Authors: Paul Pen
Aarón dejó caer los hombros y suspiró con la frente apoyada en el volante. Tardó varios segundos en incorporarse. Cuando lo hizo, miró el reloj del cuadro de mandos. Eran más de las nueve. Entonces recordó. Había prometido al señor Palmer que le acercaría sus medicinas a la tienda cuando saliera de la farmacia.
Pensó qué hacer mientras se mordía el labio inferior. Después cogió su móvil del salpicadero. Presionó uno de los botones.
—Eh, tío, ¿cómo ha ido? —respondió David al otro lado.
—Bien —empezó a decir Aarón, pero se corrigió enseguida—: No, qué va, mal.
—¿Se lo has dicho? —preguntó sin necesitar respuesta.
Detectó en su voz que lo había hecho.
David Mirabal era muy bueno para saber lo que rondaba por la cabeza de su amigo Aarón. Como lo era su madre, Ruth, para saber lo que rondaba por la cabeza de Ana, la madre de Aarón. Ellas se habían conocido en la universidad, haciendo cola para matricularse en una carrera administrativa que no acabaron, igual que no acabaron casadas con los padres de los niños, tres años antes de traerles al mundo el mismo día. Quiso la casualidad que ambas jóvenes se pusieran de parto el mismo miércoles. Un miércoles excepcional, a principios de los setenta, que el clima de Madrid celebró con una de las nevadas más espectaculares que se recordarían en años.
—Creo que se lo ha tomado fatal. —Aarón abrió la puerta del coche y se giró para sacar las piernas, apoyando el brazo con el que sujetaba el móvil sobre el volante como tantas veces lo había apoyado sobre el hombro de David para medir con un palo la profundidad de un charco antes de saltar sobre él—. Pero es que se ha ido muy rápido. Apenas hemos hablado. Ya la conoces. Cuando Andrea no quiere escuchar...
—Voy para allá y me cuentas. —La última palabra sonó ahogada por el esfuerzo de David al levantarse de algún sitio—. ¿Estás donde me dijiste, en el mirador?
—Para, si por eso te llamo. Lo único que me apetece es irme a casa. En serio, quiero tirarme en el sofá, comerme una pizza enorme y ver cualquier cosa por la televisión. —Hizo un silencio antes de continuar—. Lo malo es que le prometí al americano que le llevaría sus medicinas a la tienda.
El señor Palmer, un americano de Kansas que había llegado a España en barco, llevaba más de la mitad de su vida al frente de aquella tienda. Compró la vieja gasolinera de Arenas a precio de ganga, y colgó sobre la puerta el cartel de neón que le robó a un jefe déspota, el de la otra tienda en la que había trabajado, en Galena, su pueblo natal. Cuando llegó, a mediados de los setenta, Arenas todavía no era más que una calle y un par de proyectos de futuras urbanizaciones. La fábrica de relojes instalada años antes a quince kilómetros había hecho que los primeros trabajadores se mudaran al pueblo, pero las comunicaciones por carretera con Madrid aún eran demasiado incómodas como para atraer a más gente. Después mejoraron la A-6 y Arenas empezó a crecer. En el mostrador de su tienda el señor Palmer comenzó a atender a un número cada vez mayor de jóvenes matrimonios. Los sábados de partido despachaba pipas y cerveza solo a los hombres, padres primerizos que se presentaban en la tienda con la bufanda de su equipo de fútbol atada al cuello, una radio pegada a la oreja y el primero de sus hijos subido a hombros. Las familias enteras llegaban un día más tarde, los domingos de paella, cuando los padres compraban la prensa para leer la crónica de lo acontecido en el partido del día anterior, las madres solicitaban al señor Palmer que les buscara la barra de pan más tostada, los niños pedían a gritos sobres de cromos para completar su colección de jugadores de la liga de fútbol y algún abuelo susceptible miraba desconfiado bajo su boina a aquel joven extranjero que todavía no había aprendido a manejarse con las pesetas. Y fue desde ese mismo mostrador —en el que finalmente logró familiarizarse con unos billetes demasiado coloridos y de números demasiados altos para alguien acostumbrado al dólar: de cien, de mil y hasta de cinco mil pesetas— desde donde el señor Palmer vio crecer el pueblo a medida que se construían en Arenas una universidad privada, un parque acuático y tantos chalés adosados como lágrimas derramó la señora Palmer, que echaba tanto de menos Kansas que casi parecía que ella y su marido hubieran emigrado a Oz y no a Europa.
—No entiendo por qué siempre le llevas las medicinas al americano —dijo David—. Que vaya él a la farmacia, como hace todo el mundo. Que no somos Telepizza.
Aarón miró la piedra sobre el salpicadero.
Recordó cómo el señor Palmer le había vendido sus primeras cervezas. Fue aquella vez que quiso impresionar a Andrea, cuando ni siquiera eran novios. Aarón no tendría más de diecisiete años. El americano lo sabía porque conocía a sus padres y le había visto crecer, pero aun así se dejó engañar. Le dio las cervezas y le pidió que se acercara para decirle algo al oído. Andrea reía junto a ellos, enredando un mechón de su pelo rubio entre los dedos. «Lucha por esta chica», le había dicho entonces el señor Palmer, quien arrastraba las erres mucho más que ahora. Y Aarón le había hecho caso. Dos años después comenzaron su relación. Diez años más tarde, hoy, él había decidido romperla.
