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Authors: Paul Pen

El aviso (23 page)

—¿Leo? —dijo Victoria al aire de la escalera antes de empezar abajar—.¿Linda?

Leo se separó del calor de Linda haciendo un gran esfuerzo, como un cachorro al que destetan antes de tiempo para llevarlo a sacrificar. Se tiró de rodillas al suelo. Cogió la carta. La metió en el sobre. Se dio cuenta ahora de que le faltaba una esquina. Los tacones de Victoria sonaban cada vez más cerca. Linda se puso a estirar las sábanas y a ahuecar la almohada.

Cuando Victoria se asomó a la habitación, se encontró a Leo de espaldas mirando las fotos que Linda tenía sobre el cabecero de la cama.

—¿Esta es la bandera de El Salvador? —le preguntó de nuevo, ignorando la emoción que pretendía ahogar su voz.

—Sí —contestó Linda—, esa es.

A ella le patinó la voz en la garganta. Volvió a pensar en sus hijas cuando reconoció el miedo en los ojos del niño. Sentía la presencia de Victoria a sus espaldas.

—Perdonad que interrumpa la clase de geografía. —Entró al cuarto tocando el techo con una mano, como si le agobiara el espació o se le fuera a caer encima—. ¿Se puede saber qué haces aquí?

—Quería saber cómo era...

—La bandera de Linda —interrumpió Victoria mirando a su alrededor—. Ya. Pero ni tú ni yo tenemos por qué estar en la planta del servicio —dijo. Agarró a Leo por el brazo y añadió—: Ven, quiero que veas lo que ha hecho ahora tu gato.

Leo dedicó una última mirada a Linda, que no se atrevió a dirigirse a Victoria. Subió a la cocina guiado por su madre. Las tres esquinas del sobre, escondido bajo el pantalón y sujeto con la goma del pijama, se le clavaban en la tripa y en las ingles.

Atravesaron la cocina en dirección al jardín. Leo sentía la mano fría de su madre arrastrándole tras ella. El corazón le latía fuerte en el pecho, la amenaza le ardía en la entrepierna, el miedo le quemaba de frío por dentro.

Tenía ganas de gritar y de llorar. Pero no pensaba hacerlo delante de ella. Si Victoria hubiera mirado a la cara de su hijo y no al suelo bajo la mesa en la que habían desayunado, allí donde empezaban las huellas húmedas de leche y cacao que se adentraban en el salón y recorrían, estampándola en marrón, la alfombra persa blanca, habría visto la palidez en el rostro de Leo y la mirada que se perdía como si no fuera capaz de enfocar la realidad que tenía delante. Pero Victoria siguió sin darse cuenta de nada mientras gritaba a Leo, señalando el rastro de marcas que
Pi
había dejado en su huida del lugar del crimen. Su voz llegó amortiguada a los oídos de Leo, sus gestos ralentizados tras el filtro de pánico que esta vez no dejó estallar a la vista de sus padres. Cuando Victoria terminó con la reprimenda, que Leo capeó como capeaba la lluvia de insultos que podían caerle en cualquier momento en el colegio, alzó la cabeza hacia su madre.

—Lo siento —dijo—. Regañaré a
Pi.

—Sobre eso —dijo Victoria, mientras salía al jardín para acercarse a Amador, que seguía sentado en el mismo sitio y había contemplado lo ocurrido con un nudo en el estómago—, tu padre y yo —posó ambas manos sobre el hombro de su marido—, hemos pensado que quizá debamos regalar ese gato.

Leo corrió a su habitación, sin detenerse cuando oyó a papá gritar su nombre, y
Pi
se le unió en algún momento durante el trayecto. Cerró la puerta. Colocó la silla entre el suelo y el picaporte, aunque no hubiera hecho falta hacerlo, porque nadie intentó abrirla. Se dejó caer en la cama, ya completamente expuesta al sol del mediodía.
Pi
se colocó a su lado de un salto. Apoyó la cabeza sobre el vientre de Leo.

—Espera —le dijo al animal.

