Authors: Paul Pen
—No estoy bien... —intentó disuadirla.
—Tú estás bien para lo que yo diga, y punto —contestó ella, conteniendo una sonrisa que se le escapó de igual forma.
—¿Cuántos días llevamos sin hablar? ¿Dos semanas? Héctor me ha dicho que no has ido a ver a David. Y no sé yo durante cuánto tiempo seguirá siendo comprensivo vuestro jefe. Sabe que estás mal, entiende la situación y todo eso, pero antes o después tienes que ir a trabajar. Él solo no da abasto en la farmacia. Y un día va a acabar explotando, ya verás. ¿Qué es lo que haces todo el día metido en casa?
—No hago nada... —empezó a decir.
—Pues ya es hora de hacer algo. —Apoyó una mano sobre su abdomen—. No puedes encerrarte en casa y hacer como si lo de David no hubiera pasado. Me vas a contar qué te ocurre, ¿eh? —Le pinchó dos veces con el dedo índice—. ¿Eh?
Andrea consiguió que Aarón sonriera. La respuesta de él fue otro abrazo. Agarró la mano de Andrea y echaron a andar calle arriba. Ambos en manga corta, sintieron cómo se refrescaba su piel con la progresiva desaparición del sol. Aspiraron el olor del césped recién regado y el de las madreselvas que crecían sobre las cercas de los chalés que flanqueaban el camino. Varios niños cruzaron frente a ellos a lomos de sus bicicletas, que no tenían motor pero lo parecía por el ruido que hacían los naipes enganchados a las ruedas delanteras al rozarse con los radios. Era una de esas tardes que, según defendían casi todos los habitantes de Arenas, solo existían en aquel pueblo. Era el último viernes de mayo. La mayoría de estudiantes dejaba ya la universidad aquella semana y corría calle arriba en dirección a la tienda del americano.
—¡Hasta el lunes, profesora! —le gritaron a Andrea.
Las clases de la profesora Sandiego eran de las pocas a las que no faltaba ninguno de los alumnos. Y no porque les interesara la geometría descriptiva.
Los tres chicos pasaron corriendo mientras contenían la risa y golpeaban con el codo al que iba en el centro. Se alejaron camino del Open para comprarle al americano sus primeras cervezas de la noche.
El señor Palmer ya había regresado a su puesto después de pasar diez días recuperándose en el hospital, a dos plantas de distancia de la habitación de David. La noche del décimo día, el señor Palmer durmió en casa. A la mañana del decimoprimero, anunció al doctor su intención de regresar al Open. «Ya he sobrevivido a un atraco, ¿qué probabilidades hay de que vuelva a ocurrir algo parecido en un pueblo como Arenas?», preguntó al médico mientras rechazaba una baja que lo hubiera mantenido en casa durante un mes entero. Cuando el señor Palmer miró a su mujer y levantó una ceja para preguntar qué opinaba al respecto, ella dijo:
«I just wanna go back to Kansas»
. Y cada vez que su mujer repetía aquella frase, el señor Palmer se sentía culpable de no haber podido darle los hijos que ella tanto había deseado y a los que renunció sin saberlo por querer estar con él, el hombre que más la había hecho reír desde que lo conoció nada más cumplir los veinte. El hombre que la había convencido de buscar un nuevo futuro en Europa. El hombre que a veces creía no poder resistir la tristeza que le producía verla esmerarse con cada nueva labor, un jersey para el nieto de alguna de sus vecinas y no para el suyo propio. Nietos europeos y sofisticados que le prometió en Galena pero que nunca llegaron, porque ni siquiera tuvieron hijos, y que hubieran llenado de sonidos infantiles el habitual silencio que en la casa de ambos solo rompía el ruido del televisor. Un televisor que cada vez escuchaban más alto porque, con el paso del tiempo, por mucho que intentaran disfrazarlo, el señor y la señora Palmer hablaban menos entre ellos.
