Authors: Paul Pen
—Perdón —le tranquilizó Amador.
Sin darse cuenta, movía los labios de forma exagerada y se señalaba las orejas con ambas manos.
El viejo sacudió las suyas en dirección a Amador. Se acercó al mostrador. El televisor enmudeció de repente. Sus redondas mejillas se inflaron aún más cuando sonrió.
—No pida perdón, que no molesta. —El señor Palmer ya apenas hablaba con acento, pero el particular vibrar de sus erres y alguna construcción extraña aún le delataban—. Es este maldito aparato —explicó señalando el artilugio sobre su oreja—, que no funciona como me dijeron. No oigo ni la puerta cuando alguien entra. El otro día me llevé un susto de muerte cuando apareció Gloria en el mostrador, la de la biblioteca. Menudo tamaño tiene esa mujer. No sabe lo que es encontrarla, de repente, enfrente de uno mismo...
—Nada —interrumpió Amador—, termine con lo suyo, que veo que buscaba algo.
—Eso es otra historia igual. El maldito corazón, que un día se me va a parar finalmente. Bastante ha aguantado ya. —Se golpeó el lado izquierdo del pecho con un gesto entre militar y deportivo—. Ni tabaco ni alcohol, menudo sacrificio, peor que aguantar toda la vida a mi querida señora —añadió, rubricando el chiste con una tos de dos sacudidas—. Y mis pastillas que no aparecen,
dammit
. —Maldiciones, onomatopeyas y cuentas numéricas aún se le escapaban a veces en inglés—. Un día mi señora tendrá que venir a cerrar la tienda porque yo habré caído aquí mismo.
Se giró de nuevo hacia los cajones.
—Como le pasó al señor del bar de la esquina, uno de los hermanos del dueño. ¿Escuchó lo que dicen? Dicen que se murió mientras hacía la caja. Lo encontraron junto a la tragaperras. Dicen que llegó arrastrándose con los codos.
Amador no sabía si Palmer hablaba con él o para sí mismo.
Leo, que se había girado para apoyarse con la mochila sobre la pared del mostrador, escondido tras él, tiró de la camisa de su padre. Se llevó el dedo índice a la sien y lo hizo girar en círculos. Luego se dio la vuelta. Entre ocho de sus dedos, los ojos de Leo emergieron tras el mostrador. Amador improvisó un carraspeo para despertar la atención del viejo. Otra sacudida de hombros. Otro susto.
Y el señor Palmer se dio la vuelta.
Su mirada, que había mantenido fija sobre Amador, se desvió ahora hacia la del niño. Leo se había puesto de puntillas y lo miraba con curiosidad mordiéndose el labio inferior. Una curiosidad inocente que se transformó en asombro ante la inexplicable sensación de reconocimiento que advirtió en la mirada del señor Palmer.
El corazón del viejo cambió de sitio cuando la luz del recuerdo, que había parpadeado antes de fundirse, logró estabilizarse en esos momentos.
Y cuando el niño frunció el ceño, manteniendo un ojo más abierto que el otro, el gesto resultó inconfundible.
Lo tenía frente a él.
Un escalofrío se desprendió desde cada uno de los poros de la piel del señor Palmer hacia el interior. Como si alguien arrastrara todos sus tejidos hacia algún punto de su espalda, donde estalló algo muy parecido a una descarga eléctrica. Durante un momento, la visión se le volvió totalmente borrosa. Pensó que iba a caer al suelo, pero antes siquiera de que el pensamiento se materializara para tener un principio y un final, el viejo recuperó su ser. La imagen del rostro de Leo volvió a golpearle en lo más profundo de algún lugar olvidado en su cerebro. Un sudor helado comenzó a brillar en su frente. Escuchó el corazón latir en sus oídos. El pulso se le aceleró como el doctor le había dicho que no debía hacerlo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Amador—. Parece que necesita de verdad esas pastillas.
A su lado, igual de sorprendido pero incapaz de darle ningún significado, Leo permaneció de puntillas, sintiéndose extrañamente reconocido. La voz de Amador rescató al americano de allá donde estuviera.
—Las pastillas, sí —balbuceó Palmer—. Las pastillas.