Se sacó el sobre del pantalón. El temblor de sus manos hizo que el papel crujiera, como agitado por el viento. Lo miró. Repasó con el dedo el filo de la esquina que faltaba. Tuvo que parpadear para limpiarse las lágrimas. Leyó otra vez su nombre. Lo veía borroso. En el primer sobre, el de correo aéreo, no aparecía su nombre. Creyó recordar que la mujer pelirroja tampoco lo había dicho. De lo que sí estaba seguro era de que aquella mujer se había sorprendido al descubrir que Leo ya estaba al tanto de lo que podía ocurrir el 14 de agosto, así que ella no sabía nada de la primera carta. Leo releyó el contenido de la que tenía ahora entre sus manos. La persona que la había escrito no conocía la fecha exacta que sí sabían el autor del primer mensaje y la mujer pelirroja. Aunque las tres comunicaciones le avisaran de lo mismo, cada una parecía tener diferentes grados de información.

—¿Cuánta gente quiere avisarme?

El reflejo del sol sobre la superficie blanca del papel le cegó. Sintió el vello erizarse en todo su cuerpo. Las lágrimas se desbordaron finalmente de sus ojos.

Leo comenzó a romper la carta en pedazos cada vez más pequeños. Quedaron dispersos sobre él y
Pi
. Trató de calmarse diciéndose a sí mismo que, a pesar de lo que dijeran papá, mamá y el psicólogo, todo aquello estaba ocurriendo de verdad. Él no había escrito la primera carta. La mujer pelirroja existía, como existió el polvo del aparcamiento del Aquatopia que lo cubrió por completo aquella mañana. Y este sobre había llegado hasta él porque Linda lo había encontrado en el buzón, lo cual significaba que alguien, una persona real, lo había dejado ahí, pues no tenía sello, franqueo, ni dirección. Apretó a
Pi
con fuerza cuando pensó en lo que pasaría si esos avisos estuvieran en lo cierto.

Hablaban de agosto.

Y ya estaban a finales de marzo.

Capítulo 17

AARÓN

Sábado, 10 de junio de 2000

Aarón estaba de pie frente al cubo de basura, en la cocina. Afuera era de noche.

Sostenía entre las manos la carpeta granate con los billetes de avión a Cuba. En uno estaba escrito el nombre de David Mirabal. En otro, el de Aarón Salvador. En ambos, la misma fecha de salida. El 10 de junio. Hoy.

Recordó cómo David había tenido la idea de hacer el viaje para entretener su mente tras la ruptura con Andrea: «Venga, tío, pues hazlo. Cuéntale todo esto que me acabas de decir. Que lo que te ha pasado con Rebeca puede ser un síntoma, que sientes que te has perdido muchas cosas en estos diez años de relación. Y que no estás preparado para ser padre. Si no lo estás, no lo estás. Eso no se puede forzar. Pedimos luego una semana libre y nos vamos a cualquier lado. Yo qué sé, a Cuba. Para celebrar tu nueva vida. O para llorar juntos. Lo que tú prefieras».

Aarón rompió los billetes por la mitad.

Una lágrima ardió sobre el derrame de su ojo.

Los pedazos cayeron en el interior de la bolsa de basura.

—Ha sido mi culpa —dijo Aarón al apartamento vacío.

Después giró la cabeza y miró la mesa llena de papeles. Solo había una forma de mitigar esa culpa.

Se acercó a la mesa y se sentó. Buscó en los cajones. En el fondo de uno de ellos encontró lo que buscaba. Tiró de la esquina rayada en azul y rojo de lo que parecía ser un sobre. De lo que era un sobre. Un sobre nuevo, no tan limpio. Lo sacudió. Virutas de lápices afilados cayeron al suelo.

Puso el sobre en la mesa, junto a las hojas que Andrea le había lanzado a la cara hacía unos días. Buscó entre el montón de folios desordenados. Encontró el último que le había mostrado. En la parte de arriba, en letras grandes, él mismo había escrito «14 de agosto de 2009».