Sentado en el coche, Aarón recordó las risas de Andrea después de la segunda cerveza.
—... para estarte preocupando de nadie más —continuaba David al teléfono.
—¿Cómo? —preguntó Aarón, intentando retomar la conversación.
—Que bastante tienes tú encima ahora como para estarte preocupando de nadie más. No le tendrías que haber acostumbrado a llevárselas tú.
—Si no me cuesta nada, hombre, el pobre se pasa el día metido en la tienda. —Aarón volvió a mirar la piedra—. Y que me deje llenar el tanque del coche sin pagar también influye.
—¿En serio? ¿Te deja hacer eso?
—A veces —contestó Aarón.
—Ya decía yo que ahí había algo raro.
—Y le he dicho esta mañana que le llevaría las medicinas en cuanto cerrara la farmacia, pero con... con todo esto de Andrea... —Aarón cerró los ojos al oírse llamar así a lo que acababa de ocurrir— se me ha pasado. Me he dejado las medicinas allí, ni siquiera las he traído.
—Bueno, pues ya se las llevarás mañana, ¿no?
—Son antihipertensivos y vasodilatadores.
—¿Tiene el corazón chungo o qué?
—La presión arterial alta —concretó Aarón—, debería llevárselas hoy. Pero es que no me apetece nada volver a la farmacia, ir a la tienda... —dejó la frase en suspenso.
—Vamos, que quieres que vaya yo.
—¿Puedes?
Aarón escuchó suspirar a David al otro lado del teléfono.
—Puedo. Claro que puedo. En mi día libre. A hacer un servicio que no tenemos por qué hacer. Y si quiere, también le doy un masaje en los pies —dijo David—. Que sí, joder, que voy. Pero voy por ti, porque imagino cómo estás. Una cosa, ¿estará el jefe en la farmacia?
—Qué va, hoy se fue pronto. Cuando cerré ya no estaba. Las medicinas del americano están en el mostrador, me las dejé ahí.
—Espero que no aparezca de repente el jefe. Me apetece cero verle la cara en mi día libre y...
—Pues no te preocupaba tanto que apareciera cuando te llevaste a Sandra la otra noche —le interrumpió Aarón.
—Cabrón —contestó David, que se rio enseguida—. Aunque sigo sin entender qué problema hay en montárselo en una farmacia. Es la primera vez en veintinueve años que una tía me deja a medio hacer. Estoy seguro de que a mi hermano no le ponen problema cuando se las lleva al coche patrulla.
—No creo que Héctor se haya llevado a ninguna tía al coche patrulla. Los policías no hacen eso... ¿no?
—¿Que no? No estés tan seguro. Los hermanos Mirabal somos capaces de cualquier cosa por un poco de acción.
Aarón percibió cómo David terminaba la frase hablando cada vez más despacio, como si pensara en otra cosa.
—¿Qué haces? —preguntó Aarón.
—Que no sé dónde están las llaves de la farmacia, macho. Un día sin ir, y ya las he perdido.
Aarón oyó abrirse cajones y cerrarse puertas a través del auricular.
—Las tengo —señaló por fin David—, tengo las llaves. Y acabo de encontrar en un cajón las fotos de nuestra primera borrachera. ¿Me puedes explicar qué hacíamos en pelotas subidos al sauce del lago?
—Que tuvo que recogernos tu hermano en el coche patrulla. —A Aarón le sorprendió descubrirse riendo—. Hace mucho de eso —hizo el cálculo de forma automática y se le congeló la risa en la boca—, y ya estaba con Drea.
—Vale, necesitas irte a casa —resolvió David, que también dejó de reír—. ¿Tengo que ir ya a lo del americano?
—Si puedes, sí. Le dije que iría en cuanto cerrara, pero si...
—Pues voy ya —le cortó—, que tardo cero coma. Así le digo que me llene el tanque del coche gratis.
—Eh —soltó Aarón—, que eso es secreto.
—Ya hombre ya, es coña. Oye, ¿pero me paso luego por tu casa con unas cervezas y me cuentas lo de Andrea?
—No, déjalo, estaré dormido. Hablamos mañana.
—Como quieras. Yo las cervezas me las voy a comprar igual. Ya empezaremos a ahorrar para el viaje otro día.
La mención del viaje hizo sentirse mal a Aarón. Porque aún no le había dicho nada a Andrea. Le iba a costar acostumbrarse a no compartirlo todo con ella.
Sacudió la cabeza y dijo:
—Gracias por ir, en serio. No creo que...
Dejó la frase a medias cuando supo que no hubiera podido acabarla con la garganta encogida.
—Anda, cuelga, que tampoco es para tanto. Y los tíos no lloramos, ¿vale? —dijo David cuando entendió lo que estaba ocurriendo.
