Authors: Paul Pen
Lo dijo dos veces. Andrea se lo había repetido otras muchas desde el día del atraco. Su madre también. Lo había tenido delante todo el tiempo.
—David no ha muerto —dijo una tercera vez—. Él no cuenta —añadió—. Y yo no iba a estar aquí.
Miró la hoja en la que acababa de escribir su nombre. Él tendría mañana 29 años, 4 meses y 3 días. El 12 de junio de 2000. Pero él no iba a estar en Arenas ese día. No podría haber ido al Open. Porque había dejado a la mujer de su vida y había decidido irse con su mejor amigo de viaje a Cuba justo en la fecha marcada. Nada le habría hecho quedarse.
Nada.
Nada salvo un disparo que dejara a su amigo postrado en una cama. Nada salvo el sentimiento de culpa y el descubrimiento de algo que le obsesionara tanto como los atracos representados en aquellas hojas que tenía ante sí.
Una carcajada grotesca, llena de terror, se le escapó de la boca cuando entendió.
—Todo esto es por mí.
Cogió el papel del «12 de mayo de 2000» y lo arrugó con una sola mano hasta convertirlo en una bola.
El atraco de Davo no cuenta.
En el lugar que había ocupado, colocó el que acababa de crear, encabezado con la fecha «12 de junio de 2000». Un mes después. El mes de diferencia que hacía que todo coincidiera. Como siempre. «Mañana te traeré yo tus medicinas. Tenemos un acuerdo, ¿no?», recordó haberle dicho a Palmer hacía unas horas.
—Porque Palmer tendrá mañana 53 años, 3 meses y 2 días.
Reconoció un inexplicable sentimiento de triunfo cuando pensó en Andrea. Cuando pensó en decirle:
¿Te acuerdas cuando dijiste que no creías en el destino? Pues todo esto es una jodida estrategia de ese cabrón. Porque mañana se producirá el verdadero cuarto atraco del Open. Y en este tengo que estar yo. El penúltimo antes del quinto. Mañana me toca mí. Será mañana cuando nazca ese niño.
«Ese cabrón», pudo haber dicho.
El salón y todo el apartamento comenzaron a dar vueltas a su alrededor. Sintió la mesa desplazarse bajo sus brazos. De alguna manera, la pared izquierda pasó a ser la derecha y la silla se balanceó hacia delante y atrás como mecida por una ola de madera que atravesara el suelo. Sintió que el estómago se le subía hasta la garganta. Se levantó con esfuerzo. Tuvo que caminar con un brazo extendido tocando la pared para mantener el equilibrio. Llegó al baño justo a tiempo de vomitar en el interior de la taza. Con cada arcada notaba la sangre bombear en su cabeza y palpitar en el derrame de su ojo.
Se vació.
Al levantarse, aún tardó un tiempo en dejar de sentir la estancia ondular bajo sus pies. Se sentó en la taza. Apoyó la cabeza sobre ambas manos, apretando los párpados con las palmas hasta que vio dos enormes puntos blancos. Saboreó la bilis al inicio de la garganta. Intentó carraspear, suspirar, y lo que salió de su boca fue un gemido sordo procedente del estómago, el sonido de quien acepta la certeza de su propia muerte.
—No.
Aarón se secó los ojos y se sorprendió ante la gravedad de su voz. Desapareció el frío de su cuerpo y cesó la actividad agotadora en el interior de su cabeza. Las manos parecieron secarse de repente. Su ritmo cardíaco se estabilizó en una cadencia de latido normal, lo notó sobre todo en el cuello. Disfrutó de aquella serenidad durante un instante. Luego se levantó.
Sabía lo que tenía que hacer.
Buscó primero en la cocina. Después en el salón. Movió los papeles sobre la mesa. Levantó los cojines del sofá. No recordó haber ido a la habitación desde que había llegado, pero buscó allí también. Regresó al baño y miró a ambos lados de la taza. Se quedó quieto. Giró la cabeza y cerró los ojos. Entonces recordó.
