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Authors: Paul Pen

El aviso (18 page)

Agarró el papel encabezado con la fecha de 1950. Rellenó los círculos de la misma forma. Escribió «Isaac Canal II» en uno de ellos, el del mostrador otra vez, y debajo, la palabra «Víctima». «A mi padre lo mató otro cabrón», había dicho. También volvió a escribir «Niño» en el segundo, añadiendo además el nombre correspondiente, y «Asesino» en el tercero. Esta vez, a los dos restantes no se limitó a numerarlos como testigos, sino que pudo ser más conciso; Canal había dado más detalles. «Testigo pastor» y «Testigo frutero» fueron sus descripciones. Aarón revisó los apuntes de nuevo y pudo completar la escena. Junto al nombre del muerto, «Isaac Canal II», escribió su edad, «Cuarenta años». Pensó en aquella mujer que se había lamentado hasta la muerte contando al detalle los meses y días que había vivido su marido. También sabía la edad del niño, al que había nombrado como «Isaac Canal III». Tenía nueve años. «Yo vi cómo mataban a mi padre», habían sido sus palabras. Le costó imaginarse de niño a aquel tipo que tanto odiaba Arenas. Aarón encontró el lugar donde había apuntado una de las últimas frases del relojero, y reconoció haber anotado los meses y días que, al estilo de su madre, Isaac tenía casi cronometrados. La rapidez con la que había escrito los números le hizo imposible reconocerlos, pero tampoco podía resultar tan relevante. Escribió «Nueve años» junto al círculo.

Los niños siempre tienen esa edad
, fue un pensamiento adelantado.

Miró al conjunto de la hoja, mucho más completa que la de la fecha anterior.

Aarón se rascó el cuello. La barba crujió bajo sus uñas. Se frotó ambos ojos con los puños. Sintió una punzada de hambre pero decidió no atenderla. No podía recordar cuándo había comido por última vez. Tampoco si cuando despertó era de día o de noche. Ni cuánto hacía que no hablaba con Andrea. O con Héctor. Ni con sus madre.

Llegó a 1971. Para completar la representación del atraco de ese año tenía información de la conversación con Samuel Partida y de los periódicos. De forma ya mecánica, escribió «Víctima», «Niño» y «Asesino» debajo de tres de los círculos. Los completó con los nombres de Roberto de la Maza, el chico que recibió la bala, el propio Samuel Partida de pequeño, y Antonio Mercado, el gitano que disparó la pistola. También tenía las edades de todos ellos. Nueve años el niño, apenas veintiuno Roberto, y cuarenta el asesino. A los dos círculos restantes volvió a rotularlos como «Testigos», aunque esta vez pudo añadir las iniciales de sus nombres, que aparecían en el diario: «L. M.» y «G. C».

Procedió de la misma forma con la hoja correspondiente al 12 de mayo de 2000. Le golpearon recuerdos de Andrea saliendo del coche, David ofreciéndose a llevar las medicinas, él mojándose la cara frente al espejo y cubriendo el suelo de agua, Héctor negando con la cabeza a la entrada del hospital... Esta vez pudo escribir el nombre y edades de las cinco personas implicadas. Cuando Andrea visitó a David en el hospital al día siguiente, la familia Mirabal ya tenía toda esa información. Le contó los detalles a Aarón por teléfono, y ambos se sorprendieron al descubrir que Palmer, que aparentaba mucha más edad, apenas tenía cincuenta y tres años. «¿No sabes la edad de tus clientes? Vaya, cualquiera diría que es importante a la hora de medicarles», podría haber sido una broma de Andrea.

Aarón escribió en el papel el nombre del pequeño de la familia Cañizares.

—Nueve años, claro —dijo en alto al escribir la edad del crío que había presenciado el último atraco.

El dato le hizo sentir emoción en el estómago.

Anotó también los nombres del aspirante a ladrón y del hombre que socorrió a David e hizo la llamada con el móvil. Se detuvo durante unos segundos antes de escribir «David Mirabal». Su mano izquierda escribió después la palabra «Víctima», como había nombrado a todas las anteriores, pero la tachó enseguida con fuerza.

La misma fuerza con la que retumbó en sus sienes el eco de la culpa.

Aarón dispuso las cuatro hojas sobre la mesa, como una inacabada cuadrícula de tres en raya. Las observó, con la barbilla apoyada en ambos pulgares. Con ellos, presionó bajo el mentón hasta que le dolió la mandíbula. Una cálida ráfaga de aire entró por la ventana abierta. Se secó el sudor de las sienes y la frente. Asomado como estaba a la representación gráfica de los sucesos, sintió un escalofrío recorrer su espalda.

Una imaginaria Andrea apareció a su lado. Aarón casi pudo oler la manzanilla. Ella colocó sobre su hombro una mano que no vio pero sintió, y le dijo sin voz:
¿Qué tiene eso que ver con David?

—No lo sé, joder —espetó a la mesa.

Se tapó la cara con las manos. Separó los dedos para observar entre ellos los cuatro dibujos, el montón de círculos. Las fechas. Los nombres. Aquello era absurdo. El aroma a manzanilla comenzaba a volatilizarse. De súbito, la sensación de certeza se apoderó otra vez de su estómago. Sin necesidad de explicación, tachó con una gran «X» los círculos que representaban a las víctimas.

—Sí, Davo, tú también.

No esperaba encontrar el dibujo escondido de una estrella invertida, o alguna explicación paranormal de novela de terror, pero le permitió ver de forma más clara lo que ya sabía. Cinco círculos representando a cinco personas en cada atraco. Solo cuatro «X» representando a las víctimas. Y siempre un niño en la escena. De nueve años.

—Eso lo sé desde hace días, no era necesario montar todo esto para darme cuenta de que...

Un momento
, pensó.

Y entonces sus ojos se movieron sin que él los controlara hacia los círculos de Isaac Canal II en 1950, Antonio Mercado en 1971, y el hombre del móvil que intentó salvarle la vida a David. Al lado de todos ellos, esto sí era la primera vez que lo veía, su letra acelerada había escrito lo mismo: «Cuarenta años». Se le aceleró el corazón. Buscó con los ojos entre las edades que había apuntado.

—Me faltan más de la mitad, no creí que... —empezó a decir, pero se detuvo al reconocer dos veces la cifra «veintiuno». Era la edad del ladrón que disparó a David. La misma que Roberto de la Maza, muerto en 1971—. ¿Tienen las cinco personas siempre la misma edad?

Un pinchazo de dolor sacudió la entrepierna de Aarón cuando el calzoncillo estranguló uno de sus testículos. Se levantó de golpe. Casi arrancó los botones del vaquero en el desbocado intento de quitárselos, cosa que resultó difícil por la propia violencia de sus movimientos. Lo logró tirando de ellos hacia abajo con toda la fuerza que pudo. Regresó a la silla con la respiración entrecortada, la frente brillante. Hugo del Castillo pensó que el examen de aquel desconocido debía de ser importante.

Aarón estudió de nuevo las cuatro hojas. Había escrito las edades de todas las personas en el atraco de 2000. Ni una sola en el de 1909.

—Pero tengo tres de 1971 —dijo—. Y se repiten con respecto a las de 2000.

Rebuscó entre los recortes de periódico y las fotocopias. Ayudándose con el dedo índice, volvió a repasar la reconstrucción de los hechos de aquel año. Se detuvo en las iniciales de los dos testigos. Comprobó que las había colocado aleatoriamente sobre los círculos que le quedaron libres: «L. M.» sobre el que representaba a quien atendiera la gasolinera, y «G. C.» sobre el restante. De forma casi eléctrica alargó el brazo para coger la libreta y revisar las anotaciones de su conversación con Samuel Partida. Recordó que le había contado algo sobre el hombre que tuvo delante. «Hombre delante. Abrigo. Alcalde pueblo en ese momento. Muerto hace poco», consiguió leer entre aquellos garabatos que había escrito en el coche, forzando su memoria.

