Authors: Paul Pen
Aarón volvió a notar algo extraño en la mirada de Samuel. Un ligero desenfoque. Y es que Samuel había mentido. Porque sí había vuelto a ver una expresión asustada de igual o mayor magnitud. En el rostro de Laura, su mujer. Ocurrió el día en que él había salido de la piscina del jardín de casa con la cabellera rubia de su hija pegada al brazo izquierdo. Y adheridas a su pecho, grandes hojas de arce, secas del otoño. Fue el día en que la casa empezó a oscurecer. Y Laura a deambular por ella en bata. Fue el día en que los relojes empezaron a hacer mucho ruido al avanzar.
—Yo giré la cabeza —continuó, disimulando la pequeña interferencia— para ver qué era lo que había impresionado al hombre del abrigo. Pero solo llegué a ver una sombra que avanzaba rápidamente hacia el mostrador. Mentiría si te dijera que llegué a ver la pistola. Luego sentí un fuerte impacto en la espalda que me hizo caer al suelo. Me abrí la barbilla. ¿Ves?
Samuel se detuvo y señaló la cicatriz que se adivinaba por entre los pelos de la barba.
—Vamos, que se nos hace de noche —dijo enseguida, de esa forma acelerada que parecía hacerle estallar cada cierto tiempo. Retomó la marcha—. El golpe en la espalda me lo dio el chico, al que ni siquiera había visto cuando entré. Dicen que me salvó la vida. Aunque te digo una cosa, yo no creo que aquel ladrón tuviera pensado disparar a un niño. ¿Quién haría eso? Seguramente fue el movimiento del chico lo que le puso nervioso y le hizo disparar. Él no me salvó la vida, quizá se la quité yo a él. Vete tú a saber. Pero la culpa no es algo con lo que se pueda vivir, ¿no crees?
Ha sido tu culpa
, resonó en la cabeza de Aarón.
Samuel dijo la última frase sin creérsela del todo; lo había leído en alguna pegatina del grupo de ayuda al que acudía desde hacía dos años. Un grupo que no le estaba ayudando como pretendía a desterrar de su cabeza una idea: la de que si le hubiera hecho caso a Laura y hubiera cubierto la piscina cuando terminó el verano, entonces la otra Laura, la pequeña, la que no sopló las velas de un cuarto cumpleaños al que no llegó por tres días, seguiría aún con vida.
—Para mí —continuó, esforzándose por no pensar en la tarta infantil que guardaron en la nevera durante más de seis meses—, el dolor en la barbilla, el ruido de un montón de latas que cayeron al suelo y el tacto viscoso del aceite que me empapó la cara... —Se interrumpió—. Para mí, todo eso, y los dos disparos, ocurrieron a la vez.
Samuel se desvió otra vez del camino y subió al bordillo.
—Ven, que tengo que ir a la piscina del fondo —indicó. Atravesaron otro jardín, un puente de madera, y llegaron a una piscina de poca profundidad. Samuel siguió hablando—. Después, recuerdo que mi padre me levantó en brazos, me taponó la herida con sus dedos y me sacó de allí a toda prisa. Me tumbó en el asiento trasero del coche. Luego llegaron las ambulancias. Mi padre hizo todo lo posible por quitarle importancia al asunto desde el primer momento, y creo que, por suerte, consiguió lo que pretendía. Se nota, ¿no? —Era una pregunta retórica—. Tampoco vi el cuerpo de aquel chico. Sé que se llamaba Roberto, y que la familia aún vive aquí. De la Maza era el apellido. Su madre, Celia, o Cecilia, vino a verme tiempo después. Me pidió que hiciera con mi vida algo por lo que hubiera merecido la pena salvarla. Le dijo eso a un crío de nueve años.
Después de bordear la piscina mientras hablaba, Samuel se quedó inmóvil. En el fondo se había formado un charco de agua verde. Lo observó en silencio.
—¿Te importaría coger esa hoja? —le preguntó, sin separar la vista del agua.