Se dirigió a la puerta de entrada y abrió. Miró al otro lado, encontró lo que esperaba. Había dejado las llaves puestas cuando cerró la puerta. Las cogió sin darse cuenta de que sonreía. Volvió a cerrar de un portazo. Con el pulso firme, introdujo la llave. La giró hacia la izquierda. Cuatro veces. También aseguró la cadena. Sacó la llave y la apretó con las demás en el interior de su mano izquierda. Se dio la vuelta. Recorrió la distancia hasta el gran ventanal del salón por el que a veces le espiaba Hugo del Castillo. Subió la persiana tirando de la cinta con un solo brazo y sintió una punzada de dolor en el hombro. Entornó los ojos esperando la luz del sol. Se quedó con la boca abierta cuando se encontró con la oscuridad anaranjada de una noche de farolas y luna en cuarto creciente. Abrió la ventana y pudo sentir el calor del aire. Alguien había montado una barbacoa. Sin dudarlo, y como si todo aquello formara parte de una rutina diaria, Aarón echó hacia atrás el puño en el que guardaba el llavero y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia la calle.
— ¡No me vas a coger!
—gritó.
Oyó las llaves caer sobre asfalto. El ruido sonó lejano. El olor de la barbacoa le hizo sentir hambre, pero el estómago que no terminaba de asentarse le obligó a ignorarla. Se dirigió a la cama.
Nada me va a hacer salir de aquí
, pensó.
Vació los bolsillos de monedas, móvil y tarjeta del Colegio de Farmacéuticos sobre la mesilla. Se dejó caer de espaldas en la cama sin desvestirse. Tenía ganas de dormir.
Solo cuando vio amanecer, entendió lo absurdo que había sido pensar que podría conciliar el sueño. Aarón estuvo varias horas acostado mirando la luz de la mañana escalar por la pared de la habitación antes de que sonara el teléfono.
Era el de casa. Lo dejó sonar. A él no le costaba nada permanecer impasible mientras alguien en algún lugar se desesperaba al oír el décimo tono incontestado. Hubo un momento de silencio. Entonces empezó a vibrar el móvil sobre la mesilla. Estiró el brazo para cogerlo y lo colocó delante de la cara para ver quién era.
—Drea —intentó decir, pero la garganta no le funcionó como debería y la palabra sonó a flema.
—¿Aarón?
—Drea —la segunda vez quedó mejor—, soy yo. Estoy en casa.
—Pero si acabo de llamarte a casa.
—Estoy en la cama —dijo, y se arrepintió al momento. Cuando la oyó suspirar al otro lado se arrepintió aún más—. Drea, no te vas a creer lo que he descubierto. Tenía razón.
Con un rápido movimiento de piernas se sentó a un lado de la cama y apoyó ambos antebrazos sobre los muslos. Su propio olor le recordó que llevaba veinticuatro horas con la misma ropa.
—Hice mal algunos cálculos.
—No quiero saber nada —replicó ella—. Nada, ¿me oyes? Ni siquiera debería llamarte. Es por la farmacia.
—¿La farmacia? —Tragó algún resto amargo en su boca y arrugó la nariz—. ¿Qué pasa?
—Te van a echar —dijo. Hizo una pausa, la misma que hubiera hecho para disfrutar de la cara que él pondría si lo hubiera tenido delante—. Llevas todo el mes sin ir. ¡Todo el mes! Ha tenido que llamarme tu jefe. Tú ni siquiera coges el teléfono.
—¿Que no cojo el teléfono? —Quiso sonar sorprendido, pero recordó el montón de llamadas perdidas que alguna vez había visto en su móvil y que había descartado sin ni siquiera revisarlas—. ¿Dónde estás? Oigo gente.
—En el Centro Oeste. Aarón, escúchame. Te van a echar del trabajo, ¿me oyes? ¿Cómo vas a pagar la casa? Cómo las vas a pagar, ¿eh? ¿Vas a perderlo todo por ese montón de papeles de tu mesa?