«Alcalde Arenas de la Despernada, defunción», fueron las palabras que introdujo en el buscador de internet del portátil. Tuvo que avanzar varias páginas de resultados hasta encontrar algo que se adaptara a lo que buscaba. Encontró una noticia breve, de hacía año y medio, sobre la muerte de Gabriel Calderón, «antiguo alcalde del pueblo madrileño de Arenas de la Despernada», leyó. Aarón echó un rápido vistazo a las iniciales y comprobó que coincidían. «Nacido el 1 de noviembre de 1917»› continuó leyendo, y se detuvo. Rápido como había sido siempre con los cálculos, apuntó «Cincuenta y tres años» junto al círculo de «G. C.» en 1971— Sonrió al comprobar que coincidía con la edad del señor Palmer en la fecha del último atraco.

Ya eran cuatro las edades que se repetían en esos dos sucesos. De vuelta al cuaderno, redescubrió otra frase de Samuel Partida para describir al cajero: «Joven, no llega a treinta», había escrito de forma telegramática.

—¿Veintinueve años quizás? —canturreó Aarón al silencio de su apartamento, absorto en sus dibujos—. ¿Como mi amigo Davo y yo mismo? —entonó otra vez.

Y él mismo se hubiera asustado de verse en calzoncillos, con gotas de sudor resbalando por las mejillas y adentrándose en la irregular frondosidad de su barba, mientras escribía «Veintinueve» junto al último círculo libre de 1971.

Une los puntos, Aarón.

Agarró las dos hojas completas, una en cada mano. Las levantó y las sostuvo frente a sus ojos. Miro a la izquierda. Luego a la derecha. Otra vez a la izquierda. Y a la derecha. Estaba claro. Todas las edades se repetían. Pero no los roles. El asesino tenía veintiuno en el año 2000. El asesino de 1971 tenía cuarenta. La misma edad que el hombre del móvil. El chico que atendía el mostrador en 1971 tenía veintinueve. Como veintinueve tenía la víctima de 2000. La víctima en coma que era el mejor amigo de Aarón.

—Los números encajan, pero ¿qué sentido tienen?

Y justo en ese momento de clímax, cuando Aarón sintió que había descubierto algo importante, la certeza volvió a desvanecerse como en el peor coitus interruptus, dejándole vacío y sin fuerzas. La presión de sus dedos sobre las hojas cedió y estas cayeron sobre la mesa. Pudo oler la manzanilla otra vez.
¿Qué quiere decir todo eso?
, le preguntó aquella voz interior empecinada en sonar como la de Andrea.
¿Te va a servir para salvar a David?.

—Ya sé que no —respondió a la nada.

Aarón se levantó y se dejó caer en el sofá, agotado y hambriento. Soñó con campos de manzanilla en flor. En medio, un niño juega y arranca las flores para formar un ramo en su mano izquierda. Es de día mientras lo hace, pero ya es de noche cuando, al ir a coger una última flor, descubre que los tallos están cubiertos de espinas afiladas como cuchillos. Su mano izquierda no es más que una masa de carne chorreante. El niño comienza a llorar, abriendo la boca. La abre cada vez más, hasta que la mandíbula cede y la cabeza se parte en dos, como si en alguna parte de la nuca el niño tuviera una bisagra. Dentro, una tarta con nueve velas con rostro y pelo largo rubio parece fundirse en el interior del cráneo del niño, al que ahora le ha crecido la barba. Está sentado en ropa interior en un charco de gasolina lleno de ondas irisadas. Una de las velas levanta su cara hacia Aarón, que ve sus piernas sumergidas en gasolina hasta la rodilla. El rostro de Andrea, ardiendo, le dice «Ha sido tu culpa», pero se lo dice tan rápido una y otra vez que apenas puede entenderlo. Aunque lo entiende. Y cuando lo hace, Andrea es de nuevo Drea. Y abraza a Aarón tumbada desnuda junto al lago. Y Aarón siente que la quiere, y se arrepiente de haberla dejado. Solo que esto último no lo soñó. Sus ojos ya se habían abierto mientras la Andrea del sueño se revolcaba sobre la hierba de Lago Arenas.