Con más brusquedad que antes, abrió por tercera vez uno de los cajones. Revolvió los papeles dejando que cayeran al suelo. Quizá su inconsciente, que sí recordaba dónde las había visto por última vez, lo llevó ahora, en caso de extrema necesidad, a la caja del medicamento. Sacó una lámina con cinco cápsulas. Extrajo dos y se las metió en la boca. Se las tragó a la fuerza, sin apenas saliva. Sintió cómo bajaban adheridas a su esófago. Aunque no existía ninguna razón médica para sentir una instantánea mejoría, el placebo hizo su efecto y la ansiedad desapareció por el momento, permitiendo al señor Palmer disimular su estado de tensión antes de darse la vuelta.
— Wow
, mejor ahora. —La voz sonó temblorosa solo al principio—. Son... —realizó el cálculo mental en inglés— tres con cincuenta.
—No, añada también una de esas gominolas —dijo Amador, y señaló la entrada—. Mi hijo, que se ha comido una.
Palmer apenas reaccionó al comentario. Mantuvo la mirada sobre Leo mientras sacaba una bolsa de plástico verde de debajo de la caja registradora. Metió en ella los cartones de leche, demasiado peso para las débiles bolsas que algunos universitarios del pueblo, en las noches más gamberras, clavaban en palos y quemaban para ver cómo el plástico goteaba sobre algún gato callejero.
Amador buscó en su cartera un billete de cinco euros. Se lo entregó al señor Palmer. Tras recoger el cambio, le deseó buenas noches y se dirigió a la puerta de salida.
—¡Vamos, Leo! —gritó a medio camino, al ver cómo su hijo seguía de pie mirando al viejo—. Venga, que mamá se va a enfadar. Y
Pi
te estará esperando.
Leo giró sobre sus talones. Comenzó a caminar detrás de su padre.
—¡
Hey
, chico! —Oyó la voz a su espalda—. Tu padre se deja el cambio.
Leo se quedó congelado unos segundos. Luego se dio la vuelta. Desanduvo los tres pasos. Extendió el brazo por encima del mostrador para recoger la moneda que el señor Palmer depositó en su mano. Tras dedicarse una última mirada que el viejo comprendió pero Leo no, el niño se dio la vuelta.
Golpeó el mostrador con su mochila espacial.
Se dirigió al Aston Martin aparcado fuera, desde donde su padre emitió dos largos bocinazos.
—¿A qué has vuelto? —preguntó Amador cuando Leo se encaramó al asiento del copiloto, colocando la mochila espacial entre sus piernas.
—Te habías dejado el dinero.
Elevó la moneda a la altura de los ojos de su padre.
Amador lo pensó un instante, sacudió la cabeza y dijo:
—Qué raro. Será que el viejo ha querido invitarte. Pero es la última vez que robas. ¿Entendido, comandante? Cambio.
—Entendido. Cambio y corto.
Leo estalló en carcajadas.
La silueta de un choque de manos entre padre e hijo a la altura del retrovisor fue lo último que el señor Palmer vio desde la puerta de entrada.
Cuando el neón cambió de posición sobre su cabeza, un brillo violáceo llenó su cara de sombras.
AARÓN
Viernes, 12 de mayo de 2000
Los restos de agua mojaron el espejo y el suelo del baño cuando Aarón quiso echársela sobre el rostro. Le resultó casi imposible hacerlo a causa del temblor incontrolado de sus manos. Miró a sus pies, a los charcos sobre el suelo de mármol.
—Davo, no —susurró a su propio rostro, desfigurado por las gotas.
Intentó mojarse la cara por segunda vez. Volvió a fallar. Se giró y tuvo que agarrarse a la puerta para no patinar. Salió del piso mientras el niño con el que había trepado árboles y encendido fuegos a escondidas de sus padres se debatía entre la vida y la muerte sobre una camilla que varios médicos empujaban por los pasillos del Hospital Universitario de Arenas.
Aarón subió al coche y avanzó por una de las grandes avenidas del pueblo, silencioso y casi muerto en las noches de diario. Silencioso como un coche familiar aparcado junto a la acera. Muerto como el esqueleto de cimientos de una urbanización aún por construir. En las calles que rodeaban el centro del pueblo, la vida solo se intuía a través de las ventanas iluminadas de las cocinas o los dormitorios, en chalés protegidos por fortalezas de arizónicas. O en los corredores nocturnos ocasionales y el ruido de botellas cayendo en el contenedor verde para reciclar cristal.
