Authors: Paul Pen
—No. No te creo. Ni siquiera te he entendido —dijo. Agitó las manos a ambos lados de la cabeza. Su mirada se escapó sin querer a una estantería, en cuya esquina reposaba la piedra del lago—. Y voy a hacer todo lo posible por olvidar esta conversación. Porque me da igual. Y me da igual porque Davo se está muriendo mientras tú y yo hablamos. Y es él quien necesita tu ayuda. No un... un niño del futuro —improvisó—, que ni siquiera sabes si existe.
—Pues es muy fácil saber si
el niño del futuro
—la imitación de Aarón sí fue intencionada— existe o no.
No dijo más. Cruzó las piernas en dirección a Andrea y enganchó las manos en sus rodillas.
—Aarón, no vas a hacerlo.
—Intenta detenerme.
Aarón balanceaba la pierna derecha hacia delante y hacia atrás, pivotando sobre la rodilla izquierda. Al estirar el pie, su tobillo chasqueó.
El sonido le resultó repugnante a Andrea.
—Vete a la mierda —le dijo.
Sin pensarlo siquiera, cogió los papeles que acababa de colocar sobre el portátil y se los lanzó a la cara.
La esquina de uno de los folios rasgó la córnea del ojo izquierdo de Aarón. La sangre empezó a encharcarse desde el lagrimal hasta el iris mientras el párpado superior se contraía involuntariamente provocándole pinchazos de dolor. Un chorro de lágrimas anegó su visión.
—No te vayas —dijo Aarón, sin ver a Andrea por última vez. Y podía estar llorando o no cuando oyó la puerta cerrarse.
LEO
Sábado, 21 de marzo de 2009
La mañana sorprendió a
Pi
dormido en el tejado, desde donde había observado aquella silueta acercarse a la entrada de casa de los Cruz y alejarse con paso intranquilo. El sol había regresado con fuerza. El olor de la humedad escapándose de las tejas de pizarra negra sobre las que el gato descansaba se colaba por la puerta semiabierta de la terraza de la habitación de Leo. Fueron sus pies desnudos los primeros que se despertaron al calor del sol, dando la señal de alarma que hizo que Leo abriera los ojos y encogiera las piernas para resguardarlas en la sombra menguante sobre su cama.
—Sus papas andan desayunando en el jardín —le dijo Linda cuando él se asomó a la puerta de la cocina—. Tienen tostadas.
Se acercó a Leo para acariciarle la mejilla y guiñarle un ojo. Sonrió, pareció querer decir algo, pero cuando Victoria entró en la cocina se interrumpió.
—Ya estás aquí. Iba a sacarte de la cama —dijo. Llevaba en la mano un zumo de naranja servido en copa de champán—. Vamos, cielo, estamos fuera, en el jardín.
Amador leía el periódico. Los aspersores del riego automático dieron la bienvenida a Leo con un silbido cuando emergieron del suelo para dibujar semicírculos de agua sobre el césped aún húmedo de la noche anterior.
—Con lo que llovió ayer, deberíamos pararlos —dijo Victoria, sentada a la mesa.
Se puso unas gafas de sol, miró al jardín arrugando la nariz. Su mirada persiguió uno de los aspersores, girando la cabeza en un gesto similar al de un perro hipnotizado con los limpiaparabrisas del coche.
—Casi va a ser más complicado desprogramarlo y luego volverlo a programar —contestó Amador mientras daba un sorbo a su café, sin levantar la mirada del periódico—. No pasa nada. Con el sol que hoy va a hacer se secará enseguida.
Tras devolver la taza a la mesa, cerró el diario y navegó entre las páginas con ambos pulgares. Miraba la esquina superior de cada una de ellas. Finalmente, extrajo una que dobló por la mitad. La dejó enfrente de Leo, al lado del plato con dos tostadas cubiertas de mermelada.
