Authors: Paul Pen
En el interior del coche, Andrea marcó el número de David. Mantenía la dirección del volante con la palma de la otra mano, la misma con la que sujetaba el disco con el vídeo de Leo.
—Davo —dijo en cuanto lo oyó descolgar el teléfono—. Recibí el sobre, recibí el vídeo. —Hizo una pausa antes de gritar—: ¡Es él!
—¿Andrea?
—Es él. Es ese niño. El que Aarón decía. Todo ha sido verdad. —Hablaba de forma atropellada mientras miraba por los espejos retrovisores para incorporarse a la autopista—. ¡Era todo verdad! Solo se equivocó contigo. Empezó a contar desde el día de tu atraco. ¡Pero tú no moriste! ¡Y uno nace cuando muere el anterior! ¿Cómo no nos dimos cuenta? ¿Cómo no te has dado cuenta al ver el vídeo?
—No lo he visto —aclaró—. Yo sí quiero olvidar.
—¡Es hoy! —gritó Andrea. Varios coches pitaron a su alrededor—. Lo van a matar hoy en la tienda del americano. Tenemos que detenerlo. Necesito que vayas ahora mismo a casa de ese crío y les digas...
—Voy a colgar —dijo David—, te juro que no quiero hacerlo pero voy a colgar si me sigues hablando de esto.
Andrea dejó de hablar al escuchar aquello. Tras un silencio, gritó:
—¿No lo entiendes? ¡Es hoy! ¡Va a pasar hoy! ¡En el Open!
—Déjalo ya —repuso David. Su tono sonó agotado.
—Voy a Arenas en el coche. A la dirección que has puesto en la tarjeta. Pero no llegaré antes de las diez de la noche. Necesito que me ayudes y vayas tú...
David colgó el teléfono. Andrea se quedó con la boca a medio abrir. Miró la pantalla del móvil como si en ella fuera encontrar alguna respuesta. Volvió a marcar su número. El teléfono ya estaba apagado. El retrovisor la deslumbró cuando el coche de atrás encendió las luces largas.
Entonces el móvil comenzó a vibrar.
Era Emilio. Andrea lanzó el teléfono al asiento del copiloto.
—¡Sí, voy a Arenas! —aulló al aparato—. ¡Y sí, he tenido que irme en coche!
Andrea pisó el acelerador con fuerza. Sintió la dureza del pedal en la planta del pie. Un escalofrío recorrió su espalda. Asomó la cara por debajo del volante y encontró lo que se temía. Había salido descalza de casa.
LEO
Lunes, 14 de septiembre de 2009
Leo escuchó a su padre salir a la terraza de su habitación, a sus espaldas, pero siguió con el ojo pegado al ocular. Acababa de enfocar Urano por primera vez. Cuando Amador carraspeó, separó la cara del telescopio. No se dio la vuelta, no dijo nada. A oscuras desde la puerta, y bajo la persiana automática desde la que
Pi
no vio el cielo incendiarse en la lluvia de estrellas de hacía una eternidad, Amador se dirigió a su hijo:
—¿Sabes qué día es mañana?
Leo irguió la espalda. Alzó la cabeza para mirar el cielo nocturno. Volvió a buscar Urano, que a simple vista desaparecía entre el montón de estrellas de una de las últimas noches de verano en Arenas.
—Quince de septiembre —dijo finalmente—. Martes.
—No te hagas el tonto, sabes a lo que me refiero. —Amador dio un paso al frente sin acercarse del todo a su hijo—. Mañana...
—Empieza el curso —terminó Leo la frase. Luego, dejó caer los hombros y expulsó el aire por la nariz—. Ya lo sé.