Despierto, su mente enlazó enseguida con los papeles llenos de nombres y números que había dejado sobre la mesa, como cuando en las peores noches de estudiante se despertaba recordando la última lección aprendida. El vacío de su estómago aspiró sus entrañas hacia dentro, y casi pudo notar el esófago adherido a su garganta. Pensar en comida le provocó náuseas, pero supo reconocer en ello la señal definitiva de que debía comer algo.

Fuera seguía siendo de noche. Hugo ya no le miraba. Aarón no pudo calcularlo, pero había dormido dos horas. Al levantarse sintió la espalda helada cuando una ráfaga del templado aire arénense golpeó la camiseta empapada del sudor que había chorreado con la pesadilla que no recordaba.

Levantó los dedos de los pies cuando el aire frío de la nevera le alcanzó al abrir la sección de los congelados. Andrea siempre había encontrado graciosa la forma en que se le levantaban los pulgares en cualquier situación. «Mira, mira, ya los tienes otra vez disparados», decía. Sacó una caja de pechugas de pollo empanadas que solo necesitaban seis minutos de microondas. La escarcha que se desprendió del cartón, y que fue a caer también sobre sus pies, le hizo echar de menos a Andrea hasta el punto de no saber si de verdad era el hambre la causa de esa sensación de vacío. La recordó con aquella camiseta enorme, un hombro descubierto, el mechón de pelo cayéndole sobre la cara, los dedos llenos de pan rallado y huevo batido, preparando pechugas de pollo empanado, como casi todos los sábados que habían pasado juntos en aquel apartamento. «¿Cómo no le voy a hacer su plato favorito a mi depredador favorito?», habría dicho ella, soplando por un lado de la boca para apartarse el pelo de la cara antes de alzar una mejilla esperando el beso de agradecimiento que Aarón siempre le daba, aprovechando para abrazarla por detrás, sentir su sexo entre los glúteos de ella, y preguntarle qué película verían esa noche. Ni un millón de hornos microondas como el que ahora descongelaba y malcocinaba la cena de Aarón podrían producir el mágico calor de esas noches junto a Andrea. En aquel momento, con la espalda aún mojada y la escarcha convertida en diminuto charco bajo el talón, las añoró más que ninguna otra cosa en el mundo. De repente los deseos de libertad habían perdido todo el sentido. Las ganas de conocer otro mundo más allá de Andrea. Los miedos a ser padre con ella.

Cuando sonó el timbre del microondas, fue como si el aparato hubiese puesto banda sonora a sus pensamientos, porque fue entonces cuando una idea salió a flote en el mar de tristeza contra el que un trozo de hielo desprendido de un alimento ultracongelado le había hecho enfrentarse.

—Tengo que llamar a Isaac Canal —dijo a los filetes mientras sacaba el plato caliente.

Tan despierto como si hubiera dormido ocho horas, regresó al montón de papeles. De un rápido vistazo recordó las coincidencias.

—Ese hombre tiene que darme más datos, la edad de sus familiares por lo menos.

Un torbellino de ideas comenzó a manifestarse en lo más profundo de su cabeza. «Yo diría que empieza detrás de los ojos y de ahí se extiende al resto, son ideas que no necesito pensar para entender», le habría contado a un psicólogo que le hubiera pedido una explicación gráfica de aquellos accesos de pensamiento acelerado. Aarón agarró un bolígrafo para hacer cálculos. Recordó haberle preguntado a Isaac el tiempo que había transcurrido entre los dos asaltos a la relojería. Sonrió sobre los papeles como sonreía en la farmacia cuando, con dos sencillas preguntas, descubría que Alma Blanco no necesitaba seguir tomando Prozac por mucho que ella insistiera en seguir haciéndolo. Y sonrió porque aquella pregunta había resultado ser más atinada de lo que hubiera podido pensar.

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