Los tres alumnos de la profesora Sandiego iniciaron una carrera.
—David sigue igual —dijo Andrea, mientras dejaban atrás la última calle asfaltada del pueblo y se adentraban en el camino de tierra que llevaba hasta el parque donde se encontraba el lago.
—Lo sé, he hablado con Héctor —contestó él—. Yo aún no me atrevo a ir.
Llegaron a la orilla de Lago Arenas aún de la mano, ya de noche, sin luna todavía. Era uno de los lagos artificiales más grandes de la comunidad, auténtico orgullo del Ayuntamiento de Arenas. Mientras caminaban por el césped, algún animal saltó al agua. Los grillos callaron durante unos segundos antes de continuar su conversación. Otras parejas habían tenido la misma idea. Se adivinaban sus siluetas y se intuían sus movimientos.
—¿Te acuerdas? —preguntó Aarón sin esperar respuesta.
Andrea extendió la colcha en la parte más elevada del terreno, el lugar desde donde repartían churros y chocolate cada 20 de agosto, posición privilegiada para divisar el enorme sauce que crecía junto a la orilla. Las luces de Arenas quedaban lejos, convertido el pueblo en la guirnalda luminosa de unas fiestas de verano. Los toboganes del Aquatopia confundían el relieve del horizonte como en una ilusión óptica. Cuando terminó de preparar el picnic, Andrea invitó a Aarón a sentarse dando unas palmadas sobre el terreno.
—¿Qué es lo que pasa?
Andrea sacó del bolso un par de sandwiches que había comprado por la tarde en la tienda del americano.
—Tú sabes lo que pasa. David, nosotros... Creo que tengo derecho a estar mal, ¿no?
Andrea soltó el aire por la nariz. Quería que él lo oyera.
—No eres el único que está sufriendo, ¿eh? ¿Sabes que el otro día tuve que salir en mitad de la clase a llorar al pasillo? —Miró al frente, pero no enfocó la vista—. Vi a dos chicos besándose en la fila de atrás y, claro, ¿te acuerdas? —Agarró la mano de Aarón en un gesto automático que no quiso contener—. Y tú no has visto a David en el hospital. Su madre no se mueve de su lado. La tuya está mucho tiempo con ella. Me preguntaron por ti las dos.
Aarón recordó la última conversación con su madre. «Lo de David ha sido un accidente, tú no has tenido nada que ver, así que déjate de tonterías», le había regañado por teléfono cuando se enteró de que había dejado de ir a trabajar a la farmacia. Lo que no supo su madre es que, tras colgar, Aarón se había desnudado en la sala, se había dirigido con la mirada perdida hacia el baño, y se había colocado bajo el agua fría de la ducha. No salió ni cuando empezaron a dolerle la cabeza y las articulaciones, satisfecho de poder concentrarse en un dolor físico y desviar su pensamiento de la culpa.
—No he hablado con nadie. Solo con Héctor —dijo.
Una risa masculina, seguida de un grito agudo de mujer, llegó hasta ellos desde no muy lejos.
—Aarón —dijo Andrea—, sé que has ido a ver a Samuel Partida.
Él se calló unos segundos. Pensó en negarlo o inventar alguna excusa, pero desechó la idea.
—Samuel es el niño que estaba en el Open —empezó a explicar—. ¿Te acuerdas lo que ponía en el periódico? La mañana que te fuiste de casa. Samuel era el niño de aquel atraco que se parece tanto al de Davo.
—Sé quién es. Al final yo también he leído los periódicos. Odio cuando ponen las iniciales de Davo. —Andrea vio que la luna comenzaba a aparecer por el este, como si no quisiera que los toboganes cortaran su superficie—. Pero dime por qué has ido a ver a Samuel y no a Davo. El atraco que casi mata a tu amigo ocurrió hace dos semanas, no hace treinta años —dijo.
Luego, hizo una pausa y preguntó:
—¿Es el padre al que se le ahogó una hija en la piscina?
