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Authors: Paul Pen

El aviso (32 page)

Aarón movió la cabeza. Buscó en la zona de los dulces. Allí había visto alguna vez a un montón de niños recién salidos de clase. Estaba vacía. Avanzó lentamente hacia el mostrador. En su camino, revisó los tres pasillos.

¿Dónde está?

El señor Palmer vio el reflejo de Aarón en el espejo circular que colgaba del techo. Allí donde también se reflejaban las rayas blancas de los tubos fluorescentes que iluminaban el establecimiento. Despegó los ojos de la pantalla, bajó el volumen y se levantó de la silla.

—¡Aarón! —gritó—. Pensaba que ya no venías. ¿Cómo que te van a echar? Ha venido tu jefe aquí hace una hora a pedirme explicaciones por lo de la gasolina gratis. Como si yo trabajara para él.
Asshole...
Yo no le he hecho ni caso, le he dicho que hablara contigo, que yo...

Aarón se dio la vuelta en cuanto escuchó las puertas automáticas. El niño rubio entró con un par de billetes en la mano.

—... no tengo nada que ver en esto y que... —seguía quejándose Palmer desde algún lugar.

La voz del americano se fue diluyendo en el aire hasta desaparecer del todo, como tinta mágica disuelta en agua hasta hacerse transparente. El niño avanzó con la cabeza agachada. Iba frotando una de las perneras de su pantalón corto.

Aarón giró el cuerpo por completo.

Ya estamos los cinco.

Sus ojos viajaron desde el niño hasta Jesús Moreno, que ojeaba ahora una revista con una rubia desnuda en la portada. De él saltaron al chico de la gorra, y Aarón vio cómo escondía una lata en cada bolsillo de su pantalón. Un pinchazo en el cuello precedió a la siguiente imagen. Palmer movía los labios y agitaba una mano con el índice extendido, pero Aarón no escuchaba nada porque el sonido se había convertido en oleadas de tonos graves e ininteligibles. El americano vocalizaba cada vez más lento, y parecía tardar una eternidad en pronunciar una sola palabra. Pequeñas gotas de saliva salían disparadas del interior de su boca.

Algo rozó la pierna de Aarón.

El tacto se transformó en visión cuando el niño pasó junto a él, se acercó al mostrador y levantó el brazo para dejar los billetes. Sus movimientos eran lentos y pesados, como si estuviera rodeado de agua.

Otro pinchazo en el cuello. Apareció el rostro del menor de los Moreno. Seguía mirando la revista. Vestía una americana negra. Aarón casi pudo imaginar la pistola escondida en el interior de la chaqueta de aquel tipo que ya no podía pagar ni la educación de sus hijos ni la revista porno que tenía entre las manos. Mientras Aarón se esforzaba en encontrar razones para que Jesús Moreno pretendiera atracar la tienda, una de las olas de sonido distorsionado trajo consigo un ruido extraño.

Un chasquido metálico.

Otro pinchazo en el cuello. El chico de la gorra miraba a Aarón con los ojos muy abiertos. De pronto, se echó la mano al bolsillo trasero para...

—¡Palmer, coge al niño! —gritó Aarón.

El discurrir del tiempo regresó a su velocidad normal.

El teléfono móvil que el guitarrista acababa de extraer del bolsillo trasero cayó al suelo. La batería salió disparada y acabó bajo una de las neveras del fondo.

El niño dejó de respirar en cuanto escuchó el grito, antes incluso de ver el arma que Aarón empuñaba con ambas manos, dirigida al chico de la gorra.


Holy Chríst! What the fuck
! —exclamó el americano.

Algo se retorció en el interior de su pecho y empezó a faltarle aire.

—¡Coge al crío! —volvió a gritar Aarón por un lado de la boca.

Al ver que el niño no se movía, Aarón se dirigió a él.

—Vete detrás del mostrador. ¡Vamos!

