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Authors: Paul Pen

El aviso (36 page)

Entonces escuchó el motor de un vehículo. Arrugó la nariz al pensar que Amador no había tenido tiempo de ir a la tienda y volver. El chillido cada vez más agudo de un frenazo comenzó a preocuparla. Parecía que algo iba a chocar contra la casa. Poco después, el timbre empezó a sonar sin descanso.

Cuando Victoria abrió la puerta y descubrió a la mujer descalza, entendió enseguida que algo no iba bien.

Amador y Leo conducían hacia el Open con las ventanillas bajadas. Leo miró a su padre. Cuando él asintió, sacó medio cuerpo por la ventanilla delantera y dejó que el aire caliente le golpeara en la cara. Cerró los ojos y se imaginó alzando los brazos para celebrar una imaginaria victoria, aunque su imaginación no le permitió crear nada que quisiera celebrar. Su padre creyó ver un impulso retenido cuando Leo movió las manos.

—Puedes levantar los brazos si quieres —le dijo.

Leo, allá fuera, navegando con los ojos cerrados sobre un viento ensordecedor, no oyó nada.

Regresó al interior del coche en cuanto se acercaron al centro del pueblo, iluminado ya con la luz naranja de las farolas que parecían grandes soles en un sistema solar entomológico. Cuando sortearon una rotonda y entraron en la calle del Open, a Leo se le escapó la mirada al otro lado, hacia el colegio. Le pareció extraño que el edificio vacío que ahora observaba pudiera ser el causante del sudor que manaba desde el final de su espalda. Casi podía revivir la sacudida de dolor eléctrico de los pisotones de Edgar.

«Este año todo va a ser diferente», acababa de decir su padre. Leo agitó la cabeza como lo haría alguien que quisiera sacudirse de encima la culpa. Logró apartar del cine de su mente las dolorosas proyecciones que la visión del colegio había desencadenado. Se prometió que, de la misma forma, tenían que desaparecer del próximo curso las horas de comedor a solas. Las solitarias esperas al otro lado de la calle. Las veces que se encerraba en el baño, los pies subidos a la taza para que no le localizaran, mirando el reloj para salir diez minutos más tarde que todos los demás. «Siempre el último», era el saludo habitual de mamá.

—Este año todo va a ser diferente —repitió, como si fuera una consigna.

—¿Cómo dices?

—Nada, papá.

El Open apareció a su derecha. De un volantazo, Amador, que conducía distraído mirando a su hijo, entró en la zona de surtidores de gasolina. Se colocó detrás de otro coche que arrancaba en ese momento.

—No creo que moleste aquí. De todas formas, no vas a tardar mucho, ¿no?

Leo giró la cabeza hacia su padre. A lo lejos, a través de la luna delantera, podría haber visto a un universitario con un montón de libros bajo el brazo que entraba en la tienda a comprar unas latas de Red Bull para aguantar la noche de estudio que tenía por delante.

—¿No vienes conmigo? —preguntó Leo.

Una de sus manos empezó a temblar y la aprisionó bajo la pierna.

—No, hijo, no hace falta. Toma esto. —Extrajo un billete de veinte euros del bolsillo delantero—. Será suficiente, ¿no? Y que te devuelva bien el cambio ese viejo.

—Ya no está el viejo. Ahora hay otro señor.

—Pues que no te engañe. Venga, ve, que así tardamos menos. Tu madre dijo que iba a empezar a cenar y...

—No es por eso —dijo sin pensar mientras agarraba el billete—. Lo que quieres es que entre solo. Mamá te da igual.

Esperó que su padre se enfadara. En su lugar, el gesto de Amador se tensó primero y luego se relajó, como el de alguien que desarma sus defensas tras haberse descubierto el mayor de sus secretos.

—Hijo —giró la llave e interrumpió el contacto—, si de verdad quieres que las cosas cambien, tienes que empezar a cambiarlas tú. Esto es cosa tuya. Sabes que no hay ningún peligro en el Open. Ya hemos pasado por esto.

Leo metió su otra mano bajo la pierna.

—Papá-empezó.

Cuando supo lo que iba a pasar con su voz si seguía hablando, se calló.

—Vamos, Leo.

Agarró el volante con ambas manos, como si el coche siguiera en marcha.

Amador señaló la entrada del Open con la barbilla. El neón parpadeaba sobre las puertas automáticas. Se abrieron cuando entró un hombre que dejó atado un cachorro de pastor alemán a uno de los postes, los mismos donde los compañeros de Leo apoyaban sus bicicletas.

Una oleada de terror ascendió desde el vientre hasta la garganta de Leo cuando pensó en volver a entrar solo en aquel lugar. La contuvo como si fuera vómito.

—Ya no quiero las estrellas —dijo, sin temblor en la voz—. Vámonos a casa.

Tiró el billete sobre las piernas de su padre.

Los dedos de Amador se agarrotaron alrededor del volante.

—No me obligues —murmuró, más al salpicadero que a su hijo.

Tenía miedo de que explotara aquella mecha que notó encenderse en algún lugar.

—No las quiero.

—¡Entra ahí ahora mismo!