—Me hiciste un derrame en el ojo —dijo.
Se lo acarició por encima del párpado.
—¿Un derrame? —La voz de Andrea pareció suavizarse, pero ella no se lo permitió—. No sabes cómo está tu jefe. Lleva un mes atendiendo él solo la farmacia. Ha aguantado tanto tiempo por lo que pasó con David, pero ahora está cabreado de verdad. Tú no tienes excusa. Además, para colmo, la mujer del señor Palmer apareció por allí diciendo que no le habías llevado las medicinas a su marido o no sé qué. Se ha enterado de que le sacas la gasolina gratis a cambio de llevarle las medicinas a la tienda.
—¿Y eso qué le importa a él?
—Yo qué sé. Pero no le ha hecho ninguna gracia. Quiere que te presentes hoy en la farmacia. Eso lo primero. Pero también quiere que vayáis a la tienda del americano a aclarar vuestro... vuestro trapicheo ese. Aarón, levántate ahora mismo y vete a la farmacia. Te dan tu última oportunidad. Te vas a quedar sin trabajo.
—Hoy no puedo salir, es hoy cuando se producirá el cuarto atraco y...
—¿Ya estamos? —interrumpió ella.
—Drea, escúchame. No lo entiendes. Hoy no puedo salir de casa. Lo haré mañana. Mañana empiezo. Te lo prometo.
Andrea chistó para hacerle callar.
—No puedo salir hoy —insistió él—. Incluí el atraco de Davo como parte de la serie y resulta que me equivoqué...
—¡Para! Por favor, para —suspiró. Aarón se la imaginó con los carrillos inflados, soltando el aire y dibujando una gran O con los labios—. Voy a colgar.
—Hoy es el cuarto atraco. Hoy me toca a mí.
—Aarón —dijo. Él creyó escuchar un matiz de llanto—. Como tenga que ir yo a dar la cara por ti a la farmacia, o como tenga que ir yo a solucionar lo de tu trapicheo con el americano...
—¡Pero qué trapicheo! —Esta vez fue él quien no la dejó terminar—. Un momento, ¿tú? ¿Para qué vas a ir tú?
—Aarón, por favor, reacciona, ¡te van a echar del trabajo! —gritó por encima de una locución que solicitaba la presencia de alguien en alguna de las plantas del centro comercial—. Si no vas tú, tendré que ir yo. Ya me inventaré algo. Les diré que sigues fatal, Aarón... yo qué sé. Pero te juro que como...
—Andrea. —Se levantó de la cama y caminó por la habitación con la mano libre apoyada en la cintura—. Andrea, escúchame. Ni se te ocurra ir a la farmacia, y mucho menos al Open, a solucionar lo del americano. No puedes. Y no vas a hacerlo, ¿me entiendes?
—¿Y qué hago? ¿Quedarme de brazos cruzados mientras veo cómo lo pierdes todo? Estoy muy —alargó la vocal para reforzar el sentido de la palabra— cabreada contigo, pero no voy a permitir que te destruyas de esta forma.
—Está bien. —Aarón levantó el brazo como si tuviera que demostrar que no iba armado—. Está bien. Iré yo. Voy a la farmacia, hoy sin falta. Pero prométeme que no vas a acercarte por allí. Yo me encargo de mi jefe y del americano, tú no vas a ir ni a la tienda ni a la farmacia. Prométemelo.
Agarró el teléfono con las dos manos.
—Prométeme tú que vas a ir de verdad. Ya ni siquiera puedo confiar en ti —dijo, y pensó en Rebeca.
—Lo haré. Te lo prometo.
—Más te vale. Es tu trabajo y es tu casa. No la mía. Ya has perdido... —dejó la frase a medias.
Aarón supo cuáles eran las palabras que no dijo.
—Voy a ir —repitió él. Andrea no entendió la declaración de amor que se escondía en esa frase.
Ese cabrón lo tiene todo bien...
—... atado —murmuró Aarón.
—¿Qué dices?