Le apuntó con la pistola en el intento de indicarle por dónde debía ir.

El crío rodeó el mostrador, muy despacio. En el marrón oscuro de su pantalón se extendió una mancha húmeda cada vez más grande. Cuando llegó al otro lado, se abrazó a las piernas del americano y cerró los ojos. Palmer buscaba entre los cajones las cápsulas para detener la máquina fuera de control en que se había convertido su corazón.

—¡Vosotros! —rugió Aarón.

Dirigió la pistola primero a Jesús Moreno y luego al ladrón de cervezas. Tenía las manos tan húmedas que temía que el arma pudiera resbalarse entre ellas y caer al suelo.

—¡Al suelo! ¡Los dos!

Aarón olió su propia adrenalina. La sentía desbordarse en forma de líquido gelatinoso por cada uno de sus poros. Tenía un olor amargo que se quedaba adherido a la garganta.

—Lo siento, lo siento —dijo el chico de la gorra. Sacó las dos latas de los bolsillos y las colocó de nuevo en la estantería—. Lo siento, solo era un par, pensaba comprar el resto. Lo juro, pensaba pagar el resto. Tengo dinero. A mi grupo nos va bien. No... no somos Dover pero, pero hacemos nuestros conciertos. Ojalá fuéramos Dover. Me moriría tranquilo si escribiera una canción la mitad de buena que
Serenade
. Pero, no quería... no quería hablar de morir, estoy nervioso. Es esa pistola, que me pone...

Se arrodilló sin dejar de hablar. Luego, se tumbó boca abajo. Cuando la visera tocó el suelo, la gorra se le salió de la cabeza.

Colocó las manos detrás de la nuca. Con la frente pegada al suelo, continuó murmurando algo.

Aarón apuntó el arma hacia Jesús Moreno. La revista se le había caído de las manos. Mostraba las palmas para que Aarón pudiera verlas.

—Demasiado cerca de la chaqueta —le dijo—. Levanta los brazos.

Jesús Moreno no hizo caso.

—¡Que levantes los brazos!

Sus manos se quedaron en el mismo sitio.

—¡Levántalos!

—Es que no puedo —dijo. No fue más que un susurro, porque tenía la voz atrapada al otro lado de una garganta contraída por el miedo—. Lo estoy intentando, pero no puedo.

Aarón señaló el suelo con la pistola para que se tumbara.

—Como él —dijo, y giró la cabeza hacia el chico de la gorra.

Jesús Moreno se dejó caer. Sus rodillas crujieron al golpear el suelo, sonaron como la cascara de un huevo al quebrarse. Lentamente, hizo descender el cuerpo ayudándose con los codos. Colocó las manos detrás la nuca. Giró la cara antes de apoyarla en la revista, apoyando su mejilla sobre el pecho desnudo de la rubia de portada.

—¿Quién de vosotros, eh? ¿Cuál de vosotros es?

Aarón movía la pistola a un lado y otro. Parpadeaba a un ritmo frenético para aliviar el picor del sudor sobre sus ojos.

—Aarón, ¿qué estás haciendo? —La voz del americano interrumpió sus pensamientos. Palmer sujetó la cabeza del niño con manos temblorosas—. Si esto es por David...

—¡Cállate! —le ordenó.

El señor Palmer sacudió los hombros y cerró los ojos con fuerza.

—Ya no es por Davo, es por mí. —Las lágrimas se mezclaron con el sudor alrededor de sus párpados, el derrame ardió—. Todo esto, todo, ha sido por mí.

El padre del niño rubio miró en dirección a la tienda. Empezó a caminar con grandes zancadas hacia la puerta cuando sintió que algo no iba bien. Lo primero que vio a través del cristal fue a un hombre tirado en el suelo. Luego aparecieron dos manos que empuñaban con fuerza una pistola. Estaban blancas, casi moradas las puntas de los dedos. Controló el primer instinto de entrar y regresó corriendo al coche en busca del teléfono.