—¿Perdona?
—Si podrías coger esa hoja. Mira. Esa hoja. —Extendió el dedo índice hacia una hoja de arce que flotaba en el interior de la piscina casi vacía—. Tienes una red ahí.
Aarón esperó que Samuel le señalara dónde, pero no lo hizo, así que buscó a su alrededor. Descubrió el palo metálico tirado en el suelo, no muy lejos de él. Sin entender, Aarón atrapó la hoja con la red. Después la sacudió sobre el césped para hacerla caer.
—Ahora está mejor —dijo Samuel.
Permaneció hipnotizado con el pequeño charco verde unos segundos más.
—Vamos —despertó de repente—, que el parque abre en menos de un mes y tiene que estar todo listo.
—Entonces erais cinco personas en el atraco, contándote a ti —dijo Aarón, arrancando a caminar tras él.
—El chico, el de la caja, el hombre de delante... —enumeró Samuel, disminuyendo progresivamente el volumen de su voz—. Cinco, sí —dijo finalmente, sin detenerse, al tiempo que extendía los dedos de una mano a la altura de su tripa—. El señor que iba delante de mí resultó ser el alcalde del pueblo. Murió hace poco, por cierto. Pero tenía más de cincuenta en aquel entonces, figúrate; yo firmaría ahora mismo por llegar a ochenta.
Al decir aquello, imaginó la aguja de un reloj avanzando con gran esfuerzo.
Casi habían dado la vuelta completa al parque. Aarón vio una nueva papelera con forma de tortuga y pensó en detenerse. Pero esta vez, Samuel pasó de largo sin prestar atención al animal ni al contenido de su bolsa negra.
—Mira —señaló de pronto—, ya hemos terminado de montar el nuevo tobogán de este año. ¿Fuiste a la presentación de febrero?
Aarón observó a su derecha. Descubrió un tobogán rojo con forma de escalera, no muy alto.
—No, ya no voy nunca. Mi madre me llevaba antes, cuando era más pequeño.
—Ah, pues a mí me encanta ese día. Presentando el nuevo tobogán de cada año, con el alcalde, todos los niños del pueblo... —dijo, con tono cantarín, mirando hacia la nueva atracción como si la hubiera diseñado Norman Foster—. Venga, vamos a mi oficina, está ahí.
Reanudaron la marcha en dirección a una pequeña caseta de cemento. La fachada estaba decorada con dibujos de palmeras.
—Al asesino sé que lo cogieron poco tiempo después; por lo visto, tenía varios atracos a sus espaldas. Dijeron que era gitano. Había que estar muy desesperado para hacer algo así en esa época. Ya me entiendes. —Hizo una pausa—. Y bueno, al joven que cobraba en la caja, apenas llegué a verlo. Pero vamos, que está todo en el periódico del día siguiente.
—¿Periódico? —Aarón terminó en alto la palabra.
—Claro. —Samuel empujó la puerta de lo que llamaba oficina y entraron en una estancia pequeña, con una mesa en el centro y poco más—. Hablaron del crimen una o dos veces, primero cuando ocurrió y luego cuando cogieron al gitano.
—No tendrás ese periódico, ¿no?
Samuel se sentó a la mesa y cambió de lugar algunos papeles. Aarón tuvo la impresión de que lo hizo de forma aleatoria. Sobre el escritorio, dos marcos de fotos estaban vueltos hacia abajo. Un tercero se mantenía en pie. Mostraba una imagen familiar de Samuel sin barba, junto a una mujer de pelo dorado y una niña rubia vestida de rosa abrazada a sus piernas.
Al escuchar la pregunta, levantó la cara.
—¿Cómo no voy a tener ese periódico? —respondió—. Pero lo tengo en casa. —Samuel apartó la manga de su camisa para leer un reloj de pulsera—. Y parece que hoy también me tengo que quedar aquí hasta tarde. Con las ganas que tengo de irme —gruñó, imaginando la silueta de su mujer avanzando por el pasillo—. Fíjate, ya son las ocho y media, y todavía me queda mucho por hacer. Abrimos dentro de un mes, tiene que estar todo perfecto. Venga —dijo mientras se levantaba de la mesa—, te acompaño a la salida.