Amador, que veía la figura de Leo recortada contra la negrura de la noche desde atrás, recordó cómo su padre había dejado caer los hombros y había suspirado también por la nariz el día que le dijo que quería estudiar Matemáticas y no Derecho, declaración de intenciones que no llegó a cumplir porque aquella caída de hombros
y
aquel bufido habían sido suficientes para convencerle de hacer lo que había que hacer. Avanzó otro paso y se colocó a la derecha de su hijo. Miró al cielo en la misma dirección que él. Le rodeó con un brazo que apoyó sobre su hombro. La otra mano se la echó al bolsillo.
Permanecieron un rato en silencio, mirando sin ver Urano.
Dos grillos iniciaron una conversación en alguna parte.
—¿Has visto hoy alguna estrella fugaz?
—¿Sabes, papá? —dijo Leo. Se recordó tumbado en el suelo de su habitación, el verano pasado, intentando abrir una rendija en la persiana—. Creo que las estrellas fugaces no existen en realidad. Nunca he visto una.
La temperatura de la piel de Amador cambió cuando recordó el castigo. Despegó su mirada del cielo e inclinó la cabeza para mirar a Leo. Seguía con los ojos clavados en algún lugar muy lejano más allá de las estrellas. Una luz plateada perfilaba su nariz y una de sus mejillas. Justo debajo de la barbilla, en el suelo, los dedos de los pies se le movían hacia arriba y hacia abajo.
—Tampoco has visto... no sé, Urano —improvisó Amador—, y sabes que existe.
Leo sonrió.
—Urano sí lo he visto —dijo, y elevó ligeramente el mentón—. Está ahí mismo.
Amador pudo apreciar el cambio de intensidad en el brillo de los ojos de su hijo. También vio su pecho elevarse en una honda respiración.
—Papá —dijo—, se ha acabado el verano.
—Técnicamente aún queda una semana. Además, seguirá haciendo calor hasta octubre.
—No es lo mismo.
Leo permaneció callado unos segundos antes de continuar. Un tercer grillo, de chirrido más agudo, se unió al coro.
—Creo que el año que viene quiero ir a algún campamento —dijo—. Hay muchas cosas que aún no he visto.
El estómago de Amador pareció subir. Y luego bajar.
—Papá, este curso voy a intentar hacer amigos.
Amador se arrodilló. Abrazó a su hijo como no lo había vuelto a hacer desde el último incidente en la tienda del americano, desde la vez que tuvo que desenredarlo de sus brazos y dejarlo solo junto a Victoria mirando al suelo porque un montón de voces en su cabeza querían hacerle creer que su hijo estaba loco. Desde que se escondió detrás del coche para que Leo no viera cómo había metido la cabeza entre las rodillas para dejar de escuchar aquellas voces.
—Claro que sí. Este año todo va a ser diferente —le murmuró al oído.
Cuando deshizo el abrazo y lo observó de frente, el brillo azulado de la luna perfiló el rostro de su hijo, que miraba expectante.
—¿Podré dejar de ver al doctor Huertas? —preguntó.
—Todavía no —contestó Amador mientras negaba también con un movimiento de cabeza—. Vuelve la semana que viene. Tenemos que ir a la consulta y contarle lo que pasó en agosto. Él sabrá qué tenemos que hacer.
Leo elevó su labio inferior y asintió. Luego miró al suelo. Una corriente de aire cálido trajo consigo el olor de lo que Linda estaba preparando en la cocina.
—Le he pedido a Linda que hiciera tu plato favorito. Tienes que cenar y acostarte pronto. Mañana tienes un día duro por delante.
Leo volvió a asentir sin decir nada.
Pi
apareció de repente y empezó a ronronear frotando su cabeza contra una de las piernas de su dueño. Amador se puso de pie. Se sacudió el pantalón a la altura de las rodillas con un par de manotazos.
—Vamos-dijo.
Leo miró una última vez al cielo antes de sacar algo redondo de uno de sus bolsillos. Lo enroscó alrededor del ocular y colocó el telescopio en posición horizontal.
—Vamos —repitió Leo.
Pensó en agarrar a su padre por la cintura, pero se contuvo. Apretó los puños a ambos lados del cuerpo. Caminó junto a Amador, deseando que el día siguiente no llegara nunca.