Aarón le explicó a Palmer:

—Uno de estos dos tipos, esos de ahí, los del suelo, uno de ellos iba a matarme esta noche.

¿Y si es el viejo el que pensaba hacerlo?
, le dijo alguna voz en su cabeza.

—¿Tú no me harías daño, verdad?


What the...
—comenzó Palmer, de forma instintiva— ¿Qué estás diciendo? Eres el hijo de Ana Salvador, por favor.

—Es uno de estos dos —dijo Aarón. Volvió a dirigir la pistola hacia el suelo—. Eres tú, ¿eh? Esos ojos amarillos me han puesto nervioso desde que entré. O tú, Jesús. ¿Por qué no acabas con tus hermanos? Son ellos los que te la han jugado. Venga, ¿cuál de vosotros venía a atracar la tienda? ¡Cuál de los dos!

Aarón se acercó al chico de la gorra. Se agachó para cachearle. Seguía hablando incoherencias y notó que estaba temblando. Tras repasar toda su ropa, solo encontró una cartera y un ambientador con forma de pino en el bolsillo de atrás. Aarón lanzó el arbolito a la estantería.

—Sabía que tenías que ser tú —le dijo a Jesús Moreno, antes de levantarse y caminar un par de pasos hacia él—. ¿Por qué vas vestido con esa chaqueta, con el calor que hace? Creo que ya sabes que las noches de junio son calurosas en Arenas... ¿O no? ¿Qué quieres esconder con esa americana, eh? ¿Qué escondes ahí dentro?

—Por favor —suplicó, con un susurro ahogado—, vengo de una entrevista. Mis hermanos y yo, la empresa, me echaron hace unos meses.

—Todos sabemos lo que ha pasado. Ya sabes cómo somos en el pueblo. Palmer se encarga de que la información no deje de correr.

Aarón se agachó junto a él. Buscó en todos los bolsillos de la americana. En los del pantalón. El olor a mierda le pilló por sorpresa. Era tan penetrante como el de aquellas muestras que llegaron con dos semanas de retraso al laboratorio, cuando aún estudiaba en la universidad.

Se levantó de un golpe, asqueado.

El pensamiento acelerado comenzó a encenderse en su cabeza, y esta vez dolió desde el primer momento.

No son ellos, estos dos están más asustados que tú.

Detrás de los ojos y hasta la nuca, un pinchazo eléctrico contrajo sus hombros y Aarón entornó los ojos como si así pudiera disminuir el dolor.

¿De verdad no te has dado cuenta todavía?
, le preguntó su cabeza.

Caminó hacia atrás para separarse de los dos hombres tirados en el suelo. Tenía las manos heladas. Empezaba a sentirlas entumecidas. Miró a Palmer y la pistola le apuntó.

No puede ser él.

El viejo bajó la cabeza mientras recordaba a Ana Salvador limpiando los labios de Aarón, agachada con la falda por encima de la rodilla. Cerró los ojos y pensó en su mujer. Apretó la cabeza del niño contra sus piernas.

A Aarón se le escapó un grito de dolor cuando las imágenes empezaron a proyectarse en su cabeza con una intensidad luminosa que quemaba en los ojos.

Si no es ninguno de esos dos cobardes ni el americano, solo puede ser...

—Dile al niño que salga —dijo Aarón.

—No.

Palmer sacudió la cabeza. La piel de su papada continuó balanceándose después de hacerlo.

Aarón frunció el ceño, manteniendo un ojo más abierto que el otro. Era un gesto clásico en él. Único. Palmer lo identificó como suyo desde que era un niño. Y lo había mantenido idéntico hasta la edad adulta.

—Dile... al niño... que salga —repitió con dificultad.


No
—dijo el americano con el mayor convencimiento que pudo, y sin reparar en que lo había pronunciado en inglés—. Aarón, baja esa pistola.