—Que no te preocupes más. Estaré allí. Hoy vuelvo al trabajo —dijo.
Luego pensó en el llavero que había lanzado por la ventana.
—Por cierto —agregó ella, con una voz que vibró de alegría en un sonido único y exclusivo de Andrea Sandiego—, Davo ha empezado a mejorar. Aún no ha abierto los ojos, pero los médicos dicen que está volviendo. Se va a poner bien. Espero que vayas a verle.
—Lo haré —dijo—. Tenía que ser así, tenía que ponerse bien —añadió.
Sonrió al confirmar que el atraco de Davo no había sido más que una trampa. Que no tenía por qué haber víctimas.
—Voy a llamarte esta noche para saber si has ido a la farmacia y solucionado lo del americano.
—Hablamos esta noche. Y si no...
«Nunca olvides que...», quiso decir Aarón. Pero Andrea le colgó, y sus palabras se disolvieron en la saliva seca y amarga que sucede a una noche de insomnio. Aspiró con fuerza. Casi llegó a saborear el olor de la manzanilla. Dejó caer los hombros y tiró el teléfono a la cama. Se quedó con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, mirando a ninguna parte.
—Esto no se puede cambiar.
Sin embargo, se resistía a rendirse. Vestido con la misma ropa del día anterior, empezó a buscar la solución a los dos problemas que tenía por delante.
El primero, cómo iba a salir de casa.
Y el segundo, de dónde iba a sacar el arma para ir a la tienda del americano.
—¿Ese cabrón del destino se cree tan listo como para conseguir llevarme hasta allí? —preguntó—. Ya veremos quién es más espabilado.
Abrió el armario. De uno de los cajones sacó la primera camiseta que encontró. Frotó sus axilas con la que se acababa de quitar. Miró el teléfono sobre la cama y pensó en llamar a su madre. Ella era la única, aparte de Andrea, que tenía otro juego de llaves. A Andrea desde luego no podía pedírselas. ¿Cómo explicarle que había lanzado las suyas por la ventana después de encerrarse? Aarón miró a su alrededor e imaginó lo que diría su madre si viera la casa en ese estado. Quizás habría llegado hasta ella la noticia de que pensaban echarle del trabajo. Desechó la idea. El móvil volvió a sonar. Aarón miró por encima de las sábanas. Era su madre.
—Lo sabe.
Se puso la camiseta limpia y miró en dirección a la ventana, justo por encima del cabecero. Lo pensó unos segundos antes de subirse a la cama y empezar a caminar sobre ella. En algún momento de la noche había abierto la ventana esperando que entrara un poco de aire fresco que nunca llegó a entrar. Se asomó sacando la mitad del cuerpo. Se colocó una mano en la frente para hacerse sombra en los ojos. Justo debajo de él, no tan lejos en realidad, se extendía una de las zonas ajardinadas que daban acceso a la piscina comunitaria del edificio. Movió la cabeza a ambos lados. Volvió a meterse en la habitación y gateó, esta vez sobre las sábanas, hasta que pisó suelo firme. Caminó hasta la mesa del salón, pegada a la ventana por la que había lanzado las llaves.
No pudo evitar echar una última ojeada al montón de papeles. Repasó con la mirada el boceto de lo que había supuesto que ocurriría esa misma noche en el Open. Vio su nombre y el del señor Palmer. Bajo su círculo, releyó la palabra «Víctima». Sintió un escalofrío. Se preguntó quiénes serían los «Testigos». Al último círculo le había colocado dentro la palabra «Asesino». Cogió el bolígrafo.
—No si te cojo yo primero y tú te conviertes en la víctima —dijo en voz alta.
Tachó ese círculo. También tachó con varias líneas la palabra «Víctima» debajo de su nombre. Sus ojos repararon en un dato que había repasado con fuerza días atrás. Un recuadro enmarcado varias veces con el mismo bolígrafo, hasta rasgar el folio en las esquinas de la figura. Dentro de ella, ocupando dos filas, las palabras: