Authors: Paul Pen
—¿Me la pones? —pidió Leo.
Algo se hinchó en el estómago de Amador. Miró a Victoria. Enfrascada en el exterior del coche, movía la cabeza de un lado a otro de forma casi imperceptible. Los tres podían escuchar el ruido de sus uñas al enganchar la del dedo índice en el pulgar, soltarla y volverla a enganchar.
—Fuimos en el coche antiguo, no sé si la tendré aquí.
—Pero el cargador de discos es el mismo —señaló Leo—. Se lo pusiste a este cuando te compraste el nuevo, ¿no? Tu deportivo ya traía uno.
Amador lo pensó. Después, encendió la radio. Presionando con el dedo índice, la mano apoyada sobre el cambio de marchas, comenzó a avanzar los títulos de los discos.
—De todas formas, estamos llegando ya —intervino Victoria—. No da tiempo. Luego, a la vuelta.
En efecto, el portal en cuyo directorio el doctor Huertas había pegado una placa plateada inscrita en la joyería del pueblo —«No utilice la más cara, que mis pacientes pensarán que me enriquezco a su costa y no quiero que me cojan miedo antes de subir en el ascensor», le había indicado al tipo de las gafas circulares— apareció a la derecha. Amador encontró un sitio para aparcar justo enfrente de la entrada. Maniobró sin dejar de leer los títulos de las canciones que iban apareciendo, escritos con luz brillante y azulada, en la pantalla de la radio.
Los primeros acordes de
Seasons in the sun
comenzaron a sonar segundos antes de que Amador detuviera el coche por completo. Leo sonrió a su padre por el retrovisor. Amador le guiñó un ojo. Victoria se desabrochó el cinturón y dirigió la mano, con el dedo índice extendido, hacia el botón de apagado de la radio. Amador llegó a tiempo de detenerla agarrándola por la muñeca.
—Vamos a llegar tarde, no tenemos tiempo para...
No terminó la frase cuando aumentó la presión de los dedos de Amador. Victoria sacudió el brazo para desprenderse de su marido. Se arregló la falda y salió del coche dando un portazo. Avanzó a través de la acera con el bolso sobre su cabeza, dando pequeños saltitos, hasta que pudo resguardarse junto al portal. Desde allí, miró al coche, chasqueó la lengua y se obligó a pensar en otra cosa.
Dentro, Amador y Leo se recostaron en sus respectivos asientos. Hicieron esperar a Victoria tres minutos y treinta segundos.
—Preparado —le dijo Leo a su padre cuando terminó la canción.
La uña de su dedo índice se quebró a la altura de la carne. Victoria no prestó atención al dolor y señaló al frente con la barbilla.
—Mira, hijo, la matrícula de enfrente es un número capicúa —dijo, lanzando la voz al asiento de atrás—. A lo mejor es un mensaje en clave.
—No le hagas esto —replicó Amador.
Un resplandor rojizo, el del semáforo prohibiendo el paso, coloreaba la cara de Leo apoyada sobre la ventana trasera del coche, que ofrecía un curioso efecto punteado por el reflejo de las gotas de lluvia.
Victoria cambió de mano e hizo sonar un nuevo par de uñas. Seguía mirando al frente, a la matrícula capicúa de la furgoneta que avanzaba sobre la húmeda calle principal de Arenas, atascada a esa hora de coches conducidos por estudiantes. Chasqueó la lengua, suspiró mucho más fuerte de como lo habría hecho de haber estado sola en el coche y se reacomodó en su asiento. Tiró de la falda hacia abajo y desabrochó un botón más de su chaqueta.
Utilizando el retrovisor, echó un rápido vistazo a Leo. Este agarraba con la mano izquierda el dispensador de caramelos PEZ. Durante un segundo, Victoria se enterneció con los restos rojizos de alguno de los dulces sobre los labios de su hijo.
