Authors: Paul Pen
Rubricó la frase con un guiño del ojo izquierdo. Andrea respondió con una sonrisa nerviosa.
—Sobre lo que me pides —continuó hablando el hombre—, no sé si puedo hacerlo. —Hizo una pausa larga que Andrea consideró teatral—. ¿Pero sabes qué? Que tardaría más en llamar al supervisor, eso si está y no se ha ido a lo del parque acuático de Arenas, pedir un permiso formal, hacerte firmar algún papel, porque algo habría que firmar seguro...
Gesticulaba haciendo girar su mano derecha sin parar, y Andrea comprendió lo equivocada que había estado al pensar que aquel tipo pretendía ligar con ella.
—Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad? Va a ser mucho más fácil y rápido para todos que me cuentes qué es eso que quieres saber, y que yo te lo diga si me aparece en los archivos. Luego tú te callarás, y yo me callaré también. El crimen perfecto. —Tras pensarlo unos segundos, añadió—: Si te parece, me enseñas alguna identificación, para que parezca oficial, y lo dejamos así. —Alzó ambos hombros a la vez, ladeando la cabeza—. ¿Eres de aquí, de Arenas?
—Sí. Fui profesora en la universidad algunos años, ahora vivo lejos —respondió mientras le mostraba el carné de conducir.
—¿De Arenas? Entonces me dejas más tranquilo. Aquí somos todos muy majos. —Sonrió y ojeó el carné—. Vaya, te quedaba bien el pelo rubio. —Pasó el dedo índice sobre su nombre—. Andrea. Y ahora que todo queda en familia, dime, ¿qué es eso que necesitas saber?
—Verás —dijo ella, bajando el volumen de voz sin darse cuenta—, quiero comprobar si nació aquí un niño el doce de mayo del año 2000.
—No me lo digas: no estás segura de cuándo debes hacerle el regalo al hijo de alguna amiga. A mí también me pasa. Olvido las fechas con facilidad. Por suerte, mis amigos no son de tener hijos, así que solo olvido las de ellos.
Mientras el hombre hablaba, tecleó una palabra corta en el ordenador que había bajo el mostrador. Andrea observó cómo Miguel, según rezaba la ficha enganchada al bolsillo de su bata blanca, miraba diferentes zonas de la pantalla presionando el botón izquierdo de su ratón a intervalos en apariencia caprichosos.
—Año 2000... —murmuró—, mes de mayo... —Hizo un ruido con los labios—. No, no hay nada —resolvió finalmente.
Andrea apoyó la frente sobre el brazo que tenía extendido hacia el mostrador. Disimuló frotándosela contra el hombro como si se secara el sudor. Miguel mantuvo la mirada fija en la pantalla. Algo cambió en las arrugas de su frente.
—De hecho —su voz sonó más grave ahora, además de hablar más despacio—, no hubo ningún nacimiento en el pueblo hasta el...
Su frente se alisó por completo, sus ojos delataron un descubrimiento.
Miguel recordó al hombre del derrame en el ojo. La única agresión que había sufrido. Alzó la vista y fulminó a Andrea con una mirada en la que no quedaba ni rastro de amabilidad.
—Ahora voy a pedirle que se marche —dijo.
Andrea abandonó el hospital sin entender.
Aarón se equivocó en todo
, pensó mientras golpeaba la puerta automática con el brazo.
Dentro, Miguel dirigió la mirada a su pantalla. En verde limón sobre verde oscuro destacaban los resultados de la búsqueda que acababa de realizar a petición de la extraña. Justo antes de relacionar la pregunta con el hombre del derrame en el ojo. La misma fecha y la misma pregunta. La misma pregunta y la misma inquietud. La sincera preocupación en la mirada. Eran los datos del único bebé nacido en el Hospital Universitario de Arenas entre los meses de mayo y junio del año 2000. Miguel quiso apartar su mirada del cursor y del nombre sobre el que parpadeaba: Leonardo Cruz. Recordó la historia que le había contado aquel loco. Había hablado de agosto de 2009. Agosto de ese mismo año.
¿Qué podía perder? Nada. ¿Y qué podía ganar? La vida de un niño.
Sin pensarlo demasiado, abrió el procesador de textos del ordenador. Empezó a escribir. Enseguida la idea le pareció absurda. Dejó una frase a la mitad. Aun así, pulsó la opción de imprimir. Leyó el texto inacabado. Negó con la cabeza. Deseó tirar aquel papel a la basura. En su lugar, buscó un sobre en los cajones del mostrador. Encontró uno blanco y alargado. Sin ningún logotipo ni distintivo del hospital. En el procesador de textos escribió ahora el nombre de Leonardo Cruz. Colocó el sobre en la impresora. Casi al final de la impresión, el sobre se quedó atascado. Miguel tiró de él. Una esquina se rompió y quedó atrapada en los rodillos del aparato. Miguel volvió a mirar al cursor en la pantalla. Parpadeaba en verde limón sobre verde oscuro junto al inicio del domicilio de los Cruz.