Andrea esperaba en la calle, a la puerta de su casa. Aarón distinguió su menuda figura desde el coche. Tenía la cara oculta tras una maraña de pelo. Eso solo lo hacía en sus peores momentos.
—Vamos —dijo ella nada más subirse al coche. Llevaba un pañuelo en forma de pelota blanca en una mano. Aarón esperó a que le mirara. La escuchó sorber por la nariz con la mirada fija al frente—. Vamos —repitió.
Esta vez se apartó el pelo con una sacudida de cabeza y se dirigió a él. El verde siempre despierto de sus ojos parecía haberse apagado hasta convertirse en marrón. Su nariz pequeña y redonda de niña que hubiera crecido sin darse cuenta estaba roja, irritada por el roce del pañuelo que llevaba en la mano. Se frotó los labios entre sí, los mismos labios que tantas sonrisas habían enmarcado —cuando Andrea sonreía, lo hacía con tanta amplitud que casi se le cerraban los ojos por completo—. La humedad de su rostro reflejaba en las mejillas la luz anaranjada de las farolas. Aarón quiso abrazarla. El motor se revolucionó cuando utilizó el pie derecho como punto de apoyo para incorporarse. Lo dejó rugir mientras el cuerpo delgado de Andrea se sacudía en un llanto que mojó su cuello.
—Dime que lloras por lo que dije hace un rato allá arriba —le pidió.
Pero ella negó con la cabeza, la frente pegada a su hombro. En algún momento, el movimiento cambió y la negativa se transformó en asentimiento. Aarón resopló con fuerza. Abrió los ojos al máximo para intentar que el aire los secara. Ahuecó el pecho y se movió para obligarla a separarse. El freno de mano se le clavó en una pierna. Regresó al asiento. El motor dejó de quejarse.
—Vamos a estar tranquilos de momento, ¿vale? —dijo.
La agarró de una mano y ella se secó la nariz con el pañuelo. Asintió frotando otra vez los labios entre sí. Esta vez utilizó también los dientes.
Aarón desactivó las luces de emergencia. El coche empezó a moverse.
—No va a pasar nada —le dijo al volante.
Y fue entonces cuando un pensamiento atronador le golpeó en la cabeza por primera vez.
Ha sido mi culpa.
En ese preciso momento, en el hospital, el niño que le enseñó a besar a una chica y a emborrachar a un murciélago, el hombre que unas horas antes se había ofrecido a llevar las medicinas a la tienda del americano, terminaba de derramarse sobre la camilla y se asomaba al abismo del coma a través de un agujero abierto en su pecho por una bala que le había entrado por el lado izquierdo de la espalda.
Avanzaron sorteando varias rotondas en una noche de mayo más cálida de lo habitual en Arenas. No dijeron una sola palabra, y ni siquiera se dieron cuenta. Cuando Aarón entró de forma rutinaria en la calle del Open, una de las dos que daban acceso a la carretera que llevaba al hospital, Andrea quiso prevenirle, aunque reaccionó tarde.
—Coge mejor la calle del Aqua, esta va a estar... —el coche aminoró la velocidad hasta detenerse— cortada.
Divisaron a lo lejos las luces giratorias de dos coches policiales. Aarón reconoció el que siempre usaba Héctor. Hacía más de diez años que se paseaba con él por el pueblo. Seguro que Héctor nunca pensó que su propio hermano sería algún día, ese día, la víctima de la escena del crimen a la que tendría que acudir tras recibir la llamada de una voz masculina que apenas pudo hablar cuando dijo: «El chico, creo que lo han matado».
El brillo azul de las luces policiales se reflejaba en los escaparates del Open. En los dos surtidores de gasolina que había junto al pequeño aparcamiento de la tienda. En las ventanas del colegio que se levantaba al otro lado de la calle. En las pupilas de Andrea, que miró a Aarón como si aquella estampa le hubiera recordado algo importante que hubiera olvidado de repente.
—No, por favor —fue lo que salió de la boca de Aarón cuando aquella imagen que le ofrecía el final de la calle le obligó a asimilar el alcance de lo ocurrido.
