Authors: Paul Pen
—¿Sabes tú qué...?
No pudo acabar la frase. La visión de unas palabras escritas con bolígrafo azul en la cara del sobre donde se indica el destinatario interrumpió sus palabras. Eran todas letras mayúsculas, escritas de un modo limpio y ordenado. Amador observó cómo los ojos de su mujer se abrían en un gesto de incomprensión antes de que sus cejas se arquearan en una mueca de absoluto desconcierto. Ella le pasó el sobre para que él también pudiera leerlo. Seis palabras:
PARA UN NIÑO DE NUEVE AÑOS
Durante un segundo, Amador se sintió aliviado. Su corazón se calmó.
Aquello no era tan terrible. Victoria estaba exagerando, como siempre. Tan solo era una definición de destinatario bastante convencional en el fondo, equivocada además si pretendía dirigirse a Leo, porque él tenía en realidad ocho años cumplidos hacía un mes. «Nací en junio de 2000, haz tú la cuenta», había aprendido a responder desde muy pequeño a los adultos que le preguntaban su edad para luego añadir qué quería ser de mayor. Amador pensó entonces que si aquel sobre había conducido a su hijo hasta ese estado tan parecido a un ataque de pánico, tenía que haber algo más. En ese momento, sus dedos recorrieron el relieve rectangular que dibujaba lo que parecía una hoja de papel doblada dos veces por la mitad.
—¿De dónde has sacado esto?
Amador formuló la pregunta sin esperar respuesta, mientras miraba con asombro la expresión asustada de su hijo. Estaba colocado ahora entre las piernas cruzadas de su madre. Ella se había sentado en el suelo y trataba de alisar las arrugas del pantalón del crío en un gesto nervioso que enseguida sustituyó por otro mucho más personal: el de hacer sonar sus uñas chocando la del dedo índice contra la del pulgar.
Victoria reparó en lo viejas que estaban las zapatillas grises de Leo. Se tranquilizó al imaginarse eligiendo junto a él unas nuevas en Centro Oeste, el centro comercial del pueblo.
Una vez hayamos solucionado este asunto de la carta
, pensó. Un pensamiento que ocultaba otro más profundo que en efecto existió pero que se negó a procesar, obligándose a llenar el escenario principal de su mente con imágenes de pantuflas de mil colores: imitando las garras de un gorila, una abeja con antenas
—tú ya sabías
—, unas zapatillas de baloncesto, zapatos de claque
—que algo iba a mal en el niño
— o la zarpa de un león, que fue la que finalmente comprarían unos días después.
Amador miraba con más atención a su esposa que a su hijo. Levantó la solapa de aquel sobre y extrajo de su interior lo que resultó ser un folio convencional doblado dos veces por la mitad. Leo parecía no querer explicar nada antes de que sus padres lo descubrieran por sí mismos. Continuaba agazapado entre las piernas de mamá, y el sudor que bañaba su espalda comenzaba a secarse. Sintió frío, y reaccionó con un ligero castañeteo de dientes.
—Tranquilo —lo abrazó su madre por detrás, intentando tranquilizarse ella también.
Amador desdobló la hoja. Percibió el contraste de color entre los diferentes blancos del folio y del sobre. El último mostraba una tonalidad amarillenta. Una vez extendida la carta, tuvo que girarla porque la había abierto al revés. Amador leyó su contenido con los ojos muy abiertos, moviendo los labios en un gesto que permitió a Victoria, durante unos segundos, ver en su marido el reflejo de la imagen de su hijo, quien movía los labios de la misma forma mientras leía todos esos libros que nunca eran para niños.
La transformación del rostro de Amador fue brutal. La preocupación infló el estómago de Victoria. Enseguida se transformó en miedo.
—Pero, cariño, ¿qué es lo que pone? Me estás asustando —dijo.
—No lo sé. Leo —se dirigió a su hijo—, ¿de dónde has sacado esto?
—Por Dios, Amador, ¡déjame verlo!
Victoria gritó justo a la altura de la oreja derecha de Leo, y él se la frotó para tratar de mitigar el pitido que originó en su interior. En algún lugar de la casa, Linda reconoció la voz alterada de la mujer a quien ella llamaba «señora», y pensó que los señores estarían discutiendo otra vez.
Amador se levantó, empezaban a dolerle las rodillas apoyadas contra el suelo de madera. Le pasó la nota a su mujer, manteniendo la mirada fija sobre ella en un ángulo contrapicado, él de pie y ella sentada.