—Buenos días, comandante. Toma, y un bolígrafo. —Lo sacó del bolsillo de su camisa y lo puso sobre el
sudoku.
—¿En cuánto tiempo crees que lo hago esta vez? —preguntó Leo.
A su lado, Linda vertía cucharadas de cacao soluble en una taza. Leo le indicó que quería otra más con un gesto de asentimiento. Ella llenó una última cuchara formando una montaña desproporcionada y ambos sonrieron. Enseguida, Linda echó encima la leche tibia; sabía que si la señora lo veía el regaño iba a ser para ella.
—Si tardas más de tres minutos es que estás perdiendo facultades.
—Cielo, desayuna primero —interrumpió Victoria—. Ya jugarás luego. Debes de estar muerto de hambre después de no haber querido cenar ayer.
Leo apartó su taza. Cogió el bolígrafo. Encorvado sobre la mesa, apoyó la frente en su mano derecha y comenzó a escribir sobre el periódico números que más tarde tachaba o repasaba con fuerza. Anotaba algunos fuera de la cuadrícula, otros dentro.
A veces miraba durante mucho tiempo alguna de las casillas vacías e introducía con seguridad una cifra. Al final recorrió con el bolígrafo cada una de las filas de la tabla, moviendo ligeramente los labios, hasta que lo dejó caer. Golpeó la mesa con la palma de la mano como si accionara el pulsador de un concurso televisivo. Amador revisó las anotaciones de Leo como haría la profesora con el examen de su alumno más brillante. Elevó las cejas para que él lo viera antes de meter la hoja en el resto del periódico.
—Venga, ahora a desayunar, que la mermelada esta buenísima.
Leo dio un gran trago a la taza de chocolate. Disfrutó de la fugaz sensación de felicidad que le proporcionaba el olor a cacao. También le ocurría con el de la manzanilla. Con un bigote marrón dibujado sobre su labio, dio un mordisco a la tostada. Notó el frescor del melocotón a ambos lados de la lengua.
—Veo que estás mejor —intervino Victoria—. ¿Has dormido bien?
Leo asintió. Aunque era mentira. Le costó tragar el segundo mordisco.
—Cielo —Victoria se acomodó en la silla, se levantó las gafas, y las apoyó sobre su cabeza—, ayer fue solo el primer día. Tu actitud de no querer hablar con el psicólogo complica...
—Victoria —atajó Amador—. Déjale. Que termine de desayunar.
—Solo complica las cosas —acabó.
Se bajó las gafas. Miró a Amador tras el refugio de los cristales. Tamborileó sobre la mesa. Volvió a entretenerse con el movimiento de los aspersores.
Linda reapareció de repente, sigilosa como siempre. Dejó sobre la mesa el montón de correspondencia diaria; en Arenas, el cartero solo descansaba los domingos. Lo dejó más cerca de Amador que de Victoria. Entre el gran sobre amarillo del
National Geography
al que Amador seguía suscrito porque nunca encontraba tiempo para darse de baja, y el catálogo
Venta
que llegaba a nombre de Victoria Huelva y que siempre acababa en la basura sin abrir, Victoria, Amador y Leo advirtieron el filo marcado en azul y rojo de un sobre de correo aéreo. Ninguno dijo una palabra.
Victoria se quitó las gafas. Miró al niño. Después, a su marido. Leo miró a su padre con los ojos muy abiertos. El miedo complicó la digestión del desayuno. Amador esperó a que Victoria cogiera el sobre. Ella alargó el brazo sin dejar de mirar a Leo, tratando de descifrar en el rostro del niño, dirigido a Amador, alguna expresión que no fuera la del susto que parecía haberle contraído los músculos de todo el cuerpo. Victoria respiró hondo. Miró el sobre mientras expulsaba el aire por la boca. Permaneció callada durante un minuto. Amador seguía sin reaccionar, sin devolver la mirada a Leo. Por fin, Victoria miró a su marido y dijo:
—Es para ti. —Le lanzó el sobre con un movimiento de muñeca—. ¿Quién demonios te escribe desde San Francisco?