Entonces Miguel sintió que aquella idea era realmente absurda. Metió la hoja en el sobre sin esquina, y lo apiló en el montón de cosas por archivar.
Media hora después, Andrea aparcaba el coche en el Aquatopia, en diagonal, siguiendo las líneas del suelo, apenas visibles.
—¿Qué estoy haciendo? —preguntó al coche vacío—. Esto no tiene ningún sentido. Te equivocaste en todo...
Apagó la calefacción, salió del vehículo y cerró la portezuela. Notó el frío en las mejillas. Caminó hacia la cola de entrada entre la gente que abarrotaba el parque. Anduvo de un lado a otro. Cambió de dirección varias veces para evitar encontrarse con rostros que le resultaron familiares. Huyó de una cámara y una chica con un micrófono. Observó sin embargo a los críos que revoloteaban a su alrededor. Buscó entre ellos alguna vibración. Chocó con uno y trató de verle la cara. Después recorrió la cola y llegó hasta la puerta de entrada. Entonces decidió que ya era suficiente.
Regresó al coche.
—¿Pero qué estoy haciendo? —repitió, más al volante que a ella misma.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Desde las arrugas que tanto se le habían marcado alrededor de los ojos en los últimos años, hasta las comisuras de unos labios que nunca habían vuelto a sonreír como antes.
Justo cuando comenzaba a reconocer el sabor salado de la tristeza en la garganta, escuchó los pasos acelerados de un niño que llegó corriendo hasta el BMW aparcado detrás. A través del espejo retrovisor, lo vio sentarse junto a la rueda delantera y taparse la cara con una toalla roja que llevaba colgada al cuello.
Andrea salió del coche, no le importó dejar las llaves puestas ni el bolso en el asiento del copiloto. Se acercó al niño cubierto de sudor frío y polvo que miraba al suelo del aparcamiento. Flexionó las rodillas, apoyó ambas manos sobre ellas y se echó el pelo a un lado por detrás de la nuca.
—¿Hola? —dijo. La voz le tembló al preguntar.
El niño mantuvo la cabeza agachada. Andrea esperó unos segundos. Luego, alargó el brazo y acercó su mano al hombro del crío. Una chispa de electricidad estática estalló al tocarle.
El corazón de Andrea se aceleró.
Lentamente, se arrodilló frente a él. Se sorprendió al descubrir cómo le temblaba la mano cuando la alzó en dirección a su barbilla. Agarró el mentón del niño y le invitó a levantar el rostro.
—¿Estás aquí solo? —preguntó Andrea—. ¿No estás con tu madre?
—Yo no tengo madre —respondió el niño. Y entonces levantó la cara con fuerza y miró a Andrea. El niño frunció el ceño, manteniendo un ojo más abierto que el otro. El gesto resultó inconfundible.
Un escalofrío que hacía mucho que no sentía recorrió el cuerpo de Andrea.
El niño también lo sintió. Como una descarga. Durante un instante le invadió una oleada de bienestar. Enseguida se transformó en intranquilidad.
De improviso, el niño empezó a temblar y a negar con la cabeza. Con ambas manos, se tapó las orejas.
—¿Por qué estás asustado? —preguntó Andrea.
El niño agitó las piernas levantando una nube de polvo que los envolvió. Miró a Andrea a los ojos.
—Un momento —dijo ella. Un sudor helado la cubrió de repente—. ¿Tú ya sabes algo del catorce de agosto?
Tosió antes de poder continuar. El niño siguió pataleando. Andrea apoyó las rodillas sobre sus tobillos para contenerlo.
—Dime si ya lo sabes —ordenó.
El polvo le raspaba la garganta.
—La carta... —gimió Leo—. Lo sé... el catorce de agosto.
—Pero eso es imposible. ¿Cómo...?
Andrea vio a lo lejos una figura acercarse hacia ellos. Supo en ese momento lo que debía hacer. El niño estaba informado de la fecha. Eso era lo único que ella quería saber. Y ya lo sabía.
Andrea se levantó, se metió en el coche y aceleró.
Escapó de Arenas por segunda vez.
—¡No me vas a llevar contigo! —gritó al coche.
Pero poco después, mientras conducía, su pie derecho escapó de su control. Y pisó el freno. La obligó a salir de la calle principal del pueblo girando a la derecha. Detuvo el coche.
No podía huir otra vez.
Ni enfrentarse sola a todo esto.
Permaneció en silencio varios minutos, hasta que el ruido de un vehículo que iba demasiado rápido la hizo reaccionar. Andrea lo vio pasar como algo borroso, y maniobró con movimientos exagerados. Le costó meter correctamente la marcha atrás. Regresó a la calle principal y retrocedió en dirección al pueblo. En el retrovisor se hacía cada vez más pequeño el cartel que la hubiera despedido de Arenas de la Despernada. Junto a él, creyó distinguir la silueta de un coche parado y a alguien en el arcén.
Andrea llegó a conducir con los ojos cerrados algunos metros, empeñada en no ver ciertos lugares del pueblo. Cuando al final del camino comenzó a aparecer la silueta de la casa que buscaba, tuvo que respirar hondo.
