Authors: Paul Pen
El segundo chorro le atravesó la garganta. Llegó hasta el estómago como un puñetazo. Una arcada lo sacudió violentamente. Gran cantidad de líquido salió expulsada hacia fuera. No fue como si vomitara, el líquido simplemente fluyó por su cuerpo: primero hacia dentro, luego hacia fuera.
Cuando pudo mantener los ojos abiertos, vio a Edgar riéndose en el suelo. Dos botellas vacías de Coca-Cola Light giraban sobre sí mismas junto a él. Brecha también reía. Y Claudia. Mordía el palo ya desnudo de su polo de limón. Le señaló junto a sus tres amigas, y el aparato dental de una de ellas brilló al reflejar la luz del sol.
El calor ambiental secó el refresco enseguida. Leo sintió la cara acartonada. Pegajosa. La camisa blanca se había teñido de marrón. Los zapatos se le resbalaron entre los dedos y cayeron al suelo. Una nueva oleada de carcajadas llegó amortiguada hasta sus oídos taponados. La moneda que le acababan de regalar también cayó. Rodó sobre el asfalto.
Cuando se atrevió a mirar otra vez a su madre, la vio taparse la boca con una mano.
Leo recorrió el camino hacia el coche sin preocuparse de esquivar los charcos de gasolina, dejando que sus pies descalzos se hundieran en el líquido.
—¿No pensarás subir así? —le preguntó Victoria cuando abrió una de las puertas traseras—. Mírate, estás lleno de... Y tus pies... Ve por la acera, que yo iré a tu lado. Pero ponte los zapatos, no te vayas a cortar.
El último día de clase, Leo regresó a casa caminando junto al coche de su madre. Llevaba la mano izquierda agarrada a la puerta del copiloto y la camisa empapada pegada al cuerpo. La molesta sensación de los zapatos encharcados de agua, Coca-Cola y gasolina le incomodaba a cada paso.
En cuanto llegaron a casa, Leo subió al baño, se limpió y se encerró en su cuarto. Abrió el libro de astronomía y se enfrascó en la lectura. Aunque, más que leer, lo que hizo fue escapar.
Seguía leyendo cuando anocheció. Le sonaban las tripas. Decidió salir a pedir permiso para cenar. No estaba seguro de que su madre fuera a permitírselo. Mientras quitaba la silla de la puerta, sonó el teléfono por primera vez. Al cuarto timbrazo de la primera llamada, Victoria cogió el inalámbrico del salón.
—¿Diga? —preguntó en el momento en que Leo terminaba de bajar las escaleras—. ¿Diga? —repitió.
Al otro lado, solo vacío.
Preguntó una tercera vez antes de colgar.
—Ahora bajas, ¿no? —le dijo a Leo cuando advirtió su presencia.
—Tengo hambre, mamá. ¿Puedo cenar?
Hubo algo en su voz que la conmovió.
Un nuevo timbrazo del teléfono la distrajo del niño.
—Sí, diga.
Ya no era una pregunta, sino una orden.
No surtió efecto.
—Oiga, ¿quién es?
Amador habló desde la cocina:
—¿Qué pasa?
—Nada, que no me contestan —dijo con el teléfono aún en la oreja. Luego colgó—. Sí, cielo. Claro que puedes cenar. ¿Qué tipo de madre te crees que soy?
Victoria se dirigió a la cocina. Preguntó por Linda a su marido cuando ambos se encontraron en la puerta. Leo avanzaba por el salón.
El teléfono volvió a sonar.
—¡Pero qué coño! —saltó Amador. Agarró a Victoria de un brazo indicándole que se quedará allí—. Yo lo cojo, a ver si también se atreve con un hombre.
Leo estaba junto al teléfono.
—¡No lo cojas! —le gritó Amador—. A ver, ¿qué es esto? —respondió cuando levantó el aparato—. Puedo ver en la pantalla el número desde el que me está llamando. Hace por lo menos diez años que no tiene sentido gastar bromas por teléfono. Cuelgue, que ya le llamo yo —añadió.
Amador estaba enfadado, pero no asustado. Y se sabía más listo que el otro. Colgó el teléfono. Buscó la última llamada recibida. Presionó el botón de marcar. No dio línea. La otra persona aún no había colgado.
—¿Qué coño está haciendo? —gritó al silencio. Tras unos segundos, colocó el teléfono sobre el pie del cargador—.Y tú no aprendas de tu padre. Palabrotas, ni una.
Le pellizcó la barbilla a Leo.
—¿Quieres contarme lo que ha pasado hoy en el colegio?
Leo bajó la cabeza.
Mientras Amador regresaba a la cocina, Victoria le hizo un gesto para avisarle de que Leo había cogido el teléfono. —¿Hola? —preguntó a la nada. Y no escuchó nada.
Hasta que escuchó algo. Una respiración.
—¿Leo? —dijo la voz. Pronunció el nombre de una forma extraña—. ¿Eres Leo? Escúchame, Leo, sé que ya te han avisado de lo que puede pasar el catorce de agosto. No vayas a esa tienda. Voy a intentar que no pase nada. Pero tú no debes ir. Yo soy...
Leo devolvió el teléfono a su base sin dejar que aquel hombre terminara. Comenzó a temblar. A parpadear de forma extraña. Amador y Victoria se arrodillaron junto a su hijo. Lo sacudieron en un intento de hacerle reaccionar. Cuando Victoria reconoció la mirada de terror en el niño —pues era la misma que la del día en que bajó las escaleras con el sobre en la mano, idéntica a la del aparcamiento del Aquatopia—, se levantó y fue a la cocina. Se sirvió un vaso lleno de agua y hielo picado de la nevera. Masticó antes de beber.
En una cabina telefónica del pueblo, un hombre se golpeó la cabeza dos veces contra el cristal y luego apoyó la frente sobre la ranura para las monedas. Cogió su par de muletas y se las colocó bajo al brazo con la intención de marcharse.
Pero entonces descolgó otra vez el teléfono, extrajo un papel de su bolsillo y marcó un número.
AARÓN
Domingo, 11 de junio de 2000
Aarón agarró el volante. Lo soltó. Repitió la acción varias veces antes de poder mantener las manos pegadas a él. El interior del coche olía a plástico caliente. Bajó la ventanilla y observó por el retrovisor lateral cómo el hombre que acompañaba a la mujer embarazada se arrodillaba para besar su tripa. Más atrás, dos operarios con mono azul trabajaban en algo frente a la salida del colegio.
El volante dejó de arder entre sus dedos. Aarón no prestó atención al cambio de marchas y arrancó en segunda con violentas sacudidas del coche. Rio cuando las dos ruedas del lado derecho bajaron de la acera haciéndole golpear el techo con la cabeza. Sorteó la rotonda al final de la calle principal para coger la carretera que conducía al Hospital Universitario de Arenas.
—Al americano hay que pedirle las cosas dos veces —dijo.
Luego, aceleró hasta doblar la velocidad permitida.
Tenía ganas de saber el nombre de aquel niño.
Varios vehículos, entre ellos dos ambulancias, ocupaban de forma dispersa algunas plazas de aparcamiento. Aarón dejó el coche junto a un Renault de color gris. Se miró en el espejo retrovisor. Se pasó ambas manos por el pelo, sobre las orejas, como un adolescente nervioso peinándose para su primera cita. Con los dedos índice y pulgar repasó sus labios resecos para ordenar como pudo los pelos irregulares de la descuidada barba. Se atusó las cejas con tres golpes incontrolados.
—Bueno, venga, ya está.
Salió del coche. Olvidó subir la ventanilla. Estaba pensando en lo que iba a decirle a la chica que estuviera en recepción. Notó por encima de la tela vaquera de su pantalón la tarjeta de farmacéutico colegiado que había metido en el bolsillo. «Vaya, ¿tendré que llamarle de usted a partir de ahora?», bromeó Andrea el día que se la dieron.
Una de las ambulancias arrancó, sin luces ni sirenas, y abandonó el aparcamiento. En la plaza contigua apareció un coche de policía que Aarón no había advertido antes. En un acto reflejo que le sorprendió, flexionó las piernas para ocultarse tras el capó. Quizá fuera el coche de Héctor. Quizás Héctor estaba en ese momento junto a la cama de David, el hermano al que ahora visitaba todos los días para verlo respirar. Agazapado, Aarón forzó la vista. No había nadie en el interior del vehículo.
Zigzagueó entre los coches en su camino hacia la entrada. Era un hospital pequeño, privado. De lejos, podría incluso parecer una urbanización más, compuesto como estaba por módulos de apenas dos plantas adosados unos a otros. La entrada, de techo alto, le recibió tras las puertas acristaladas con una mezcla de olores a desinfectante y medicamento. El recuerdo le pilló por sorpresa. Le hizo erguirse de golpe, como hacía el inesperado golpe de agua fría de la ducha cuando Andrea abría sin avisar el grifo del lavabo —«Lo siento», solía decir entre risas, con la espuma de la pasta de dientes desbordándose por sus comisuras y salpicando el espejo—. El olor le transportó de forma inmediata a la noche del 12 de mayo, cuando él y Andrea cruzaron esas mismas puertas para ver a Héctor negar con la cabeza.
Ha sido tu culpa.
Creyó que las rodillas le iban a fallar. David estaba ahora mismo en ese hospital. Y no se sentía con fuerzas de ir a verlo así, con la sábana hasta al cuello, un pitido intermitente sonando en la habitación, mirando a la cara de su madre, o de Héctor, o de quien fuera... Se raspó los nudillos contra el pantalón vaquero. Sintió la rigidez de la tarjeta del Colegio de Farmacéuticos. Recordó para qué estaba allí. Una señora de pelo gris, desde unos asientos dispuestos en un pasillo a su derecha, lo observaba con aburrida atención. Aarón le sonrió y se dirigió hacia la recepción.
—Porque él no te merecía —oyó decir a una joven vestida con bata blanca que le daba la espalda detrás del mostrador, con el culo apoyado en el escritorio.
El chico con quien hablaba parecía más joven que Aarón, pero acusaba una calvicie incipiente. Tenía la cara delgada, los pómulos muy marcados. Sentado sobre una silla de oficina con ruedas, advirtió la presencia de Aarón. Asomó una cara sonriente tras el cuerpo de su compañera y señaló con los ojos para hacerla entender. La chica volvió la cabeza, se mordió el labio inferior al verlo y, sin decir nada, se despidió de Miguel —el nombre que pudo leer Aarón en una ficha que colgaba en su pecho— con un pellizco en el hombro.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle? —Se agarró al escritorio alargando los brazos. Se acercó rodando y se levantó. Miró a Aarón de arriba abajo y corrigió el saludo—. ¿En qué puedo ayudarte? Quieres que alguien te mire ese ojo, ¿no es eso?
Aarón tardó en comprender. Después recordó el derrame que Andrea le había provocado.
—No, esto no es nada —carraspeó—. Verás, vengo de una de las farmacias de aquí, de Arenas. La última que abrieron, hace unos seis años. ¿La conoces?
—Sí, creo que sí —dijo Miguel, arrugando la cara.
—Esta mañana nos han hecho un pedido de unos medicamentos para un niño de cuatro semanas —mintió—. La madre estaba algo alterada.
Miguel asintió.
—Ya la ha visitado el médico en casa. No es más que una fiebre ligera y algo de tos y mocos —continuó Aarón—, pero ya sabrás cómo son las madres primerizas. Además, está sola en casa y no puede dejar al bebé con nadie, así que me he ofrecido a llevarle yo cuanto antes las medicinas que le han recetado.