Cruzaron la terraza guiados por la escasa luz de la luna en cuarto menguante. En la habitación de Leo, sumida en la oscuridad salvo por algunos charcos luminosos de agua plateada, las estrellas del techo brillaban en forma de puntos verdes, derramando el brillo robado al sol durante el día y a la bombilla de la pared durante tantas noches de lectura a escondidas. Amador agachó la cabeza para esquivar la persiana. Leo entró justo detrás de él y dirigió la mirada al techo. Amador le imitó. Sonrió al recordar el día que pegaron las estrellas, y cómo Leo se enfadaba cada vez que él colocaba alguna fuera de lugar.
—¿Ves, hijo? Decías que nunca habías visto una estrella fugaz, y llevas años durmiendo con esta encima.
Amador se agachó y dirigió el brazo con el dedo extendido hacia la pegatina de una estrella de seis puntas con una cola curvada de plástico en forma de estela. Leo la localizó sin necesidad de seguir el dedo de Amador.
—No es lo mismo. Además, este cielo no está completo.
Aquello sorprendió a Amador.
—¿No llegamos a acabarlo? —preguntó—. Si te prometí que compraríamos las estrellas que hicieran falta para terminarlo, para que fuera igual que el del libro que te regalé —recordó en voz alta.
El eco de una carcajada de Leo, la que se le escapó cuando él perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse de la escalera de mano, resonó en su cabeza casi con la misma fuerza que la de los grillos que seguían cantando en el exterior.
—También dijiste que aquello sería un agujero negro.
Amador sí necesitó guiarse con el dedo índice de Leo para dar con la esquina en el techo, un agujero más grisáceo que negro, en donde las estrellas simplemente dejaban de existir. Reconoció el último punto luminoso, el que colocó ya con un pinchazo de dolor en la espalda. Recordó a Leo con un plástico vacío entre las manos, repasándolo con la uña varias veces, esperando encontrar alguna estrella olvidada. Recordó también la cara que puso entonces, cómo había mirado al mapa celeste de su libro y después a aquella esquina vacía que padre e hijo volvían a mirar ahora.
Amador, en cuclillas, agarró la mano extendida de su hijo. Le bajó el brazo con suavidad, guiando con él todo su cuerpo para que lo mirara a los ojos.
—¿Quieres que lo acabemos hoy?
El rostro de Leo se iluminó en medio de aquella oscuridad. A Amador le resultó muy fácil establecer una metáfora con las estrellas adhesivas que les miraban desde el techo. Leo sonrió sin enseñar los dientes, solo durante un segundo.
—Dijiste que tenía que cenar y acostarme. Mañana...
—Empieza el curso —terminó Amador la frase—. Ya lo sé. Pero también te he dicho que este año va a ser todo diferente. Y lo vas a empezar con un cielo completo sobre tu cama. —Hablaba con la excitación de un niño que está a punto de cometer una travesura, como comerse sin pagar unas golosinas de la tienda a espaldas de su madre—. Vamos a decirle a Linda que deje las pechugas para un poquito más tarde —añadió.
—¿Empanadas? —preguntó Leo, la sonrisa ya del todo abierta en su rostro.
—¿Tú qué crees?
Leo rio de verdad por primera vez en mucho tiempo. Amador se incorporó de un salto. Buscó a tientas el interruptor en la pared del otro extremo de la habitación. Ambos entornaron los ojos cuando la bombilla se encendió e hizo desaparecer de golpe todo el universo. Leo localizó sus zapatillas debajo de la cama justo antes de que su padre señalara el techo con los pulgares y preguntara:
—Las compré en la tienda del americano, ¿verdad, comandante?
Leo se quedó congelado, la espalda encorvada, el pie derecho metido solo a medias en una de las zapatillas. Miró a su padre. —Leo.
La solemnidad en su voz y la severidad de la mirada que le devolvió hacía innecesaria cualquier otra explicación.