Detuvo el coche al pie de las escaleras que conducían al porche. Las subió mientras se recogía el pelo. Se lo había teñido de rojo para distanciarse aún más de la Andrea que dejó de existir.
Se frotó la cara con ambas manos, como si eso la ayudara a despertar.
Tocó el timbre.
Cuando la mujer mayor de ojos azules abrió la puerta, en su rostro se reflejaron nueve años de preguntas sin respuestas. Andrea no pudo decir nada. Tan solo dejó escapar el llanto, y la abrazó.
—Tenía ganas de volver a verte —dijo la mujer mayor de ojos azules—. Y él también.
AARÓN
Martes, 30 de mayo de 2000
Cuando volvió a coger la taza blanca que Andrea y él habían comprado en Ikea, una oscura marca circular quedó impresa en una de las fotocopias del diario que le había enviado Samuel Partida. Nunca uno de esos accesos de pensamiento acelerado había durado tanto tiempo, hasta el punto de agotarle, e iba a necesitar una buena dosis de cafeína para tratar de plasmar en papel aquel montón de cabos sueltos.
Sentado a la mesa del salón de su piso, Aarón separó cuatro folios de la pila que tenía en el cajón a su derecha. Dio un sorbo al café ya frío, los colocó de forma apaisada, y encabezó cada uno de ellos con cada una de las fechas en que se habían producido los cuatro atracos:
14 de septiembre de 1909
29 de enero de 1950
3 de febrero de 1971
12 de mayo de 2000
El último, hacía exactamente dieciocho días. Subrayó los años e hizo un recuadro a su lado, indicando si se trataba de la relojería, la gasolinera antigua o la tienda del americano. Al lado del ordenador portátil, con los bordes ya gastados por el uso, estaba el cuaderno en donde había apuntado las conversaciones con Samuel Partida e Isaac Canal. También tenía el periódico que Andrea pidió prestado al portero y nunca devolvió, y las fotocopias del diario de Samuel. Al principio creyó que sería posible conseguir también algún recorte de 1950 o incluso de 1909. Se había imaginado que la biblioteca del pueblo dispondría de una hemeroteca donde los periódicos de cien años atrás se podrían pasar página a página en una pantalla, pero la cara que puso Gloria mientras agarraba sus gafas por una de las patillas para apoyarlas en la punta de su nariz, y la sonrisa nasal que se le escapó instándole a mirar a su alrededor, a las viejas estanterías entre las que ella pasaba ocho horas cada día, le dejaron las cosas claras.
—Si hay algo que encontrar, esto es lo que tengo —dijo.
Extendió los cuatro folios sobre la mesa, como si fueran las piezas de un puzle para el que no tenía imagen de referencia. Porque quizá ni siquiera existiera. Ver las cuatro fechas, y cada hoja en blanco representando cada una de las escenas que tantas veces había imaginado en las últimas semanas, fue como asomarse a sus propios pensamientos.
Dibujó cinco círculos en cada una de las hojas.
—Son las personas —dijo en voz alta.
Hugo del Castillo, pegado al flexo de su habitación al otro lado de la calle, vio mover los labios a aquel desconocido sentado a una mesa llena de papeles, y le reconfortó constatar que no era el único que estaba estudiando para los exámenes finales en aquella madrugada de martes.
Aarón dibujó el vigésimo círculo. Miró de nuevo el conjunto de papeles. Como si resultara absurdo no haberlo hecho desde el principio, trazó una línea en cada hoja que separara uno de los círculos de los cuatro restantes.
—Y el mostrador —dijo al terminar.
Una imagen de su infancia, tirado sobre la moqueta del cuarto y uniendo los puntos en el orden que indicaban los números de sus cuadernos de dibujo, apareció en el lugar inexistente donde se proyectan los recuerdos.
Une los puntos, Aarón.
Buscó en el cuaderno. Escudriñó entre su acelerada caligrafía y arrancó siete de sus hojas. Cogió el folio que había encabezado con la fecha de 1909, y se dispuso a escribir en él. Sabía que el muerto de aquel año había sido el abuelo de Isaac Canal. Escribió su nombre dentro de uno de los círculos, el del lado del mostrador. Para diferenciarlo del resto de familiares —el hijo y el nieto— que se llamaban igual, lo acompañó de un «I» romano. Debajo, anotó la palabra «Víctima». Volvió a mirar las hojas del cuaderno. Leyó en diagonal, como se leen las cosas que ya se han leído, y regresó al papel que representaba la escena para escribir la palabra «Niño» dentro de otro de los círculos.
Un crío que se debió de llevar un susto de cojones
, recordó con el eco de la fábrica de relojes. Debajo de otro de los círculos puso la palabra «Asesino». A falta de más información sobre las otras dos personas, simplemente las etiquetó como «Testigo 1» y «Testigo 2». Revisó los apuntes de la conversación con Isaac Canal, confirmó que no había nada más referente a aquel primer atraco, y colocó de nuevo la hoja en su posición original.
¿De qué te sirve esto?
, pensó.
—No lo sé —se respondió en voz alta.