Aarón recordó la foto de familia que había visto en la caseta de Samuel en el Aquatopia. A la niña rubia abrazada a sus piernas. Asintió.
—He llamado a Héctor casi todos los días, saben que estoy preocupado.
—Claro que lo saben. Y yo lo sé también. Es tu mejor amigo, ¿cómo no vas a estarlo? —Pareció escupir las últimas palabras—. Pero tienes que ir a verle. No puedes quedarte en casa.
Alargó el brazo y acarició su barba.
—Si ni siquiera te has afeitado.
En vez de sonreír, Aarón resopló con fuerza.
—Y se acabó lo de pensar que esto ha sido culpa tuya —agregó Andrea—. No puedes castigarte pensando eso.
Se agarró a uno de sus brazos para impulsarse y acercarse más a él.
—Tú no puedes tener la culpa de algo así, ¿me oyes? La culpa la tiene el que disparó.
—Eso es lo malo —dijo Aarón, tratando de leer en su rostro antes de continuar—. Que creo que debió haberme disparado a mí.
Andrea se levantó para evitar que siguiera hablando. De pie, dándole la espalda, miró al lago con las manos apoyadas en las caderas. Aarón se deleitó con su silueta perfectamente definida, recortándose contra la luna cada vez más alta. El aspaviento resultó exagerado. La gente solo discutía así en las películas. Andrea regresó a su sitio sobre la manta.
—¿De verdad piensas eso? Mírame. —Clavó sus ojos en él—. Aarón, nadie podía saber que eso iba a ocurrir. Nadie. Tú no has tenido la culpa de nada —dijo, y acto seguido desvió la vista al sandwich intacto en sus manos.
—Yo tampoco sé cómo explicarlo, pero hay algo... Creo que esto no ha sido casualidad. —Hablaba despacio, como si las palabras se fueran haciendo realidad al tiempo que las pronunciaba—. Fui a ver a Samuel Partida porque lo que le pasó a él y lo de David son dos historias demasiado parecidas. —Marcaba el ritmo con su mano izquierda, un puño con el índice extendido—. Son dos asesinatos prácticamente iguales.
—Aarón —el rostro de ella se endureció—, Davo no ha muerto.
—Ya lo sé. ¡Pero se parecen tanto! Es casi... como si fuera la misma escena repetida en el mismo sitio.
Andrea posó los dedos sobre sus labios para hacerle callar. Aarón giró la cabeza y apartó la boca.
—Me da igual que se parezcan —dijo ella—. Lo único que me interesa es que Davo está en el hospital. Y quiero que tú estés bien. Deja de buscar un sentido a lo que ha sucedido. No lo tiene. Estas cosas pasan. Ocurrió hace treinta años y ha ocurrido ahora. Punto.
—¿Estás segura? —replicó. Hizo una pausa, consciente del golpe de efecto que iban a suponer sus palabras—. Porque no solo pasó hace treinta años. Pasó también en 1950. Y mucho antes, en 1909. Me lo dijo Samuel. ¿Te parece una casualidad que haya habido cuatro muertos...? —Reaccionó cuando ella hizo un gesto con la cabeza—: Vale, Davo no está muerto, pero ¿te parece una casualidad que se hayan cometido tres asesinatos, exactamente en el mismo sitio, en un pueblo como Arenas?
—Me he perdido.
—Espera —dijo él—. Mira.
Giró el tronco y extrajo de su bolsa las fotocopias del periódico que Samuel le había conseguido. Dejó sobre la manta el sandwich, aún sin tocar. Andrea lo recogió y lo mordió volviendo la cara antes de asomarse al mar de información en blanco y negro que Aarón le mostraba.