—¡Qué! ¿No te dice nada esa matrícula? No sé, cielo, mira bien, a lo mejor si ordenas los números de alguna forma significa... —Empezó a mover las manos de forma nerviosa—. No sé, a lo mejor... —Antes de que ella terminara la frase, Amador negó con la cabeza mientras sus nudillos al volante se ponían blancos por la presión—. A lo mejor nos dicen la fecha de tu muerte.
Amador pisó con fuerza el pedal del freno.
Ambos se abalanzaron hacia delante.
Victoria extendió un brazo hacia el salpicadero para detener el movimiento. Un pinchazo de dolor se encendió en su dedo índice. Su marido la miró largo rato sin decir una palabra. Luego buscó a Leo en el reflejo del retrovisor. Lo vio echarse un caramelo PEZ a la boca.
—Así, desde luego no le ayudas —susurró Amador, para evitar que Leo le escuchara.
—No te entiendo si hablas tan bajo —repuso Victoria, enfrascada otra vez en sus uñas—. No te oigo. Y creo que Leo tampoco. ¿Verdad, cielo?
—Claro que lo he oído —dijo el niño, jugueteando con el caramelo en la boca—. Y papá, el psicólogo tampoco me ayuda.
—El doctor Huertas no ha podido hacer mucho, contigo respondiendo sí o no a todas las preguntas —dijo Amador, elevando el mentón—. Parecías un niño maleducado. Cuando lleves un mes de visitas, ya veremos qué nos dice —añadió antes de dirigirse de nuevo a su mujer—: ¿Cómo se te ha olvidado traer la carta?
El embotellamiento terminó, como siempre, al final de la calle principal. El coche agradeció la segunda marcha que Amador pudo meter por primera vez en mucho tiempo.
Poco después, detuvo el coche a las puertas de su garaje.
Pi
, que oyó el sonido de la gravilla crujir bajo los neumáticos, salió hasta la puerta. Se apostó sobre el felpudo y desde allí dirigió la mirada al BMW, cuya silueta se dibujaba a la perfección, bajo la noche casi negra, contra el verde de los setos que delimitaban el terreno.
El tacón de Victoria fue lo primero que salió del coche.
Un aviso sonoro intermitente, que indicaba que una puerta estaba abierta, pitó hasta que Victoria, de un fuerte portazo, la cerró y comenzó a caminar, sin mirar atrás, a lo largo del jardín en dirección a la puerta de entrada. La abrió con sus llaves. Se encontró a Linda, que llegaba corriendo por el salón.
—Hasta el gato me recibe mejor que tú —dijo—. ¿Es que no nos has oído llegar?
—Discúlpeme, señora, andaba allá arriba abriendo la cama de Leo —se excusó.
—Esta noche subirá antes a dormir —dijo sin detenerse ni mirarla—. No va a cenar.
Atravesó el salón camino de la cocina. Accionó el sistema de la nevera y se sirvió un vaso de agua lleno hasta el borde de hielo picado. Masticó antes de beber.
Amador tardó más de lo necesario en apagar las luces del coche, colocar el freno de mano, revisar la guantera y colocar en su sitio algunos discos que ya estaban en su sitio. Quería dar a Leo la oportunidad de decir algo. Pero Leo no habló. Cuando su padre abrió el seguro desde delante, se bajó del coche arrastrando la mochila por una de las correas. La misma mochila donde había aparecido la carta.
Leo se puso una mano sobre la cabeza en lo que pretendía ser una ineficaz imitación de un paraguas, y avanzó hacia la casa. Comenzó a correr en cuanto vio a
Pi
sentado sobre el felpudo. Se arrodilló a su lado y sacó del tubo el último caramelo PEZ.
—Tú me crees, ¿verdad? —le dijo.
Pi
olisqueó el dulce. Lo empujó con el hocico hasta que cayó al suelo. Allí lo examinó mientras Leo sonreía por primera vez en todo el día.
