladrón le dijo que lo metiera en una bolsa con todos los relojes que pudiera. Él obedeció. El de la pistola soltó entonces al pastor, lo empujó contra mi padre y el frutero, o lo que fuera, detrás del mostrador, y trató de escapar. Todo podría haber acabado ahí, ojalá hubiera sido así. Pero las cosas se torcieron. En algún momento después de dejar pasar al ladrón a la tienda, mi padre había echado la llave, lo hacía a veces por las noches. Ya sabes, con mi madre siempre diciéndole que aquel era un lugar peligroso...

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