Gritó de repente y sin poder contenerlo, como tampoco pudo contener el golpe que dio al volante con una de sus manos. Dos minúsculas gotas de saliva impactaron contra el cristal. Leo saltó en su asiento y observó a su padre con los hombros encogidos. Amador le miraba de reojo, el cuerpo dirigido al frente, la cabeza apenas girada. A Leo no le gustó la forma en que estaba respirando. Lentamente, liberó una de sus manos y recogió el billete sobre las piernas de su padre. Ya le daba igual que viera cómo temblaba. Pero no temblaba. Agarró el dinero sin separar la vista de la suya. Amador volvió a mover la cabeza en dirección a la entrada del Open. El plástico del volante rechinó bajo sus manos.

—Te espero aquí —dijo.

Leo abrió su puerta. Salió sin decir nada más. Cuando la cerró, y se vio solo frente al Open, otra vez, pensó en echarse a correr. Detuvo el impulso encogiendo los dedos de los pies. Apretó el billete húmedo en uno de sus puños.

Y comenzó a caminar.

Amador siguió con los ojos la trayectoria de su hijo. Lo veía cada vez más borroso. Se secó los ojos con el dorso de una mano.

Esto ya para largo, tú hijo no está bien. Lo sabes, ¿no?
, pensó.

Antes de poder callárselo, como se había callado tantas cosas durante tantos años, Amador gritó algo ininteligible al vacío del coche. Sirvió para desentumecer su garganta encogida y le permitió desahogarse con una única arcada de llanto.

Entonces vio las puertas del Open abrirse.

Distinguió también cómo Leo cedía el paso a un hombre vestido con una cazadora de cuero mientras recordaba, con una tristeza que se permitió escuchar por primera vez en su vida, la forma en que Victoria acababa de burlarse de su propio hijo en la puerta de casa.

De súbito, escuchó el pitido constante de un coche que se acercaba a toda velocidad por la calle del Open. Amador se secó los ojos y se volvió para ver la razón del escándalo.

Se le encogió el corazón cuando reconoció a Victoria.

Viajaba en el asiento del copiloto de un coche desconocido. Llevaba medio cuerpo fuera, como Leo hacía unos minutos. Agitaba los brazos. Amador distinguió la silueta de otra mujer al volante. Hacía gestos exagerados con un brazo fuera de la ventanilla. Gritaba a la luna delantera del coche. Victoria también gritaba, su pelo estirado hacia atrás por la fuerza del aire. La luz de los faros delanteros del coche cambiaba de intensidad en forma de espasmos eléctricos.

Amador se quedó paralizado.

Después, escuchó el frenazo a su lado.

Victoria tropezó al intentar bajar del coche de la desconocida y golpeó el suelo con la cara.

Andrea salió disparada en dirección a la tienda. Sus lágrimas volaron hacia atrás. Notó el calor del asfalto en las plantas de los pies. Se los manchó de alquitrán y gasolina.

Corrió con todas sus fuerzas.

Un flash transformó el Open actual en el Open de hacía nueve años. Andrea corrió en dirección a Aarón. Imaginó su propia piel coloreándose con el reflejo en azul de las luces policiales. Recordó la zapatilla al final de una pierna tendida en el suelo de la tienda. Sintió en su frente la humedad del pecho de Aarón.

Andrea gritó para regresar al momento actual.

Pensó en atravesar la puerta.

Romperla en mil pedazos.

El sistema de apertura no podría abrirlas a la velocidad de su carrera. Tendría que cortarse para abrazar al niño. Para volver a abrazar a Aarón. Fue entonces cuando sonó el primer disparo.

De tres que hubo en total.

Andrea se hizo sangre en el pie derecho cuando se detuvo en seco y derrapó sobre la gravilla.

Victoria sintió un dolor en el estómago mucho más intenso que el que a veces le provocaba el sentimiento de vergüenza hacia su propio hijo.

A Amador las pupilas se le dilataron hasta que le dolió el brillo del neón sobre sus ojos. Su cuerpo saltó tres veces, una con cada uno de los disparos, pero fue incapaz de separar las manos del volante.

Andrea se dejó caer de rodillas cuando vio al hombre de la cazadora de cuero salir corriendo hacia un coche con el motor en marcha que le esperaba al lado de un surtidor. El perro en la puerta ladraba y luchaba contra una correa demasiado corta. En el interior de la tienda, un tipo delgado agitó los brazos y gritó pidiendo socorro.

Victoria logró levantarse impulsándose con ambas manos. Escupió el polvo del suelo. Caminó hacia las puertas del Open. Pasó junto a Andrea, que había escondido la cara entre sus manos, los codos apoyados en las rodillas.

Durante varios minutos, los ojos abiertos de Amador no vieron nada.

No vio a Victoria entrando en la tienda.

No vio a Andrea tirarse del pelo antes de caer hacia un lado.

Amador no vio nada hasta que la sirena de una ambulancia que apareció frente a él pulsó algún interruptor en su cerebro y lo devolvió a la realidad.

Una realidad en la que supo que su hijo ya no estaba.

Gritó.