Como si sus músculos volvieran a la actividad tras permanecer todo un invierno agarrotados, Leo terminó de calzarse tratando de disimular el temblor de sus manos. Prefirió no decir nada para que las palabras no patinaran en su garganta.
Cuando su hijo estuvo listo, Amador apagó la luz y salieron de la habitación.
Leo reconoció el frío en la espalda.
—¿Por qué me dice Linda que le has dicho que espere media hora para servir la cena? —El ruido de los tacones y la voz de Victoria les sorprendieron mientras se dirigían a la puerta principal—. Imagino que no has olvidado que tu hijo empieza el curso mañana.
Amador se giró. Victoria hablaba mientras caminaba hacia ellos desde la entrada que daba acceso al salón en el jardín. El hielo picado del vaso que llevaba en una mano sonaba al golpear el cristal a cada paso. Amador asoció el sonido, con total claridad, al que hicieron los hielos del whisky doble de su padre la noche en que había señalado a una tal Victoria Cuevas en una convención de vejestorios cansados de la abogacía en Praga y le había dicho al oído: «Esa mujer te interesa».
—Vamos un segundo al Open.
—Vaya. —Victoria juntó los labios e hizo el sonido de varias emes seguidas—. ¿Qué es esto, una nueva terapia de choque de la que no se me ha informado?
Terminó la pregunta en el mismo momento en que se situaba delante de su marido y su hijo. El ruido de los tacones cesó. El tintineo del vaso, no. Alargó la mano libre y pellizcó la nariz de Leo. Dio un sorbo a su bebida antes de continuar.
—¿O es que os escapáis en mitad de la noche? —Miraba a Amador y Leo de forma alterna, hasta que detuvo la mirada sobre la del niño—. ¿Les vas a hacer ese feo a tus compañeros? Pero si deben de estar deseando que llegue mañana para verte.
La manera en que pronunció la palabra «deseando
» —deseannndo
— hizo que a Amador se le revolvieran las tripas. «Se llama Victoria Cuevas y es una gran abogada —había dicho Amador Cruz padre—, créeme, quieres que esa mujer sea la madre de tus hijos.»
—Vamos a comprar unas estrellas para el techo.
Victoria les dedicó una de sus sonoras carcajadas, echando la cabeza hacia atrás en un gesto que resultó sobreactuado.
—Venga, hijo, vamos —dijo Amador.
Abrió la puerta y alargó el brazo hacia Leo para dejarle pasar antes que él. Leo despegó los ojos de su madre y caminó hacia fuera con ambas manos por delante, la de su padre empujándole suavemente por la espalda como la noche de hacía un mes, cuando la sintió sobre su camiseta húmeda antes de entrar en el Open.
—Nada, id a donde queráis. Yo voy a empezar a cenar. Linda va a subirte ahora el uniforme a la habitación —dijo, elevando la voz—. Ella te despertará mañana para el desayuno. Yo te recogeré a la salida, enfrente del Open. Bueno, ya sabes dónde, al otro lado de la calle. Como siempre. A ver cuándo...
—Muy bien, ¿eh? —la cortó Amador.
No dijo nada más. Salió de casa y cerró la puerta tras de sí. Lo hizo más fuerte de lo que pretendía. Leo esperaba fuera. Las palabras de su madre le habían encogido el estómago. Se vio descalzo sobre la acera buscando la sombra del semáforo para aliviar el ardor en las plantas de los pies. Subieron al Aston Martin. Amador arrancó.
Victoria escuchó el coche marcharse. Se dirigió al sofá mientras removía el contenido de su vaso. Se sentó, cruzó una pierna por encima de la otra y apoyó la bebida en la mesa. Comenzó a hacer sonar sus uñas. Enganchando la del índice en la del pulgar para soltarla después. Permaneció así varios minutos. Mirando a la pared. Balanceando el pie que colgaba a unos centímetros del suelo.