Aarón salió del parque cuando el sol terminaba de desaparecer detrás de la sierra. El mundo se quedó con luz, pero sin sombras. La puerta se cerró ante él, los barrotes interponiéndose entre el rostro de Samuel y el suyo. Con el movimiento, algunas hojas secas quedaron atrapadas en la parte baja, entre el portón y el suelo.
—¿Te importaría quitarlas? —pidió Samuel, que dio un paso atrás al tiempo que Aarón las barría hacia fuera con el pie.
Cuando terminó, el jefe de mantenimiento del Aquatopia se acercó a la puerta para asegurar de nuevo el candado.
—Voy a cerrar, que todavía no puedo irme. —Mientras maniobraba con el candado, Samuel pensó en la oscuridad de su casa y en la bata de su mujer—. Tengo que dar una última vuelta de reconocimiento.
Habló sin mirarle a los ojos. Aarón frunció el ceño. Recordó las fotos puestas boca abajo y pensó que a lo mejor le daba vergüenza escucharse mentir. Respiró hondo y prefirió no preguntar.
—Sé que el periódico debe de andar por casa —agregó Samuel—. Pásate por aquí dentro de unos días y lo tendré, seguro. —Tiró hacia sí de la cadena. Después, Aarón lo vio dudar unos segundos—. ¿Por qué te interesa tanto ese atraco?
—Bueno —dijo. Durante un instante calibró si tenía sentido contar algo—. Resulta extraño, pero creo que podría haber alguna relación entre los dos atracos. —Desplazó la cara hacia la izquierda para que ningún barrote tapara su cara—. Dos asesinatos en el mismo sitio —dijo, olvidando que David seguía vivo—, en un pueblo tan tranquilo como Arenas...
—¿Dos? —Las cejas de Samuel parecieron elevarse hasta la mitad de la frente—. Vas a tener que echarle un buen vistazo a ese periódico —dijo—. Por lo que yo recuerdo, decían que Roberto fue la tercera persona que mataron en ese lugar.
La tapa de plástico del vaso del Burger King volvió a atravesar el aparcamiento vacío. Aarón la oyó rascar el asfalto.
LEO
Martes, 12 de agosto de 2008
Victoria y Amador, sentados ambos al mismo lado de la mesa, miraron fijamente a Leo cuando entró en la cocina. Un rápido vistazo permitió al niño distinguir las manos de su madre apoyadas sobre la portada roja de su cuaderno desaparecido. Entre los dedos de su padre bailaba el sobre de correo aéreo.
—Siéntate, vamos a hablar de esto.
Victoria señaló una silla con la barbilla.
Leo se sentó enfrente de sus padres. Victoria giró el cuaderno sin separar los codos de la mesa, con un hábil juego de muñecas, y lo abrió por una de las páginas: la que llevaba marcada con una nota adhesiva de color amarillo. Alargó los brazos para acercar el cuaderno a Leo. Tampoco levantó los codos esta vez, sino que los deslizó sobre la superficie de la mesa, como el vientre de la cobra que acecha silenciosa a su víctima.
Amador extrajo del sobre la carta manoseada. La colocó sobre la cuadrícula grisácea de una de las páginas, junto al enunciado de un problema de matemáticas cuyo resultado Leo recordó sin pretenderlo. Tampoco le costó entender a qué le estaban invitando. Sostuvo la mirada de su padre. Hizo caso omiso del cuaderno y de la carta.
La noche en que apareció el sobre, hacía unas tres semanas, Leo se había agazapado bajo las sábanas de su cama y había mirado las estrellas que brillaban en el techo. Escuchó a Amador subir primero; la madera bajo la moqueta solo crujía de esa forma bajo el peso de su padre. Victoria subió después, con pasos cortos y ligeros que acariciaban la moqueta. Leo la notó acercarse a la puerta de su habitación. Hubo un silencio cuando pegó la mejilla a la madera, y un ligero chasquido cuando apoyó la mano sobre el pomo de la puerta. Luego comenzó la discusión, de la que tan solo pudo oír los desperdicios sonoros que lograron atravesar dos puertas y un pasillo. El tono de voz de sus padres se elevaba en momentos imprevisibles. Leo se echó la sábana por encima de la cabeza. Pensó que habían dejado de gritar cuando se coló sin querer en un sueño frágil como la superficie de una pompa de jabón. Pero en algún momento la pompa se condensó en una gota que impactó contra un suelo imaginario, y Leo creyó distinguir la silueta de su madre moviéndose con destreza por su dormitorio para luego desaparecer en la oleosa irrealidad de un nuevo sueño. Al día siguiente, en su mochila espacial faltaba uno de sus tres cuadernos de clase. El rojo. Ahora ya sabía dónde estaba.
—¿De qué vamos a hablar? —preguntó.
—Escúchame —dijo Amador. No le gustaba la desconfiada mirada que le lanzó su hijo—. Mira tu cuaderno, Leo, mira la carta. Sé que tú también te vas a dar cuenta.
Leo no necesitó mirar nada para entender lo que estaba ocurriendo.
Humillado en su propia casa, prefirió no decir una palabra e intentó levantarse. Amador desvió la vista, incómodo al comprobar el cambio en el brillo de los iris de su hijo.
Leo sintió los dedos de su madre agarrándole la muñeca derecha mientras apoyaba la mano en la mesa para incorporarse. Escuchó, sin mirarla, cómo se dirigía a él.
—De aquí no te vas —dijo.
Sus largas uñas se clavaron en la pálida piel de Leo. Él decidió ignorar el dolor.
Buscó sin encontrar los ojos de su padre, que fingía observar algún detalle irrelevante de la superficie del mantel. Linda terminaba de preparar una ensalada. Cuando empezó a sentir la mano entumecida, Leo se recolocó en su silla y apuntó su mirada hacia un punto indeterminado entre la nariz y la boca de su madre. Apreció el brillo del sudor sobre su labio superior. Linda, desenfocada en un segundo plano, salió de la cocina hacia el jardín y cerró la puerta tras de sí.
—Cielo, vas a tener que poner algo de tu parte —dijo Victoria, sin cesar la presión sobre su muñeca—. Mira la letra de la carta, y mira la de tu cuaderno. Está claro que intentabas que no se notara, pero hay detalles que no se pueden ocultar. —Humedeció sus labios con una rápida pasada de la lengua. Cuando continuó hablando, su voz sonó como la de una maestra—. La forma de empezar y acabar la letra ese es una de ellas. Leo, necesito que lo mires y nos digas la verdad.
—Papá, no he sido yo.
Notó que los dedos de su madre le apretaban con más fuerza.
—Leo, mira las pes, las emes y las cus —continuó Victoria—. Y no lo decimos nosotros. Un compañero de papá nos ha dado la razón. Acaba de hacerlo. Venimos de hablar con él. —Victoria giró la cabeza hacia su marido—. ¿Verdad, Amador?
Leo escuchó el suspiro de su padre.
—El grafólogo de su despacho —prosiguió ella cuando Amador no levantó la mirada—. La grafología no es un examen sencillo, pero tú, cielo, escucha, lo has pasado con nota. El hombre ha necesitado, qué, ¿diez segundos?, para darnos la razón.
Con la mano libre, Victoria empujó la carta y el cuaderno hacia Leo. Luego inclinó el tronco para acercar más la cara a la de su hijo. Casi en un susurro, dijo:
—Aunque tú ya sabes lo que es la grafología, ¿verdad, cielo?
La presión sobre la muñeca volvió a aumentar. Las uñas se clavaban como alfileres. Leo agitó la cabeza y se negó a responder.
—Cielo, solo queremos ayudarte.