—No le des azúcar al gato —dijo Amador al cruzar la puerta. Allí esperaba Linda para recoger su americana y el maletín. Leo le guiñó un ojo a
Pi.
—¿Vienes adentro? —le preguntó—. Aquí fuera te vas a mojar, vamos, vamos.
Un pequeño empujón con el pie fue suficiente para que el gato saltara del felpudo a la alfombra. La puerta sonó fuerte al cerrarse, ayudada por el impulso de Leo y la corriente de aire que se creaba entre la entrada de la casa y la ventana de la cocina. Linda la habría dejado abierta para airear algo que se le habría quemado en el horno. El niño se quitó los zapatos y se dirigió a la escalera. Sus pies agradecieron el suave tacto de la moqueta que revestía los escalones de madera. Detestaba los zapatos del uniforme.
Subió la escalera, atento a los movimientos de sus padres.
Su madre le decía algo a Linda en el tono seco que también utilizaba con él cada vez más a menudo. Su padre abría el grifo del aseo de abajo, junto a la cocina, para refrescarse la frente y el cuello antes de mirarse en el espejo y decirse:
—Tu hijo es completamente normal. Todo va a aclararse.
Leo entró en su habitación. Dejó la mochila, la chaqueta, la corbata y el resto del uniforme en un montón junto al escritorio.
No encendió la luz.
Miró al techo. A las estrellas que brillaban en la oscuridad. «Eso será un agujero negro», había inventado papá al ver la cara que puso cuando colocaron la última pegatina de esa Casiopea inacabada. Deseó que su padre pudiera hacer lo mismo ahora, que pudiera inventar alguna razón para explicar los mensajes, la carta y lo de la mujer pelirroja, en vez de enfadarse y llevarle a un doctor en contra de su voluntad.
Oyó unos pasos amortiguados por la moqueta acercarse a la habitación.
—La cena está en la mesa —le dijo Amador—, y huele muy bien.
Leo terminó de desvestirse. Colgó el pantalón y la camisa en el armario. Ordenó el montón que había formado junto al escritorio y se puso el pijama amarillo que Linda había dejado debajo de su almohada. Calzado con unas zapatillas que imitaban la zarpa de un león, comenzó a bajar la escalera.
Cuando llegó hasta la puerta y se asomó, Victoria retiró su plato de la mesa. Hizo un gesto a Linda para que lo recogiera y guardara en la nevera.
—Hoy no hay cena —fue lo único que dijo.
Amador trató de decir algo, pero desistió.
En vez de eso, se dirigió a la nevera, sirvió un vaso de leche, cogió un paquete de galletas Oreo del cajón, apartando a Linda de su paso, y se lo dio a Leo. Victoria hizo sonar sus cubiertos al apoyarlos con fuerza sobre el plato. Linda bajó la cabeza. Leo se giró y volvió a la habitación sobre sus propios pasos. Dejó la leche y las galletas sobre el escritorio. Abajo, sus padres discutían una vez más.
Dos horas más tarde, Leo dormía bajo un incompleto cielo estrellado mientras las espaldas de sus padres ni se tocaban en una cama de matrimonio cada vez más fría y ancha.
Tan solo Pi, que a esas horas se movía sobre el tejado aún húmedo, vio acercarse la silueta que se detuvo durante unos segundos en la entrada de la casa de los Cruz, junto al buzón, y luego reanudó su camino con paso intranquilo.
AARÓN
Jueves, 8 de junio de 2000
Cuando Andrea vio el nombre de Aarón escrito en la pantalla del teléfono, creyó reconocer la emoción de las primeras llamadas a casa. «¿Vamos a escuchar la radio al coche?», preguntaba el Aarón de diecinueve años, a lo que ella respondía con una risita ahogada dándole la espalda a la señora Sandiego, quien suspiraba y se hacía la sorda pensando que al final todos los hombres eran como el padre de Andrea: «Te acabará dejando tirada», le solía decir a su hija.
