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Authors: Paul Pen

El aviso (9 page)

—Dijo que la había encontrado en la mochila, puede que llevara ahí bastante tiempo. Y esa fecha que menciona, el... —giró la mano en el aire— tantos de agosto del año que viene. —La mano se detuvo de repente mientras duró la pausa—. Leo tendrá entonces nueve años. Ha sido alguien que le conoce —dedujo en alto.

—Pero hay otra cosa que no me cuadra —siguió Amador—. ¿No es un poco raro que sus amigos se dirijan a él tratándole como a un niño? Ellos también son niños, ¿no? Lo de llamarle así tendría sentido si quien hubiera escrito la nota fuera...

Un momento.

Bravo
, pensó Victoria.

—Victoria —dijo—, creo que esta letra es la de un adulto.

Victoria dejó de caminar de un lado a otro. Sintió ganas de reír ante la gravedad en la voz de su marido. El dolor de cabeza afloró atronador en la nuca y se extendió hacia la parte izquierda de su cabeza para alojarse en el interior del globo ocular. Se sentó con gesto derrotado. Dirigió una mirada asustada a Amador. Él percibió el acre olor a sudor que ella desprendía solo a última hora de la noche.

—¿Y qué demonios significa todo esto entonces?

En escorzo, la nariz de Victoria parecía aún más puntiaguda de lo habitual.

Esta vez fue Amador quien se levantó como impulsado por una imaginaria descarga eléctrica liberada en la cama. Arenas, un pueblo de casas de piedra reconvertido en aquel montón de urbanizaciones de fantasía que formaban una pequeña burbuja suburbana de barbacoas de domingo, jardines verdes y vecinos sonrientes que todavía se daban los buenos días, como en una teleserie americana, se transformó súbitamente en un lugar podrido en donde un niño solitario, un niño como Alma, podía convertirse en objeto de burla de alguno de esos individuos con sus falsas sonrisas y sus pervertidos hábitos ocultos.

—Dios mío, ¿y si alguien quiere chantajearnos? —Victoria lo trajo de vuelta a la realidad—. Te dije que no te compraras ese coche tan caro.

Amador tuvo que contenerse para no gritar a su esposa. Apretó los puños. Sintió la sangre concentrarse en sus puños. Ella fue quien quiso comprar aquella enorme casa en la zona más cara del pueblo. Era ella la que presumía del coche nuevo, del BMW que pasó a ser suyo, y de tener una mujer de servicio ante sus compañeras de trabajo, aunque ellas también vivieran en grandes chalés de elitistas urbanizaciones en otros pueblos de la periferia, más o menos cerca de Madrid. Como también presumió durante un tiempo de tener el hijo más listo. Si todo Arenas sabía que la economía del matrimonio era más que boyante se debía a la actitud presuntuosa de Victoria. A su soberbia al pavonearse por el nuevo estatus que consiguió, no gracias a su trabajo como abogada especializada en litigios de propiedad intelectual, sino al convertirse en la esposa de Amador Cruz hijo. Lo del chantaje podía tener sentido, sobre todo en el nuevo Arenas deformado en la cabeza de Amador, pero no sería por culpa del maldito Aston Martin.

—Voy a llamar a la policía ahora mismo —dijo Amador en voz alta para detener el flujo de imágenes escabrosas que se empeñaban en distorsionar la realidad de Arenas y, de paso, para tratar de canalizar la ira que sentía hacia su mujer.

Rodeó la cama sin esperar la opinión de Victoria, sin dejar de hablar para no darle opción a réplica. Ella siguió a su marido con la mirada. Estaba de acuerdo en que llamar a la policía era lo más sensato.

—Este tipo es muy idiota si piensa que hoy en día no se puede identificar a alguien por su letra —gritó Amador mientras levantaba el auricular del teléfono, situado en la mesilla junto a su lado de la cama—. ¿Cuánta gente será zurda, uno de cada diez? —Miró la carta que aún sujetaba en la otra mano—. Pues la cosa se ha puesto diez veces más fácil.