—Pobre... —dijo Miguel.
—Y lo peor de todo es que hemos colgado el teléfono antes de que me dijera su dirección —improvisó Aarón. Enseguida cayó en la solución que podía tener aquello, y añadió—: Y el teléfono que tengo en la farmacia es uno de esos antiguos, de góndola, y no tiene identificador de llamada. Mi jefe, que es un antiguo.
Miguel se mantuvo serio unos segundos. Después comprendió. Abrió los ojos y la boca de forma sincronizada.
—¿Y cómo vas a llevarle ahora las medicinas a ese pobre niño? —dijo.
Aarón quiso sonreír ante el éxito de su embuste. Se contuvo y forzó un gesto de preocupación.
—Por eso he venido aquí —respondió enseguida—. La mujer vive en Arenas, así que el niño ha nacido aquí, seguro. Qué madre va a querer irse a Madrid pudiendo dar a la luz al lado de casa, ¿no? No sé si tú podrías mirar el registro de nacimientos del hospital. Su madre me dijo que el niño tenía cuatro semanas, así que debió de nacer el día... —Aarón fingió hacer unos cálculos, y a continuación añadió—: El doce de mayo.
Miguel también parecía estar calculando. Se miraba la mano derecha mientras tocaba con el pulgar la yema de los otros cuatro dedos.
—No —concluyó—, si hoy es domingo once de junio, hace cuatro domingos era catorce de mayo.
Miguel levantó la mano con la que había hecho las cuentas. Apretaba el pulgar con fuerza contra el dedo anular, donde debían de haber acabado sus cálculos.
—Sí, es el catorce de mayo —repitió. Aarón sintió ganas de retorcer esos dedos. —Tampoco creo que fueran cuatro semanas exactas —dijo Aarón, comenzando a pellizcarse la pierna, a la altura del muslo, sin darse cuenta.
—Bueno, empezamos por ese día y vamos viendo. ¿Qué es lo que necesitarías saber?
—La dirección —respondió—, o el teléfono. Para que pueda llevarles las medicinas.
La mirada de Miguel se desvió a su mano izquierda, la misma con la que se pellizcaba el pantalón de forma nerviosa. Aarón notó que algo cambiaba en las arrugas de su frente.
—Me dijiste que venías de... —empezó Miguel.
—De una farmacia del pueblo.
Aarón sintió gotas de sudor condensarse al final de su espalda.
Con toda la seguridad que fue capaz de transmitir, sacó de su bolsillo la tarjeta del Colegio de Farmacéuticos. Se la mostró. El recepcionista la cogió. La miró por ambas caras. Después, manteniendo esas arrugas en la frente que parecían dibujar signos de interrogación, observó a Aarón.
—Vale —dijo Miguel—. Voy a buscar entonces por el catorce de mayo.
—De hecho, creo que la madre me dijo que el niño nació el doce de mayo, por eso antes dije esa fecha —insistió Aarón.
Escribió un doce imaginario con el dedo sobre el mostrador.
Miguel se quedó pensativo unos segundos. Aarón tuvo ganas de gritarle.
—Bueno, mira, lo que puedo hacer es buscar en un intervalo de una semana. Tampoco nacen tantos niños en la misma semana en este hospital, no...
—Estoy casi seguro de que la madre dijo el doce de maye —repitió Aarón.
—Y yo estoy casi seguro de que si hubiera dicho el doce de mayo, me lo habrías comentado desde el primer momento en vez de lo de las cuatro semanas.
Aarón sintió el dolor del fuerte pellizco en su pierna. Tuvo miedo de haber metido la pata. De haber estirado demasiado la confianza de aquel recepcionista.
—Voy a buscar en la semana del siete al catorce de mayo —concluyó Miguel—. Y si no te importa, voy a ser yo quien llame a esa madre para confirmar que su hijo está enfermo y ha hecho un pedido a tu farmacia.