—Exactamente nueve años, tres meses y dos días después de que dispararan a Davo el doce de mayo —dijo al aire—, la fecha que tengo que decirle al niño del futuro —volvió a imitar la forma en que lo había dicho Andrea— para evitar que pase lo que no tiene que pasar.

Abrió la boca y emitió un ruido sordo con la garganta, imitando el sonido de la afición en un estadio de fútbol cuando el equipo anfitrión anotaba un tanto.

—Y si de verdad me he vuelto loco como piensa Drea, y todos estos números no significan nada —dijo con seguridad, como cuando los domingos, al preparar el trabajo de la semana, recitaba en alto los pedidos de medicamentos que debía hacer—, entonces no va a morir ningún niño en el Open, no tenemos de qué preocuparnos, y esta carta no puede hacer tanto mal.

Buscó un bolígrafo sobre la mesa. Dio con uno azul metido en la espiral de un cuaderno. Lo agarró con la mano izquierda.

—Hay mucho que ganar —continuó—, y poco que perder.

Giró el bolígrafo sobre su pulgar y añadió:

—¿Verdad, Davo?

Pronunció el nombre de su amigo sin sobresaltarse.

Cogió una hoja nueva. Se dispuso a escribir.

No necesitaba las palabras de Andrea para saber que la idea de ir al hospital podía salir mal. Quizá no le dieran la información del nacimiento. Y si conseguía localizar a los padres del niño, lo más probable es que llamaran a la policía en cuanto les contara lo que había descubierto. Eso no le preocupaba. Tenía una estrecha relación con la policía local de Arenas. Y lo volvería a intentar más adelante. Pero si no había para Aarón un
más adelante
lo suficientemente largo como para poder hablar él mismo con ese niño, pues empezaba a asustarle la idea de haber burlado al propio destino, entonces tendría que funcionar la carta. Una carta que pensaba entregar al señor Palmer, el hombre que mejor conocía a todo el pueblo. El hombre en cuya tienda iba a producirse la muerte de ese niño.

—Aunque el americano no estará en ese atraco —soltó a la habitación vacía—, ¿te crees que no lo sé? Tendrá más de sesenta en ese año, y esa edad no forma parte de la escena. —Agitó la cabeza, como si estuviera diciendo verdades elementales—. Pero tendrá tiempo de entregar mi carta. —Agarró el folio con ambas manos, extendió los brazos en paralelo a la mesa, lo examinó—. Mi sistema de seguridad.

De repente, todo resultó de una coherencia perfecta, casi sobrecogedora. Sintió un escalofrío en la parte baja de la espalda, sonrió al papel y escribió:

No pretendo asustarte, pero explicarlo sería casi imposible. Por favor, no vayas a la tienda de la gasolinera de Arenas. La tienda del americano. No vayas el 14 de agosto de 2009. No quiero asustarte, pero podría ser la fecha de tu muerte. No vayas. Lo siento, tenía que avisarte.

Dobló el folio dos veces por la mitad. Lo introdujo en el sobre. Chupó el pegamento. El sabor amargo le hizo arrugar la nariz. Lo cerró con suavidad. Después le dio la vuelta y escribió:

PARA UN NIÑO DE NUEVE AÑOS

Esa noche, Aarón durmió como hacía tiempo que no lo hacía.

Cuando giró a la derecha tras atravesar las puertas automáticas, a Aarón le recibió el frío exagerado de la tienda del americano. Un escalofrío recorrió su espalda, parecido al que había sentido la noche anterior antes de escribir la carta. La suela de una de sus zapatillas rechinó contra el suelo. El Open estaba casi vacío. Una mujer caminaba hacia la puerta, agarrada al brazo de su marido. Los tres se intercambiaron un saludo con amabilidad suburbana.