Aarón sonrió al suelo. Parpadeó con fuerza. Devolvió el móvil al salpicadero y apoyó los codos sobre las rodillas.
Miró al pueblo, que se levantaba como una maqueta observada desde las alturas. Buscó con la mirada el Aquatopia, el parque acuático que presumía de tener el tobogán más grande de toda Europa, visible desde cualquier punto de Arenas. La silueta del Giga Splash y otros toboganes formaban parte del paisaje habitual del pueblo. Igual que los centenares de chalés que conferían a Arenas su característico aspecto de villa ideal para vivir en familia. La apertura de la Universidad del Noroeste, a la que ya asistió el señor Palmer a mediados de los ochenta, atrajo primero a los estudiantes. Con ellos, vinieron sus familias. Más familias. El sector privado de la construcción no tardó en explotar el filón, construyendo urbanizaciones cada vez más alejadas del centro histórico del pueblo, que perdió toda su importancia. Como también lo hizo su nombre real: Arenas de la Despernada (nombre que todos los habitantes acortaban por comodidad, o quizá también para evitar la referencia a la mujer de la nobleza que, según la leyenda, había perdido ambas piernas durante la fundación del pueblo). La población se aglutinó en chalés con jardín delantero y trasero, cuidadas vallas y pequeñas piscinas de originales formas. La empresa familiar de los hermanos Moreno les hizo de oro, con un eslogan que les funcionó a la perfección: «Una forma de piscina por cada vecina». El ayuntamiento también supo explotar la situación cuando ofreció matrícula universitaria gratuita a aquellos niños que hubieran completado su ciclo escolar en el colegio del pueblo. Una medida que terminó por definir la población de Arenas, a tan solo cuarenta kilómetros al noroeste de Madrid, como una ciudadanía joven y familiar, formada por matrimonios con dinero que se trasladaron desde la gran ciudad para vivir en un lugar donde sus hijos podían empezar la guardería y licenciarse en la universidad sin necesidad de salir del pueblo. Unos niños que además vivirían una infancia feliz creciendo en Lago Arenas, otro símbolo local, o lanzándose por los toboganes del Aquatopia.
No muy lejos de las siluetas de los toboganes, Aarón, desde su coche detenido en las alturas, identificó su casa. Después sus ojos distinguieron el brillo verdoso del cartel de la farmacia en la que había iniciado sus prácticas el último curso de licenciatura. Y en la que había seguido trabajando hasta hoy.
Aarón retorció las manos en el volante. El plástico rechinó bajo su piel en el silencio de la noche en que había reunido el valor necesario para echar de su vida a la mujer que era todo sonrisas e indescifrable juego de caderas. Una mujer que incluso había llegado a perdonarle su desliz con Rebeca Blanco, la estudiante en prácticas que ayudó a Aarón durante unos meses en la farmacia y en quien Aarón buscó la sensación de aventura que faltaba en su vida. Un desliz que él acabó reconociendo. Y Andrea perdonando, porque prefería el dolor de la traición al de la pérdida. Una demostración de amor que para Aarón no fue suficiente. Porque Aarón seguía queriendo descubrir cómo sería la vida sin Andrea Alejarse de ella para saber si de verdad la quería tanto como pensaba. Saberlo antes de formar una familia y no tener ya nunca la opción de conocer la verdad. «Venga tío, pues hazlo. Díselo», le había animado David a tomar la decisión semanas antes. «Cuéntale todo esto que me acabas de decir. Que lo que te pasó con Rebeca puede ser un síntoma, que sientes que te has perdido muchas cosas en estos diez años de relación. Y que no estás preparado para ser padre. Si no lo estás, no lo estás. Eso no se puede forzar», había insistido. Después, solo para intentar animarle, había propuesto hacer un viaje. «Pedimos una semana libre y nos vamos a cualquier lado. Yo qué sé, a Cuba —había dicho David, como si esa isla estuviera en la Luna—, tú y yo solos. Para celebrar tu nueva vida. O para llorar juntos. Lo que tú prefieras.»
Aún hipnotizado por la luz verde que brillaba a lo lejos, Aarón cerró los ojos y quiso detener los recuerdos. Después, aunque quiso evitarlo, la mirada se le escapó al salpicadero. Allí estaba la piedra que recogieron del lago la noche que todo empezó. La noche en que por primera vez le dijo a Andrea que la quería. Aarón lo había planeado para hacer coincidir el momento con el solsticio que dio inicio al primer verano de los noventa, sentados ambos sobre la manta que extendió a orillas del Lago Arenas. Lo que no planeó fue el impulso incontenible que le hizo tirarse vestido al agua para gritarle a Andrea lo que ella en realidad ya sabía. Con los brazos extendidos, las gotas chorreando desde sus brazos hasta la superficie brillante del lago, Aarón le tendió una mano y le dijo: «Ven al agua». Una invitación que sustituyó ya para siempre la declaración de amor que se dice todo el mundo. Porque desde esa noche, que fue la más corta de aquel año, ellos nunca se dijeron las dos convencionales palabras, sino simplemente «ven al agua».