—¿San Francisco? —preguntó él.
Si hubiera estado más atenta, Victoria se habría dado cuenta de que el rostro de su marido se encendía como no lo había hecho en mucho tiempo. Al menos no cuando la miraba a ella.
Amador cogió el sobre. Tenía las manos frías. Para quitarle importancia y evitar sospechas, lo abrió allí mismo. Era una foto. La misma de siempre. Del café en Lombard Street donde conoció a María, la escritora mexicana por la que decidió no apostar. Solo eso. Ni una palabra escrita.
—Nada, una postal de mi compañero de habitación del máster —mintió Amador—, que se va a casar este verano —improvisó.
Rápidamente, volvió a meter la fotografía en el sobre e hizo desaparecer la carta. Temió que Victoria pidiera que se la enseñara. Más tarde la extraería del bolsillo trasero de su pantalón y la rompería, dejando caer los pedazos en el cubo de basura y removiendo el contenido para que quedaran debajo de los restos del pan tostado del desayuno, al igual que se empeñaba en mantener el recuerdo de aquel romance debajo de un montón de sueños incumplidos. María seguía intentando que Amador no la olvidara. Y lo hacía enviando una vez al año, o quizá cada dos, la misma foto de la misma cafetería.
—Hijo, tú tranquilo, ¿ves cómo no era nada? —desvió la atención hacia Leo.
Leo notó un matiz diferente en la voz de su padre.
—No —dijo Victoria—, si Leo estaba tranquilo. Él ya sabía que esa carta no era para él, ¿verdad? No la habías escrito tú, así que no podía ser otro... ¿cómo podríamos llamarlo?, otro... aviso de muerte.
Pi
apareció de la nada. Una sombra negra que cayó de repente. Aterrizó sobre la mesa, a un lado de Leo. Derrapó sobre el mantel. Las tazas sonaron al vibrar sobre los platos. La copa de Victoria, aún llena de zumo de naranja hasta la mitad, se tambaleó sobre la base circular y se desplomó. Vació su contenido sobre la blusa de Victoria, quien se llevó una mano al pecho ahuecado y lanzó la otra hacia el animal.
Pi
recibió un golpe en el hocico. Regresó al suelo con un grave maullido y un movimiento aún más brusco que terminó de sembrar el caos sobre la mesa.
—¡Leo! —gritó Victoria—. ¡Linda!
La asistenta ya estaba alrededor de la mesa intentando recomponer el desastre del mantel. Leo y Amador la ayudaron. Victoria, alejada unos pasos, metió una servilleta en un vaso de agua y frotó la mancha de la blusa. Colocaron los platos uno encima del otro, con los bordes del pan de molde amontonados en lo alto. Linda recogió el mantel llevando los extremos hacia el centro. Amador hizo ademán de cargar alguna de las torres, pero tiró dos vasos al intentar cogerlos con los dedos. Linda le pidió que no se preocupase.
—Ya me ayudará Leo —dijo. Como todo lo que decía, sonó a disculpa—. ¿Verdad que sí? Venga conmigo a la
cosina
—le indicó—, deje que sus papas disfruten de su mañana libre.
Victoria, demasiado atenta a su propia desgracia textil, ni siquiera intervino en aquel diálogo. Amador, que realmente quería disfrutar de su mañana libre, dejó que Leo ayudara a Linda con los trastos. En dos viajes —en el último Leo llevó a la cocina una caja de cereales que no había tocado pero que le dejó fascinado con la ilusión óptica que hacía parecer que la espiral dibujada en el dorso se movía sola—, la mesa quedó libre y Victoria y Amador regresaron a sus pasatiempos matutinos. Él, a la lectura de la prensa nacional mientras recordaba la camisa blanca de María descubriendo lentamente un pecho cuando cortaba cebolla. Ella, a mirar el jardín mientras repasaba en su cabeza el encuentro con el doctor Huertas del día anterior.