El dolor de cabeza aumentaba con cada pequeño esfuerzo. Le hacía daño el simple hecho de escuchar las palabras.

—¡Quiero tener a ese niño aquí delante! —gritó.

La sangre bombeó con tanta fuerza en las sienes y la nuca que creyó que iba a perder el conocimiento.

Palmer repitió que no iba a dejar salir al niño, pero el pequeño se desenredó de entre sus piernas. Los dedos del americano apenas rozaron su cabello dorado cuando intentó impedírselo. Con el pantalón mojado y la cara húmeda, el niño salió de detrás del mostrador.

Miró a Aarón a la cara y le dijo:

—¿Qué?

La corriente eléctrica siguió sobrecargando el cerebro de Aarón. De nuevo las fechas
—no si te cojo yo primero y te conviertes en la víctima
— y los números
—solo puede ser él
— golpearon el interior de su cabeza
—siempre hay una víctima, siempre hay un asesino
— con una energía que transformó el dolor espasmódico
—nunca han matado al niño
— en un zumbido constante de calor insoportable.

Hasta que la energía fue tanta que el mecanismo se colapso.

Y la luz cesó.

Desde la oscuridad, llegó la voz de Andrea.

¿No estarás pensando que es el niño el que iba a matarte?
, dijo.

Y entonces Aarón entendió.

Dentro de sus zapatillas, los dedos se agarrotaron. Apenas sintió cuando la uña de uno de ellos se separó de la carne. Andrea o su voz tenían razón. Y por eso su voz dejó de sonar como sonaban los pensamientos, y Aarón la escuchó con tanta nitidez que miró a su alrededor para asegurarse de que ella no estaba allí.

—¿Ahora te das cuenta? —dijo—. Con lo fácil que es. ¿No ves que te toca a ti ser la víctima, por mucho que lo hayas tachado en el papel de tu casa? Te toca a ti. Y yo aquí solo veo una pistola. ¿De verdad pensaste en el niño?

La voz cambiaba de timbre con cada palabra. A veces sonaba como la de David. O como la suya propia. Cerró los ojos.

—Podrías disparar ahora mismo a donde quieras y la bala rebotaría para darte entre los ojos. El cabrón del destino, ¿recuerdas? Tú mismo lo dijiste. —La voz era de nuevo Andrea.

Aarón dio una patada al mostrador. El niño se tiró al suelo.

—Con lo fácil que hubiera sido no venir al Open. —Sus pensamientos sonaron ahora con la voz de David—. Ah, claro, había que proteger a Drea. Pero ¿protegerla de qué?

Aarón gritó hasta que le dolió la garganta para dejar de escuchar la trenza de voces. Ni siquiera cuando notó la garganta arder y percibió el sabor metálico de la sangre en la boca dejaron de colarse entre sus gritos desgarrados.

—Ahora tú decides —dijo la Andrea imaginaria—. Puedes disparar a alguna de estas personas, pero no te va a servir de nada, porque ellos son como Davo. Ellos solo son los actores de la escena de tu muerte. ¿Recuerdas cómo me lo explicaste? ¡Por Dios, Aarón, si tú inventaste todo esto! Tenías razón en todo. No me gusta reconocerlo, pero es así. Ahí estáis los cinco, cumpliendo cada uno con vuestro papel. No hace falta ni que preguntemos a esta gente qué edad tienen, ¿verdad?

Aarón se tapó los oídos. Con las uñas se hizo heridas en el cuero cabelludo. Sintió el metal helado sobre la oreja. No sirvió para acallar las voces en su interior.

—O disparas a esta gente para nada, o te quitas de en medio tú sólito que es lo que tiene que pasar. Qué cosas, ¿eh? Víctima y asesino son la misma persona en este cuarto atraco.

Aarón se mordió la lengua hasta que un trozo se quedó al otro lado de los dientes.

—Víctima y asesino son la misma persona. Esa es buena, ¿eh, Aarón?

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