Con una ligera inclinación del tronco, marcó el 112, que fue el único número que recordó en aquel instante.

Victoria le arrancó con violencia el papel justo en el momento en que presionaba el último dígito. Ella observó la carta con nuevo detenimiento, como si fuera la primera vez que la leía. En efecto, la caligrafía se inclinaba, si no de forma demasiado evidente, sí suficientemente clara, hacia la izquierda. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

Y fue justo al final de ese pensamiento cuando hizo un descubrimiento horrible.

Su cara palideció y sus labios adquirieron una enfermiza tonalidad morada. Su sangre se espesó, como si la sintiera fluir con dificultad. Percibió un hormigueo en ambas manos.

A su lado, una voz femenina emergió del auricular que Amador mantenía pegado a su oreja.

Antes de que Amador dijera nada, vio como la mano de su mujer se apresuraba por llegar hasta la base del teléfono. Con dos dedos, interrumpió la comunicación presionando el botón de colgar. Amador apoyó el teléfono en un hombro. Giró la cara para buscar con su mirada alguna explicación. Sintió una oleada de preocupación cuando advirtió la transformación en el semblante de Victoria.

—Cariño, Leo es zurdo —fue lo que dijo.

Capítulo 7

AARÓN

Viernes, 19 de mayo de 2000

Aarón caminó por el aparcamiento vacío del Aquatopia.

En el suelo, junto al tope de cemento de una de las plazas, un vaso de cartón con el logo de Burger King amenazaba con desbordarse. La lluvia lo había llenado de agua hasta un milímetro por encima del borde. La tapa de plástico ensartada por una pajita mordida, se alejaba, empujada por el aire, a través del desértico aparcamiento. Su sonido al rascar el asfalto hizo que Aarón la siguiera con la mirada. Cuando dejó de oírla, adelantó un pie y, con la punta, empujó el vaso de papel. Cayó, y su contenido se derramó sobre el suelo mojado.

Aarón avanzó hacia la puerta de entrada del parque. Estaba cerrada. A través de los barrotes vio varias mesas de picnic vacías y una hilera de máquinas de refrescos, todas apagadas. Más cerca, dos taquillas de venta de entradas tenían las persianas bajadas. Aarón percibió el olor del cloro.

Agarró uno de los barrotes y sacudió la puerta. Las gotas de la tormenta pasajera, que aún resbalaban por el metal, le mojaron el brazo. Las bisagras se quejaron. Una cadena de gruesos eslabones enredada en torno a la cerradura cascabeleó.

—¿Hola? —gritó Aarón.

El silencio fue total durante unos segundos. Después, le pareció oír algo al otro lado de la puerta. Ladeó la cabeza para escuchar mejor. El sonido lejano se fue concretando en golpes de una regular cadencia. Pasos.

Un hombre de escasa estatura y barba matemáticamente recortada apareció de repente por detrás de las taquillas. Se abotonaba uno de los puños de la camisa. Se recolocó el cuello de la americana antes de llegar hasta la puerta.

—El parque está cerrado —dijo, levantando ambas manos.

—¿Eres Samuel Partida? —preguntó Aarón.

—Depende de para qué.

—Soy... —carraspeó—, soy Aarón. El amigo de David. Hablamos el miércoles por teléfono. Me dijiste que viniera hoy viernes, que estarías menos ocupado.

Samuel reaccionó enseguida y se abalanzó contra la puerta.

—Claro, sí, perdona. —Se echó una mano al bolsillo del pantalón y extrajo un llavero—. Con esto de que abrimos el parque dentro de un mes no dejan de venir comerciales a colocarnos stands, máquinas de
vending
, campañas de no sé qué... Está todo empapado —comentó, mientras abría el candado de la cadena—. Al que pillan siempre es a mí, claro, pero yo solo soy el jefe de mantenimiento, no estoy para otros rollos.