Victoria agarró la hoja con un temblor en su mano que no logró disimular ante su hijo. Lo primero que advirtió fue la excelente presentación del único párrafo escrito, antes incluso de leerlo. No se había dado cuenta de que se le habían humedecido los ojos. Tuvo que parpadear varias veces antes de poder distinguir las letras. Aún leía bien de cerca a pesar de los informes de cientos de páginas que estaba obligada a estudiar de cada uno de sus casos, casi siempre relacionados con temas de propiedad intelectual —cantantes, escritores y artistas en general, todos ellos de poco éxito, constituían su principal cartera de clientes—, y solo se ponía las gafas cuando intuía que la jornada podía sobrepasar las diez horas. La excelencia en la presentación, conseguida con márgenes equilibrados a izquierda y derecha, sangrado de línea en la primera frase y excelente caligrafía, se convirtió en algo macabro cuando Victoria leyó el contenido de la carta:
No pretendo asustarte, pero sería imposible explicarlo. Por favor, no vayas a la tienda de la gasolinera de Arenas. La tienda del americano. No vayas el 14 de agosto de 2009. No quiero asustarte, pero podría ser la fecha de tu muerte. No vayas. Lo siento, tenía que avisarte.
Victoria soltó una carcajada. Una risa falsa, algo desquiciada. Muy parecida a la que forzaba en algunos juicios cuando quería menospreciar la declaración de algún testigo. O la que dedicaba a su marido cuando, tras rechazar por enésima vez el sexo nocturno que años atrás les enloquecía, este la acusaba de haber perdido interés en él. Amador la miró, apretando los labios, hasta que consiguió que Victoria abandonara aquella histriónica representación.
—Levántate, Leo, anda —dijo ella.
Revolvió el cabello de su hijo para instarle a levantarse y poder incorporarse. Lo hizo de forma ágil, recomponiendo al mismo tiempo su camisa y ajustándola por debajo de la falda, en torno a su delgada cintura. Después agarró a Leo por los hombros, le dio la vuelta y se arrodilló frente a él, de tal forma que los ojos de ambos estuvieran a la misma altura.
—Cielo, ¿qué demonios es esto? —Leo la miraba sin intención de responder—. Han sido los chicos de tu clase, ¿verdad? ¿Por qué siempre me esperas tú solo en la puerta del colegio? ¿Por qué no estás jugando con todos los demás, eh? —Alargó la mano para agarrarle de un hombro—. Mira, cariño, si esos niños te están haciendo algo, necesito que me lo digas. ¿Me lo vas a decir?
Victoria seguía con la carta en la mano. Mientras hablaba, las palabras escritas le parecían tan salvajes que solo podían ser obra de algún niñato inconsciente.
De no ser porque la letra parece la de un adulto
, resonó en algún rincón de su cabeza.
Leo también sabía que la letra era la de un adulto. Por eso se había asustado tanto al leer la carta. Porque ninguno de sus compañeros, ni siquiera los más desenvueltos en materia caligráfica básica, podría haber conseguido imitar la letra de un adulto con tanta precisión. Y ninguno de los chicos mayores del colegio, ni el más ignorante de los adolescentes, podría haber colaborado en una broma tan mezquina contra un niño cuyo único delito era no ser capaz de saltar el potro en la clase de educación física.
—A papá y a mí nos lo puedes contar todo. Y tú lo sabes. ¿Lo sabes?
Leo dudó.
Al principio, a Victoria le hizo muy feliz lo atento, callado y obediente que el niño fue desde muy pequeño. Ella misma le permitía mantener encendida la luz del cuarto mucho tiempo después de acostarse. Más de una vez lo había encontrado dormido con un libro entre sus manos. Entonces Victoria se apoyaba en el marco de la puerta y observaba con una sonrisa al niño de siete años que aún dormía bajo un edredón estampado con la imagen de Buzz Lightyear, pero que leía novela negra o algún relato de terror para adultos, recorriendo las páginas de izquierda a derecha y de arriba abajo sin siquiera preguntar qué significaban la mayoría de las palabras. Su madre lo besaba en la frente, lo arropaba con la colcha, y disfrutaba de la superioridad que sentía frente a sus compañeras del bufete de abogados, que se desesperaban ante el lento avance de sus hijos con la lectura. A veces le preocupaba que un niño tan pequeño leyera historias sobre asesinos en serie o cuentos paranormales, pero sabía que iba a hacerlo de cualquier manera, que conseguiría esos libros a escondidas, así que era mejor incentivarlo a leer que intentar prohibírselo. Ella nunca le había encontrado el placer a la lectura —«en mi vida no hay lugar para la ficción, solo para informes de la vida de gente aburrida», se quejaba—, y al principio admiraba la forma en que Leo era capaz de enfrascarse en una historia y estar horas enteras pasando páginas y moviendo los labios, un gesto infantil dibujado en un rostro y una mirada decididamente adultos. Pero hacía unas semanas que Victoria había empezado a apagarle la luz a las diez en punto de la noche. Se habían acabado las licencias de horario para permitirle leer en la cama. Porque hacía también varias semanas que Victoria había empezado a odiar todo lo que hacía diferente a Leo. Se lamentaba ahora de que su hijo no saliera más a jugar con sus compañeros de colegio, o de no haberle obligado a apuntarse a algún deporte de equipo, de esos que entrenaban después de clase. Quizá, de esa manera, Leo no tendría tanto interés en curiosidades matemáticas como los números capicúa o los palíndromos, o no se pasaría horas resolviendo ese absurdo cubo de colores o mirando el cielo con su telescopio mientras se le escapaba por la ventana el calor de otro día soleado... y con él toda su infancia. Por eso Victoria ya había dejado de presumir frente a sus compañeras de oficina. Y cuando alguna de ellas narraba las hazañas de su hijo en algún campeonato de fútbol, Victoria se callaba y recordaba la figura encorvada de Leo sobre el escritorio, leyendo libros que le regalaba su padre, encendiendo a escondidas la luz que ahora sí le apagaba de forma estricta. Y Leo aprendió a identificar en la voz de su madre esa nueva entonación de repugnante amabilidad que utilizaba para sugerirle que se apuntara a algún equipo deportivo del colegio, o para decirle cosas como que podía contar con ella, algo que Leo ya no estaba tan seguro de poder hacer.