—En toda esta parte —dijo, señalando los dos tercios superiores de las dos primeras páginas—, hablan de lo de Samuel. Él ya me lo contó más o menos todo, que es lo mismo que dicen aquí. Un gitano entró a atracar la gasolinera, otro chico quiso proteger al niño y... bueno, ya sabes, como lo de Davo. Pero aquí abajo —rozó su pierna y algo se manifestó en el interior de Andrea—, cuentan que aquel chico, que tenía solo veintiún años, fue la tercera víctima en ese lugar. Dicen que antes el local había sido una relojería, y que la atracaron dos veces.
—¿Antes? —preguntó Andrea—. ¿Había algo en Arenas antes de los setenta?
Aarón mantuvo la mirada fija sobre su rostro sin decir nada.
—¡Qué! —añadió ella—, lo pregunto en serio. Cuando mis padres llegaron aquí, esto no era más que un montón de casas en medio del campo.
—Pues ya lo era a principios de siglo. De hecho, Arenas de la Despernada existe como pueblo desde hace un huevo. Pero mucho, en plan siglo quince —explicó Aarón, como si fuera un pecado no saberlo, cuando en realidad a él le había sorprendido de igual manera imaginarse la vida en aquel pueblo más allá de los cincuenta—. La guerra civil lo dejó hecho un asco, pero antes, desde 1900 o así, ya vivían en el pueblo más de mil personas. ¡Si el primer atraco del que hablan aquí ocurrió en 1909!
—¿Y dónde has dicho que fue? —preguntó Andrea, fascinada al imaginarse Arenas, la urbanización de urbanizaciones, como un pueblo añejo, con carros tirados por caballos—. ¿En una joyería? ¿De verdad había una joyería en Arenas en 1909?
La incredulidad hizo que sus palabras sonaran más agudas de lo habitual.
—Una relojería, sí —confirmó Aarón.
—¿Relojería? Pues entonces, a lo mejor tiene algo que ver con la fábrica de relojes de la carretera, ¿no?
Aarón colocó su móvil sobre las hojas del periódico de 1971, para iluminarlas con el resplandor de la pantalla, y leyó:
No es la primera vez que este establecimiento, situado en la calle principal de Arenas de la Despernada, es testigo de actos violentos poco característicos en una localidad de tan pequeñas dimensiones. La familia propietaria del local, de apellido Canal, decidió cesar en el anterior negocio tras la muerte de Isaac Canal, asesinado por impacto de bala tras el mostrador de su tienda el 29 de enero de 1950, lugar en el que también había perdido la vida el fundador de la relojería, padre del anterior, y que resultó herido en circunstancias similares el 14 de septiembre de 1909. Dos generaciones de una misma familia destrozadas por dos intentos de robo en un intervalo de cuarenta años, y que sirven de sangriento precedente a lo acontecido anoche en la gasolinera de la localidad.
Aarón se detuvo y miró a Andrea.
—No me parece tan raro que roben dos veces en una relojería en cuarenta años —dijo ella. Terminó de tragar y retiró la mano—. Eso es mucho tiempo. Y lo normal es que ataquen al dueño de la tienda, ¿no? Son los que están allí. Me sigue pareciendo más fuerte que hubiera una relojería en Arenas a principios de siglo —señaló, para desviar la conversación—. En serio, te estás obsesionando y viendo cosas donde no las hay.
Pegada como estaba a él, alargó el brazo derecho tras su espalda y el izquierdo por delante de su cuerpo. Acompañó el abrazo apoyando la cara sobre su pecho. Sin soltar las páginas, Aarón se dejó abrazar.
—Drea, esto es importante para mí.
—Y tú eres importante para mí. —Agarró los papeles por la parte superior y tiró de ellos. Aarón los sujetó con fuerza—. Dime en qué nos afecta que hace casi cien años atracaran dos veces una joyería.
—Relojería.
—Lo que sea. ¿Qué tiene que ver con Davo? —preguntó con firmeza. Utilizó el mismo tono que la primera vez que le preguntó si le había sido infiel con aquella estudiante en prácticas que le ayudó en la farmacia durante unos meses—. ¿Qué tiene eso que ver con Davo? —insistió.