Fue el propio Héctor, imagen difusa de hermano y policía, quien se abalanzó sobre ellos en el hospital. Disponía de las primeras noticias sobre el estado de David. Abrazó primero a Aarón. Luego agarró la cara de Andrea por las mejillas y la besó en la frente. Después, rodeó a ambos con los brazos extendidos, agarrándoles por los hombros. Las manos de Aarón y Andrea se entrelazaron. Héctor movió la cabeza de un lado a otro.
No.
—Ha entrado en coma —les dijo. Parecía el policía que comunica las malas noticias solo a los demás—. Dicen que de cuarto grado, y no sé qué de una escala de Glasgow. Nos han dicho que no. Que no creen que... —las palabras que faltaban para terminar la frase las pronunció con voz de hermano— no creen que salga de esta.
Una frase con la que David entraba en coma para Andrea y para Aarón, que gritó sin mover los labios. Quien sí movió los labios, en el mismo hospital, fue la señora Palmer. Tras el disparo, el señor Palmer se había desplomado sobre el suelo de su tienda. Había caído de rodillas, manteniendo aún el equilibrio unos segundos gracias a que utilizó las manos como tercer y cuarto apoyo. Eso no evitó que el dolor torácico que retorció su corazón lo derribara y lo dejara tirado boca arriba. Ahora permanecía enchufado al suero, traducida su vida al idioma del pitido intermitente. Su mujer le agarraba de la mano con la frente apoyada en el colchón. Cuando escuchó a su marido decir:
«I promised I'd never leave you alone, didn't
?», la señora Palmer abrió los ojos, dio gracias a Dios en voz alta y respondió:
«I just wanna go back to Kansas».
—De momento nadie puede entrar a verle —añadió Héctor. Con un golpe de cabeza, Andrea hizo que su pelo cayera hacia delante y ocultara su rostro.
Andrea apartó a Aarón con un ligero empujón de su cadera derecha, aquella en la que tantas veces había apoyado él su rostro para juguetear con su vello púbico después de hacer el amor. Con un rutinario giro de muñeca consiguió que la puerta cediera. «Un poquito atrás, y fuerte hacia la derecha», le había enseñado Aarón la primera vez.
—Abres tú mi casa mejor que yo —fueron las primeras palabras desde que salieron del hospital.
La casa era un primer piso en uno de los pocos edificios de apartamentos que había en Arenas, y cuando entraron, Andrea recordó la tarde en que Aarón se había mudado. «Como arquitecta que soy, te digo que esta casa podría aparecer en las mejores revistas de diseño, no de aquí, sino del mundo», había dicho, dando por finalizado el trabajo mientras se secaba el sudor de la frente con la muñeca y encestaba un trapo en el fregadero. Ella había terminado la carrera de arquitectura dos años después de que Aarón se licenciara. La Universidad del Noroeste, en Arenas, le ofreció ese mismo verano un puesto como profesora de geometría descriptiva para cubrir la baja por maternidad de Clara Sánchez, de quien ella había sido alumna. La cosa evolucionó a baja por depresión posparto, y continuó alargándose sin que Andrea supiera las razones. Cuando le ofrecieron un contrato indefinido como profesora, dejó de preocuparle lo que pudiera haberle ocurrido a Clara. «Pues por nosotros, como si se muere», bromeó Aarón el día en que celebraron la firma de ese contrato, consiguiendo que Andrea escupiera el champán en forma de surtidor mientras le daba un manotazo en el hombro. El recuerdo hizo sonreír a Andrea, años después, mientras observaba cómo había dejado Aarón la casa antes de salir corriendo al hospital. Un programa de venta a domicilio anunciaba en la televisión una almohada cervical revolucionaria. La pizza, ya del todo fría, se endurecía encima de la mesa. Las luces de la cocina estaban encendidas. Las del salón, también. En el espejo y el suelo del baño quedaban aún restos del agua con la que Aarón los había salpicado. Andrea observó el paisaje y se giró. Colocó una mano sobre el rostro de él. Como hacía siempre, acarició el hueso marcado de su mandíbula. Después, cerró la caja de la pizza y la llevó hasta la cocina. La dejó sobre el cubo de basura porque el tamaño extragrande, el que siempre pedía Aarón, no habría cabido ni en un contenedor callejero. Si fuera una noche normal, no pasaría ni media hora hasta que él se quejara de que la tapa del cubo no se levantaba al pisar el pedal y le pidiera por favor que la próxima vez dejara la caja a un lado. Si fuera una noche normal.