Samuel se agachó, tiró hacia arriba de unos seguros clavados en el suelo, y abrió la puerta apenas lo suficiente para que Aarón pudiera entrar.

—Perdona que te haga venir aquí —se disculpó—, pero como ya digo, con esto de que abrimos el parque para la nueva temperada dentro de poco, no tengo tiempo de nada. Si no, te hubiera invitado a cenar en casa encantado.

Samuel forzó una sonrisa. La mirada se le escapó, solo por un instante, hacia un lado. Lo que tardó en pensar en lo oscura que parecía su casa ahora.

—Mi mujer trabaja con la tía del chico, de tu amigo. David se llama, ¿no? ¿Cómo está?

—David, sí, todavía no sabemos mucho, sigue en el hospital.

Aarón entró a través del escaso espacio abierto, mojándose la espalda de la camiseta al rozar el metal.

—Tengo que dar una última vuelta de reconocimiento. ¿Te importa acompañarme mientras hablamos? —preguntó Samuel cuando terminó de asegurar otra vez la puerta—. Si no, es que no termino nunca. Y estoy deseando irme a casa.

Sus ojos volvieron a desviarse. Esta vez imaginó a su mujer avanzando en bata por el pasillo con la taza, siempre vacía, en la mano.

—Ven por aquí —indicó a Aarón con un gesto de cabeza—. Y dime, ¿qué es lo que quieres saber de aquel atraco?

Echó a andar en el sentido contrario a las agujas del reloj, el que marcaba un poste con el dibujo de un oso sujetando una flecha. Aarón le siguió. Dejaron a la izquierda una estructura de madera con un enorme mapa del parque. Pasaron por una papelera con forma de hipopótamo. Samuel golpeó la boca del animal, se asomó a través de la trampilla, y sacudió la bolsa negra para que su escaso contenido cayera hasta el fondo. Todos sus movimientos tenían una cualidad eléctrica.

—Pues... —comenzó Aarón.

Samuel lo miró sonriente, asintiendo. Entonces se agachó de repente y recogió una piedra que encontró en la senda marcada. La lanzó hacia la zona ajardinada. Acabó cayendo sobre la rampa de uno de los toboganes azules que desembocaba en una piscina redonda. Rodó hacia abajo con un ruido plástico.

—Menos mal que no acaban de pintarlo —dijo Samuel—. A eso vienen el lunes. ¿El lunes? Sí, creo que el lunes. Ya no sé ni en qué día vivo —dijo, aunque sabía perfectamente que tenía por delante el fin de semana, dos días enteros en casa.

Casi podía oír la aguja del reloj en su salón avanzar lentamente.

—He leído lo que contabas en el periódico —comenzó Aarón—. ¿Tú recuerdas cómo fue aquel atraco exactamente?

—Bueno, estamos hablando de 1971, yo tenía nueve años. No lo recuerdo todo, pero vamos, que con el paso de los años he ido completando la historia con cosas que me han contado unos y otros.

Siguiendo por el camino, rebasaron otra papelera, esta con forma de rana. Samuel procedió al examen de la bolsa contenedora sin dejar de hablar.

—Por aquel entonces el Open no era una tienda, era una pequeña gasolinera con apenas dos surtidores y alguien encargado de cobrar. Te ponía la gasolina y te cobraba en un garaje, que ahora es la tienda precisamente. El americano fue muy listo al reconvertir aquel espacio en una tienda. —Agitó la mano en el aire—. La poca gente que vivía por aquí tenía que ir a la gasolinera si quería desplazarse en coche para ir a trabajar. Éramos muy pocos en aquellos años. Mis padres se acababan de mudar del pueblo, venían de Galicia. Vinieron cuando se enteraron de que iban a abrir la fábrica de relojes. Ellos se creían que venían a la gran ciudad y acabaron en un pueblo casi más pequeño que el suyo. Pero tuvieron vista, mira en lo que se ha convertido Arenas.