En la cocina, Leo dejó la caja de cereales sobre la barra, junto al resto de escombros que el ataque de
Pi
había provocado. Linda interrumpió su labor en el fregadero cuando vio las intenciones de Leo de regresar junto a sus padres. Se secó las manos en el delantal rosa, a juego con el resto del uniforme. Se interpuso en el camino del niño y cerró la puerta de la cocina con la espalda. Miró primero a ambos lados. Luego, le agarró de la mano.
—Venga conmigo —susurró.
Le guió a la otra puerta de la cocina, la que daba acceso a unas escaleras que bajaban al sótano. Allí tenía Linda su habitación.
El olor a detergente y ropa planchada envolvió a Leo. Notaba húmeda la mano de Linda. Advirtió un matiz extraño en su sudor. La habitación de Linda era una división improvisada al final del cuarto de lavandería, sin ventanas. Disponía de una cama pequeña, una cómoda y un armario. A Leo le resultó divertido ver dos uniformes iguales al que Linda vestía en ese momento. Recordó una viñeta graciosa que mostraba el armario de Batman. Sobre el cabecero de la cama, clavadas en la pared, vio unas fotos de Linda en una playa con dos niñas más pequeñas que él, otra foto de un hombre en uniforme militar, y una pegatina con una bandera azul y blanca.
—¿Esa es la bandera de El Salvador? —preguntó.
Linda le soltó la mano. Lo sentó en su cama. Se recogió el pelo, liso y negro, por detrás de las orejas. Sus mejillas morenas parecían más carnosas vistas desde tan cerca.
—Leíto, mire, ya vi lo que pasó con sus papas y aquella carta que usted encontró el pasado verano. Y no me gusta verlo triste a usted. Ni que le anden
hasiendo
visitar a un doctor. —Se detuvo un instante—. No sé si
hise
bien —dijo, con su acento robando al idioma siempre el mismo fonema.
De un bolsillo, o quizá de debajo del delantal, extrajo un sobre blanco y alargado.
—La encontré en el
busón
esta mañana junto con las otras cartas.
Dise
que es para usted.
Leo sujetó el sobre que Linda le tendía. En letras impresas esta vez, alguien había escrito claramente su nombre:
LEONARDO CRUZ
Intentó recordar si la mujer pelirroja se había dirigido a él por su nombre. Un sudor frío que reconoció en el acto dibujó un trazo de terror a lo largo de su espina dorsal. La presión en el pecho le obligó a abrir la boca para respirar.
—No la abra —le pidió Linda.
Pero Leo ya había extraído el papel que encontró en el interior.
Alguien quiere advertirte de que algo malo pasará en agosto de 2009. No recuerdo el día. No sé más. Cuéntale esto a un adulto o a tus padres. No puedo hacer más. No puedo jugarme
Eso era todo. Unas líneas mecanografiadas, interrumpidas a mitad de una frase, impresas en un folio convencional. Leo dejó caer las manos sobre sus rodillas. El papel cayó al suelo. El sobre también. Miró a Linda. Ella identificó la expresión. Era la misma que le dirigió su hija menor el día que se despidió de ella en el aeropuerto sin poder explicarle por qué tenía que marcharse tan lejos. Linda abrazó a Leo con fuerza. El olor a suavizante se hizo aún más penetrante. Cuando Leo empezó a temblar, siseó de forma involuntaria como solo sabe hacerlo una madre, aunque no todas.
El grito llegó con fuerza desde la cocina.
—¡Leo! ¿Dónde demonios estás?
Victoria parecía enfadada. Su voz y el ruido de los tacones la delataban. Linda se asustó por el grito. Y por la forma en que Leo saltó entre sus brazos. La puerta de la cocina se abrió sobre sus cabezas.