Authors: Paul Pen
—Vete por el jardín-repitió.
El timbre volvió a sonar, una nota aguda y dos más graves.
Linda alzó la cabeza y miró a Victoria. Cuando intentó decir algo, ella negó con la cabeza. Las palabras se deshicieron sobre su lengua antes de existir. A Linda le hubiera gustado entrar en el cuarto de Leo para ahuecarle la almohada.
Se dio la vuelta y comenzó a bajar las escaleras en dirección al salón. A mitad de camino, escuchó su nombre y se quedó quieta.
—Linda —dijo la voz que le llegaba por la espalda—, cuando abraces a tus hijas, piensa en por qué yo no puedo abrazar a mi hijo. —La voz hizo una pausa—. Si nos hubieras avisado de esa carta...
—Esa carta no hubiera cambiado nada, usted ya tenía mucho de no
abrasar
a su hijo —se atrevió a responder Linda, empujada por un calor repentino.
Continuó bajando por la escalera enmoquetada tras recuperar la compostura.
El timbre sonó una tercera vez. Linda miró la maleta que había dejado junto a la entrada principal. Atravesó la estancia en aquella dirección. Cuando el timbre sonó por cuarta vez, lo sintió vibrar sobre su cabeza. Recordó la orden de la señora. Agarró el equipaje y abrió la puerta.
Fuera esperaba un hombre, apoyado sobre un par de muletas. A su lado, una mujer. Linda salió de casa y la maleta chocó con una de las muletas. Pidió disculpas. Luego, extendió el asa del equipaje, dejó escapar una bocanada de aire por la boca, y se marchó de la casa que nunca había sido su hogar. Las ruedas de la maleta se atascaron a cada metro del camino de grava.
—¿Hola? —preguntó Andrea al interior de la casa—. ¿Victoria? Soy Andrea.
Victoria se encontraba otra vez con una mano inerte alrededor de un pomo que había vuelto a olvidar cómo girar. Lo apretó con mucha fuerza antes de soltarlo como si quemara. Apoyó la frente sobre la puerta. La acarició con ambas manos. Acercó una oreja y la pegó a la madera para escuchar a su hijo moverse en el interior de aquella habitación vacía. Se golpeó la cabeza dos veces.
—Te traigo lo que me pediste —se oyó desde abajo.
Victoria comenzó a bajar la escalera. Primero se movió lentamente, apoyando ambos pies en un mismo escalón antes de dar el siguiente paso. Después recuperó las fuerzas y caminó hacia la entrada haciendo sonar sus tacones como las tribus que golpean sus tambores antes de proceder al ataque.
Al otro lado del marco vio, junto a Andrea, a un hombre que pudo haber sido fornido. Apoyado en unas muletas, David observó la llegada de Victoria con un ojo abierto y el otro casi cerrado. Había algo desconcertante en su rictus y el perfil de sus labios. Había también una hermosa serenidad en su mirada incompleta y una cualidad bondadosa en su media sonrisa.
—¿Es él? —le preguntó a Andrea.
Andrea asintió. Esperaba que Victoria les invitaría a pasar. No lo hizo. Tan solo miró a David de arriba abajo sin cambiar el gesto. Él se sintió incómodo. No supo qué decir.
—Has dicho que me traes eso —dijo Victoria.
Durante un segundo, Andrea dudó. Pensó en agarrar el bolso, coger a David del brazo y dejar a esa mujer que los despreciaba consumirse sola en su dolor.
—¿Está Amador? —preguntó. Cerró la cremallera del bolso.
Victoria gritó el nombre de Amador, forzando su garganta exhausta. Él oyó la voz de su mujer por encima de la melodía de
Seasons in the sun, que sonaba a volumen máximo en los altavoces de su despacho.
—Seguro que no me oye —explicó Victoria—, cuando se encierra en su despacho se olvida del mundo. Pero puedes estar tranquila. Lo veré con él.
Tras decir aquello, Victoria extendió una mano frente a las caras de Andrea y David. Andrea apretó el bolso contra su vientre. Miró a David. Él captó la duda en los ojos de su amiga. Pero después asintió. Y señaló a Victoria con la cabeza.
Andrea comprendió. Con dos dedos, abrió la cremallera del bolso. En el tenso silencio, sonó igual que un engranaje de maquinaria industrial. Extrajo el disco. En su funda de plástico, la tarjeta grapada con las palabras: «Leo en el Aqua». Volvió a mirar a David. Él hizo un gesto afirmativo. Andrea extendió el brazo y colocó el disco sobre la mano de Victoria.
—Es lo que hubiera querido Aarón —le dijo.
Victoria bajó la mirada. Permaneció en silencio. Andrea apreció un ligero temblor en su barbilla. —Gracias —dijo Victoria. Después recogió el brazo con rapidez.
Y cerró la puerta frente a ellos.
Fuera, David observó cómo cambiaba de intensidad el brillo en los ojos de Andrea. Con una mano, la empujó hacia él. Ella apoyó la frente sobre su hombro.
—Es lo que hubiera querido Aarón —repitió David.
En el interior de la casa de los Cruz, Amador bajaba las escaleras atendiendo a la llamada de Victoria. Se la encontró en el salón, de pie frente al televisor. Cuando vio a su hijo en la pantalla, Amador tuvo que hacer un esfuerzo para no caer.
«Es que soy un poco raro», decía.
Victoria alzó la mirada hacia su marido. A continuación, caminó hacia el centro de la estancia. Levantó el teléfono y se lo colocó en el hombro. Amador la veía, borrosa, tras el tamiz vidrioso de las lágrimas contenidas.
—Por favor, ¿a quién llamas ahora? —consiguió preguntar.
Dentro de su bolsillo, apretó la foto de un café en San Francisco.
—A la televisión local de este maldito pueblo —respondió Victoria—. Le di mucho dinero a aquella gorda para que no emitieran las imágenes de Leo. Se pueden ir preparando.
La uña de su dedo índice, la que hacía sonar enganchándola en el pulgar derecho, se quebró a la altura de la carne.
FIN