Samuel señaló a su alrededor, como si toda la grandeza urbanística del nuevo Arenas se levantara allí mismo, junto a ellos. En su lugar, Aarón observó los toboganes y las piscinas vacías. El sol agonizante de la tarde, que brillaba de nuevo tras la tormenta pasajera, casi de verano, se reflejaba en los restos de agua, dotando a todas las superficies de un barniz dorado. Había algo sobrecogedor en la soledad de un parque acuático cerrado al público.

—Mis padres también vinieron por esa época —dijo Aarón, repasando con la mirada la siempre imponente pendiente del Giga Splash—. Yo he vivido siempre aquí. Estudié en la universidad y ahora trabajo en una de las farmacias del pueblo.

—¿Ves? Eso solo pasa en Arenas —dijo Samuel—. Nos hemos quedado con uno de los mejores pueblos de por aquí. Yo, de Madrid ciudad, no quiero saber nada —sentenció mientras se ajustaba la americana—. Te decía que antes la gasolinera tenía poca cosa. Cobraban en el garaje ese. Ya ves tú el botín que se iba a llevar el atracador. Fue el día de la famosa nevada. Yo nunca había visto nevar de esa forma en Arenas.

Algo extraño volvió a ocurrir tras los ojos de Samuel, que pareció perder el hilo de la conversación.

—A mi mujer y a mi hija les encanta la nieve —dijo. Después recuperó la normalidad en la mirada y continuó—. Ven, vamos a los baños, que tengo que comprobar una cosa.

Samuel se salió del camino y subió al bordillo, pisando el césped. Aarón lo siguió.

—Yo estaba en la gasolinera con mi padre. Me dio un par de billetes para que fuera con el encargado al garaje y me diera el cambio. Te digo el encargado aunque debía de ser un empleado. Por lo que he sabido más tarde, el chico ni siquiera llegaba a los treinta. —Samuel giró el picaporte de los aseos de caballeros. Estaba cerrado. Volvió a sacar el mismo llavero de antes y abrió la puerta a la primera—. Había otro hombre delante de mí cuando entré. Con un abrigo largo. El chico que cobraba se metió detrás de un mostrador, y yo me quedé un poco alejado para que pudiera verme. Ya ves que no soy muy alto.

—¿No había nadie más dentro? —preguntó Aarón.

Samuel comenzó a abrir y cerrar todos los grifos de la decena de lavabos que había en el interior de los baños. No salió agua de ninguno de ellos.

—Bueno, sí, estaba aquel pobre chico, claro. Al que mataron. Yo es que ni le vi. —Samuel pareció descubrir su reflejo en uno de los espejos del baño. Se miró a sí mismo—. ¿Sabes? —dijo—, fue él quien intentó cubrirme. Y yo ni siquiera me fije en él.

Se quedó en silencio unos segundos y continuó de repente.

—Hazme un favor, gira la llave esa que tienes encima de la puerta —indicó—. La de la derecha. ¿Puedes?

Aarón se dio media vuelta y se estiró para llegar a la llave. La giró. Samuel abrió de nuevo el grifo de uno de los lavabos. Colocó la mano debajo como si esperara que saliera algo.

—Nada, está cortada la general —explicó—. Pues esto ya se hará otro día, que hoy ya me he puesto la camisa. Vuelve a cerrar esa —le señaló.

—Decías que un chico intentó cubrirte —repitió Aarón, siguiendo sus instrucciones.

—Ah, sí. —Samuel se limpió las manos en el pantalón—. Vamos fuera.

Cerraron la puerta del baño y regresaron al camino que tantos niños habían recorrido excitados durante tantos veranos seguidos.

—Pues nada —retomó Samuel—, el señor que había delante de mí terminó de pagar y se dio la vuelta, como para ir hacia a la puerta. Fue justo en ese momento cuando comenzó el... —dudó un instante, buscando la palabra adecuada— el asunto. Los ojos se le abrieron en una expresión de susto que no he vuelto a ver en nadie.

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