La puerta del coche se abrió. Amador prácticamente se dejó caer. Se golpeó el codo contra el asfalto caliente. El dolor le hizo gritar otra vez.

Entonces escuchó un eco grave, ralentizado y distorsionado.

—¡Leo!

Amador se oyó a sí mismo gritar el nombre de su hijo.

Epílogo

Lunes, 21 de septiembre de 2009

Victoria abrió la habitación una semana después.

Esperó en la puerta un tiempo que no supo medir, sin atreverse a entrar, antes de dar el primer paso. Algo cambió en el aire nada más cruzar el umbral, algo eléctrico que erizó el vello de todo su cuerpo. Creyó escuchar un susurro cálido justo detrás de la oreja. En realidad, el silencio era total. El uniforme escolar estaba colgado del pomo en el armario. Sobre la cama, la colcha seguía arrugada marcando el lugar donde Leo se había sentado por última vez. Victoria se agarró el cuello con ambas manos apoyando los brazos sobre el pecho. Transcurrió otro intervalo de tiempo indeterminado durante el cual mantuvo la mirada perdida, como tantas veces en los últimos siete días. Entonces descubrió algo. Salió a la terraza y cogió el telescopio. Cuando intentó plegarlo y no encontró la forma de hacerlo, tuvo que contener las ganas de golpearlo contra el suelo. Lo dejó en el mismo lugar, como si aquello fuera lo que hubiera querido hacer desde el principio.

De vuelta a la habitación, se acercó a la cama y se encorvó para agarrar la colcha por uno de los lados. Miró durante un momento los pliegues en el tejido. Una imagen volátil de Leo, con la espalda apoyada en la pared, leyendo, comenzó a formarse ante sus ojos y la detuvo antes de que... Tiró con fuerza. La tela se alisó por completo. El Leo imaginario se desvaneció. Victoria sintió cómo le ardían los párpados. Dio un par de palmadas sobre la cama antes de sentarse. Con la espalda recta, cruzó las piernas y se sujetó la cabeza apoyando la barbilla sobre el dedo pulgar de su mano derecha. Con dos dedos, se apretó los labios contra los dientes. La garganta le dolía hasta la nuca. Notó las lágrimas caer sobre una de sus pantorrillas antes de saber que estaba llorando otra vez.

Algo se desprendió del techo sobre la cama, junto a ella. Lo cogió y jugueteó con ello entre los dedos. Un diminuto círculo de plástico blanco.

En algún momento, escuchó el sonido de unos nudillos contra la puerta.

—¿Señora?

—No entres.

La voz de Victoria sonó firme. Las lágrimas se habían secado ya y formaban sobre su rostro una capa de barniz salado. Cuando se asomó a la puerta vio a Linda con la cabeza agachada, sin atreverse a mirarla a la cara.

—Ya me marcho, señora.

—No tenías por qué venir a despedirte. Deja tus llaves en la cocina y vete.

Entonces sonó el timbre de la puerta principal.

—¿No habrá venido nadie a recogerte? —preguntó Victoria.

Linda negó con la cabeza. Dio un paso atrás cuando sintió acercarse a la señora, quien cerró tras de sí la puerta de la habitación con fuerza.

—No abras. Sal por detrás, por el jardín. —Señora, siento mucho...

—Ya es tarde.

Y ya era tarde. A Linda el secreto del segundo sobre, el blanco, el que ella cogió del buzón y entregó a Leo a escondidas de sus padres, le había quemado durante cinco noches en la almohada. Luego empezó a quemar en la punta de la lengua. Y al final tuvo que dejarlo ir para evitar que la convirtiera en cenizas. Se lo contó a Amador en la sexta noche que Leo ya no conoció. Le explicó que había encontrado otra carta dirigida al niño en el buzón. Que había sido la mañana que el gato saltó sobre la mesa del desayuno y manchó la alfombra de la señora. Que la escondió y se la enseñó abajo, donde la lavadora. Que decía prácticamente lo mismo que la primera. Que quiso proteger a Leo dejando que la viera él primero. Que ella había intentado que no la leyera, pero que Leo se le había adelantado y la había abierto allí mismo. Que luego ya no supo qué había hecho con ella. Y que...

Amador no la dejó terminar. Solo le preguntó qué iba a hacer si dejaba de trabajar con ellos, porque iba a dejar de trabajar con ellos ante «las gravísimas consecuencias de tu imprudencia», que fueron las palabras que utilizó Amador sin creerse que pudieran equivaler a lo que había ocurrido en realidad. «Regresar a mi país para
abrasar
a mis hijitas», había contestado Linda, pensando en esas niñas que no habían crecido durante dos años, pegadas a la pared sobre su cama. Y cuando Victoria supo que esa había sido su respuesta, que Linda había tenido el valor de decir que se iría a abrazar a sus hijas, le había gritado a Amador que la echara de casa en ese mismo momento. «Se irá mañana por la mañana, no necesitamos otra escena», había contestado él. Y entonces Victoria había corrido a la habitación de Leo para abrazarlo, pero su mano se había quedado helada al tocar el pomo de una puerta que ya no sabía cómo abrir.

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