Andrea se regañó a sí misma por dejarse sentir enamorada otra vez, pero atendió la llamada enseguida. A su alrededor, los alumnos de geometría descriptiva abandonaban el aula llenándola de gritos, comentarios sobre la profesora y el ruido constante del rechinar de las sillas contra el suelo. Ella borraba lo que había dibujado en la pizarra durante la clase levantando más polvo de tiza de lo habitual.
—Drea —sonó exaltada al otro lado de la línea la voz de Aarón—. Drea, te espero en casa, tienes que ver esto.
Media hora después, Andrea llegó al apartamento de Aarón.
Abrió la puerta con su llave.
—Lo he hecho sin pensar. Supongo que ahora tengo que llamar —le dijo.
Aarón la miró desde la mesa del salón, vuelto sobre el respaldo de la silla. Se levantó de golpe. Se acercó y la abrazó. Casi podía tocarle el ombligo con los dedos después de rodear su cintura. Ella sintió un olor extraño. A él se le erizó el vello cuando percibió el de la manzanilla.
—¿Estás tonta? Esta sigue siendo tu casa.
Andrea giró la cara cuando creyó que iba a besarla. Aarón la cogió de la mano y la llevó hasta la mesa. La sentó en una silla frente a la de él. Juntó las piernas de ella para poder encajarlas entre las suyas, abiertas.
—Estoy seguro, tengo razón. —Aarón olía a cama. Tenía el cuello enrojecido por la barba—. Todo lo que yo imaginaba. Es verdad. Y va a servir para algo.
Hablaba con excitación, casi con euforia.
—¿De verdad me has llamado para esto?
—Ya no es palabrería, todo coincide. Esto no ha sido casualidad.
Sin darle tiempo a reaccionar, Aarón desenredó las cuatro piernas, se giró sobre la silla, dejó los papeles que llevaba en la mano sobre la mesa, movió los dedos entre ellos con rapidez y los dispuso en un orden que Andrea consideró estudiado. Al terminar, se levantó. Andrea observó varias manchas en su pantalón de chándal rojo.
—Ven, mira —dijo él desde las alturas—. Levanta.
Andrea se puso de pie con un movimiento que pareció ralentizado. Miró a Aarón con los ojos muy abiertos. Concentrado en los papeles de la mesa, se mordía el labio inferior. Sonreía. Andrea sintió ganas de gritarle. Se preguntó por qué no lo hacía, por qué no le gritaba con todas sus fuerzas. Como hizo tres días después de que Aarón le confesara que se había acostado con Rebeca. Como hizo aquella noche que despertó de madrugada, mientras él dormía a su lado, y le pegó con toda su rabia, insultándole por haberla humillado. Patadas y puñetazos que no se detuvieron hasta que él despertó y se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Aarón había agarrado entonces a Andrea por las muñecas y se había tumbado sobre ella para inmovilizarla con el peso de su cuerpo. Sus cuerpos se rozaban desnudos en una noche especialmente cálida en Arenas, y Aarón pidió perdón con palabras y caricias. Hicieron el amor de una forma que ambos recordaron en muchas ocasiones, Andrea con un retortijón en el corazón que se guardaba para sí, porque se prometió perdonar y lo cumplió sin rencores.
—No veo-dijo Andrea ahora.
Los largos atardeceres de finales de primavera en Arenas hacían que la noche llegara antes de que las pupilas se enteraran. Al otro lado de la ventana, las estrellas habían empezado a brillar y el mundo era azul marino. Aarón alargó la mano y encendió el flexo. Mucho más que un círculo luminoso apareció sobre la mesa.
—Aarón —se le escapó a Andrea, alargando la última vocal, mientras paseaba sus ojos por los recortes de periódico, los números, las hojas arrancadas del cuaderno, los nombres—. ¿Qué es todo esto?