El señor Palmer miraba el televisor escondido bajo la caja registradora. Sonaba con un volumen ensordecedor. Aquel aparato que le hacían llevar sobre su oreja izquierda no funcionaba demasiado bien ni ajustándolo en la muesca que marcaba el máximo. Hasta que Aarón llegó al mostrador y dejó caer las manos con fuerza, el americano no advirtió su presencia. Entonces encogió los hombros. Le miró. Apretó las cejas unos segundos, aquellas dos brochas de pelo cano. Luego sonrió al reconocer su rostro. Agarró el mando a distancia de la tele y bajó el volumen.

—Vaya, me alegro de verte por aquí otra vez. —Tosió, como si aún fumara, para aclararse la voz—. Qué, se te han acabado las pizzas y el pollo congelado,
¿huh?
Esa comida no es alimento. —Acercó su cara a la de él—. ¿Qué te ha pasado en el ojo?

—No sé, debió de ocurrir mientras dormía. Me desperté así —mintió.

—Pues tienes mala cara. Ya se lo dije a Drea, que estuvo por aquí el otro día. Y le dije que cuidara de ti. ¿Cómo estás? De David, ya sé, sigue igual. ¿Cómo lo llevas? Su hermano pasó por aquí el otro día. Venía con ese otro chico, Carlos, el que va con él. ¿Y sabes qué compraron? Donuts. Policías comprando donuts. No sé para que me fui de Kansas si aquí todo sigue igual.

Aarón sabía que el señor Palmer pretendía resultar gracioso para animarle, pero no lo logró.

—Yo... —dijo. La sonrisa quedó forzada.

—Deja que te cuide tu chica. Las mujeres saben bien cómo hacerlo. Hazme caso, he vivido el doble que tú. Mira la mía. Yo también estaba en la tienda la noche del disparo, y aquí estoy otra vez.

Palmer pensó en su mujer, sentada con la labor entre las manos, un jersey para el nieto de Dolores Pino y no para el suyo propio.

—Drea y yo... —empezó a explicar Aarón, pero se detuvo.

—Un hombre no vale nada sin una mujer a su lado. ¿Cuándo vuelves al trabajo? Mañana es lunes. Mañana me toca. Ya he mandado a mi señora dos veces a la farmacia. Sabes que no puedo dejar la tienda, y que a ella no le gusta mucho salir de casa...

Aarón entendió de inmediato.

—No te preocupes, mañana te traeré yo tus medicinas. Tenemos un acuerdo, ¿no? —dijo, refiriéndose a la gasolina gratis que el americano le ofrecía como pago por aquel servicio extra laboral.

—No lo decía solo por eso. Te va a venir bien volver al trabajo. A mí esta tienda es lo que me da vida.

—He estado un poco, ya sabes, desconectado... Pero quiero volver a la normalidad cuanto antes —dijo.

No sabía si se notaba que estaba mintiendo.

Se hizo el silencio.

Solo se oía el ronroneo constante de las neveras. El americano pensó en alargar su mano para agarrar la de Aarón. No lo hizo. A veces, a la hora de la cena, en la mesa, tampoco agarraba la de su mujer, apoyada junto al plato de sopa de cebolla, aunque sabe Dios que se moría por hacerlo. En lugar de hacerlo, sonreía. Ahora, en lugar de hacerlo, sonrió. Aarón miró al suelo, avergonzado. Luego dirigió la mirada a la puerta de entrada. No había nadie a la vista. Alzó la cabeza, miró a los ojos de Palmer. El americano presintió que algo no iba bien.

—Escucha —empezó Aarón—, voy a pedirte... necesito que me hagas un favor.

Metió la mano izquierda en el bolsillo trasero de su pantalón vaquero. Extrajo un sobre y lo depositó sobre el mostrador.

Hacía tiempo que Palmer no veía un sobre de correo aéreo. Recordó las cartas que años atrás escribía a casa, contando a sus padres en Galena lo bonito y diferente que era Europa —a su madre le costó aceptar que España no estuviera al sur de México—. Cartas de varias hojas llenas de promesas de éxito y sueños de fundar una gran familia en el viejo continente. Palmer observó sus propias manos sobre el mostrador de la tienda, más arrugadas de lo que correspondía a su edad. Y suspiró al pensar en su mujer.

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