—¿De dónde has sacado esta carta? —insistió Victoria.
—Estaba dentro de mi mochila —susurró.
—¿Cómo que en tu mochila? —repuso Victoria—. ¿Qué hacía en tu mochila? ¿Quién la ha puesto ahí?
Victoria, víctima de su propia impotencia, sacudía a su hijo. Amador tuvo que agarrar al niño para separarlo de su madre.
—Perdóname, cielo —dijo ella—. Pero es que no lo entiendo.
Alargó la mano para apoyarla sobre el pecho de Leo. Entonces una mueca de enfado se dibujó en su rostro y la hizo levantarse de golpe.
—Se acabó. Mañana iré a hablar con el director del colegio —decidió, sin caer en la cuenta de que el curso había acabado y el colegio estaba cerrado—. Tendrán que hacer algo con esos monstruos. Y hablaré con tu profesora, esa señorita Blanco. ¿Cómo se llamaba? —preguntó a Amador—. Sí, esa que fue compañera tuya de clase.
—Alma —dijo Amador, y el estómago se le encogió de repente al recordarla de pequeña, cuando compartieron clase—. Se llama Alma.
En un tono pesado, añadió:
—Pero estamos en julio. ¿Con quién piensas hablar en el colegio?
Victoria se mordió la yema del dedo índice durante unos segundos, consciente de su error.
—Pues entonces... Entonces tendré que hablar con las madres de esos críos. Leo, cielo, ¿tienes el teléfono de alguno de tus compañeros?
Los tres conocían la respuesta a la pregunta. Por eso fue seguida de un tenso silencio. Leo agachó la cabeza. Dio un paso a un lado para separarse de las piernas de su padre. Parecía querer desligarle de la vergüenza que le pertenecía solo a él, al niño raro de la clase que no había conseguido hacer ni un solo amigo.
—Muy bien, mamá —dijo Amador.
Miró a su mujer con incredulidad. Se acercó al niño y lo abrazó de rodillas. El rostro de Leo quedó sumergido en el vigoroso pecho de su padre. Sobre los hombros de su hijo, Amador mantuvo la mirada fija en Victoria. Ella se llevó tres dedos a los labios en un ademán de arrepentimiento que mantuvo mientras duró aquel abrazo al que no se sintió invitada o del que rechazó formar parte.
Tras repasar los tres grandes botones que cerraban la camisa del pijama de Leo, Amador le acarició la cara con ambas manos.
Le propuso acompañarlo a la cama para quedarse con él hasta que se durmiera.
—Y mañana ya hablaremos de la carta —dijo—. ¿Te parece?
—No, papá, da igual —respondió el Leo más adulto antes de apartar la cara de las manos de su padre para dirigirse de vuelta a su habitación.
No miró atrás ni una sola vez. Ni siquiera cuando aquella capa de sudor frío regresó a la parte baja de su espalda. Antes de comenzar a subir, en algún momento su talón se había salido ya de las pantuflas grises. Se detuvo un instante frente al primer escalón.
—Buenas noches, mamá —dijo.
Y aunque Victoria escuchó, el nudo que atenazaba su garganta pareció tensarse aún más haciendo retroceder su lengua e imposibilitándole la respuesta.
Pero Leo supo que su madre le había oído. Dejó atrás los escalones y los urgentes gestos de su padre instando a Victoria a contestar, mientras ella negaba con la cabeza manteniendo los tres dedos sobre sus labios e intentando contener el llanto.
Victoria se sentó en el sofá y dejó que una única lágrima resbalara por su rostro. Mantuvo la mirada desviada en una diagonal inexistente, convirtiendo a su marido en un bulto borroso que fue primero a la cocina y luego desapareció en su camino hacia la escalera. Victoria recordó entonces el día que nació Leo. La noche en que el parto se adelantó. Cuando corrieron por la casa en busca de la maleta que ya tenían preparada para la ocasión y ella tropezó en la misma escalera por la que ahora subía su marido. Aquella noche, Amador se había quedado con el brazo extendido y la seda del camisón de su mujer escapándose de entre sus dedos en el intento desesperado por evitar la caída. No pudo impedir que Victoria quedara extendida a los pies de la escalera con una herida abierta en la parte izquierda de su frente y gran cantidad de sangre brotando de su entrepierna. Por fortuna, el Hospital Universitario de Arenas estaba muy cerca de casa, y Victoria dio a luz a un niño sano apenas media hora después del incidente.